Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004. Ciclo C

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

(GEP 21/11/04)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo: El pueblo y sus jefes, burlándose de Jesús, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino» El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»

SERMÓN

         La historia de los orígenes de la monarquía israelita, supuestamente allá por el 1000 AC, con David y Salomón, está montada sobre relatos legendarios escritos recién quinientos o seiscientos años después de los acontecimientos. Esto hace difícil calibrar la consistencia histórica de muchísimos de sus datos. Tanto más cuánto los estudios arqueológicos no son capaces de encontrar un solo resto de lo que hubiera podido ser la ciudad de David, o el antiguo templo o los palacios de Salomón. Lo más llamativo es que, la abundante literatura egipcia y babilónica de aquella época no menciona jamás sus nombres, cosa que habrían hecho si hubieran tenido la importancia política y militar que los relatos les atribuyen. La cosa alcanza tal punto que muchos historiadores y exégetas han llegado, inclusive, a dudar de la existencia de David.

            Pero en el año 1993, cerca de Dan, allá por las fuentes del río Jordán, se desenterró una estela o piedra conmemorativa escrita en arameo. Estela conservada en el Museo Arqueológico de Jordania, y que dice conmemorar la victoria de un tal Hazaël, rey de Damasco 'sobre el rey de Israel', al norte, y, también 'sobre el rey de "¡la casa de David!"'. Es decir que, al menos hacia la época de la inscripción de la estela, alrededor del ochocientos y pico antes de Cristo, ciertamente había algo al sur de Palestina que se llamaba 'casa de David'. Como decir 'casa de los Borbones' o 'casa de los Habsburgo'. De tal modo que, aunque la información que tenemos sobre David lo mismo permanezca envuelta en las brumas del pasado, queda confirmado que 150 años después de su supuesta existencia había quienes se consideraban sus descendientes y gobernaban como tales la pequeña monarquía de Judá.

            Extremadamente pequeña, porque Judá alcanzará importancia recién después de la caída de Israel o reino del Norte, en el 721 AC. Con este acontecimiento Judá no solo se libra de su rival del norte sino que, a partir de entonces, reclamará derechos sobre sus territorios. Poco a poco los patronímicos 'israelita' y 'judío' se identificarán, y la casa de David, los dávidas, reivindicarán su autoridad también sobre Israel. Desde entonces, Israel y Judá serán lo mismo y, por lo tanto, ser 'rey de Judá' era sinónimo de ser 'rey de Israel'.

            Sin embargo, aunque después de cinco siglos largos de existencia, también le tocará desaparecer un día a la monarquía davídica, bajo los arietes y la espada, ahora de los babilonios, en el 586 AC. A partir de esa fecha, los dávidas perderán todo poder político. A la vuelta del destierro ya no serán tenidos en cuenta. El poder, bajo la tutela de persas, griegos y romanos, caerá en manos de los Sumos Sacerdotes y de la aristocracia del dinero.

            Excepto algún nostálgico y grupos de familias descendientes de David asentadas en la ciudad natal de éste, Belén, la 'casa de David' pierde toda importancia. Incluso serán de otro origen los caudillos que en algún momento ejercerán monárquicamente el poder: los macabeos y, luego, la casa de Herodes.

            David y sus descendientes se irán transformando en sueño de perdidas glorias. Y la vuelta de un descendiente de David al trono de Jerusalén, uno de los paradigmas religiosos de la esperanza judía.

            Tal como hemos oido en la primera lectura, en el relato del segundo libro de Samuel, a la manera cananea, David, elegido por Dios mediante el profeta Samuel, había sido ungido rey por medio de la 'unción'. La unción era la acción de derramar sobre la cabeza del así ungido un frasco de aceite perfumado. Todos los descendientes de David se coronaron de la misma manera. Y no está de más recordar que ungido, aceitado, se dice en hebreo, mesías y, en griego, cristo. Ungido, Cristo, Mesías, Rey, descendiente de David, son, pues, sinónimos.

            Pero, con el devenir de los siglos, la figura davídica fue alcanzando, en la tradición popular, proporciones titánicas. Su envergadura había evolucionado junto a la del concepto mismo de Dios. De la primitiva figura del dios local o nacional a la manera de otras naciones, el Dios de Israel -precisamente en la época postmonárquica-, se había transformado en el Dios único de todo el universo, el Creador de todas las cosas. De tal manera que resultaba que él, solo rey que tenía como Dios protector y propio al Señor del Universo, era el rey de Israel. Los demás solo podían acudir a divinidades locales e inferiores.

            Así, por asociación de ideas, el descendiente de David, el rey de Israel, el Mesías, será mucho más que tal: será Rey del mundo, Vicario de su Dios, liberará a los israelitas de toda opresión y, mediante su accionar, todos los pueblos servirán a Dios. El Mesías, el Cristo, el Elegido, ya no será el pequeño monarca de una nación del segundo o tercer mundo de su tiempo, sino el Emperador de toda la tierra. Tierra que será transformada por él en Paraíso, en lugar de justicia, de paz, de alabanza al verdadero Dios. Basta leer los anuncios proféticos del Déutero Isaías, de Jeremías, de Ezequiel, bastante tiempo después de desaparecida la monarquía, para darse cuenta de las dimensiones imperiales, cósmicas y religiosas que se da ahora al título de Rey de los Judíos.

            Vean que de tal manera la creencia en las fuerzas sobrehumanas del futuro Mesías estaba arraigada entre los contemporáneos de Jesús que, aún por burla, 'el pueblo judío y sus jefes' -dice nuestro evangelio de hoy- exclaman, frente a ese pobre cuerpo torturado y desgarrado colgando de la cruz: "¡Que se salve a si mismo, si es el Mesías de Dios!". Y el Señor se salvará, ciertamente, y demostrará que era exactamente lo que sus enemigos le dicen por burla: el Cristo de Dios, el Mesías, el Elegido. Pero esa salvación llevará a una victoria mucho más allá de lo humano que los judíos no estaban todavía preparados para esperar.

            Pareciera que en este pasaje Lucas usa no se qué de ironía. Sin darse cuenta, todos los protagonistas -aún sus enemigos- hacen reconocer al crucificado como descendiente de David, como Rey de los judíos y por lo tanto del mundo.

            No solo el pueblo y sus jefes, que verán cumplida su condición "¡Que se salve si es el Mesías!". También los soldados -quizá romanos-. Ellos también han oído de lo que significaba, para los hebreos, ser Rey de los judíos. También ellos le dicen "Si eres el Rey... sálvate a ti mismo". Sin embargo, hombres de lucha y disciplina, saben lo que es sufrir, admiran la valentía del hombre y le acercan la bebida del soldado de aquel tiempo: agua con vinagre refrescante. Y Él es rey; y se salvará. Y, luego, antes que nadie, en el imperio romano, serán soldados sobre todo quienes adherirán a la fe de la Iglesia. Y en las representaciones más antiguas que encontramos, en mosaico, de la figura del Señor, en Ravenna, estará Jesucristo vestido de general romano. 

           Lo más oficial es el "título", así se llamaba el cartelito colocado sobre el patíbulo y redactado por el mismo Pilato. "Jesús, Rey de los judíos". Diploma con marco. Este sí titulo lacrado, con sangre. Pergamino de gloria. El título más grande que haya tenido jamás un hombre en esta tierra: Rey de los judíos y, por lo tanto, Señor del Universo, y firmado por la autoridad terrena más grande de entonces: Roma.

            También, aunque sin saberlo, lo reconoce -pero no lo acepta como rey- el mal ladrón, representante de los delincuentes perversos de este mundo, que muestra su escoria de egoismo en el añadir al 'sálvate a ti mismo', el 'y a nosotros'. Curiosamente es poco probable que éste último pedido haya sido escuchado. No hay que esperar nunca el último momento para encontrarnos con Dios, porque es casi seguro que nuestra súplica salga entonces como la del desdichado mal ladrón y, en ese tono, no pueda ser recibida por el amor divino.

            Pero, como en todo Lucas, finalmente, el que es capaz de reconocer a Jesús verdaderamente como el Rey que es, será un pecador, y un pecador sufriente: Dimas, -como le llama la tradición-, el ladrón. No buen ladrón, sino ladrón, mal hombre, que se volvió bueno al ver reflejado en su rey el dolor y la pena que él mismo sufría culpablemente. Y Dimas resulta ser quizá en el evangelio de Lucas el prototipo mismo del que ha alcanzado la plenitud de la fe en el Señor y por lo tanto su perdón, precisamente mediante el sufrimiento. No la fe titubeante de los apóstoles, ni el no saber si era Mesías, profeta, curandero o maestro.

            A la manera de los pastores del comienzo de la historia, en la ciudad natal de los dávidas -Belén-, que se maravillan de reconocer abajado a sus viviendas, a sus pesebres, a sus miserias, al niño rey, Dimas, conmovido, ve clavado a su lado al mismísimo Rey del universo: nunca más Dios que en ese momento de suprema omnipotencia frente al dolor, la debilidad y la muerte. Nunca más hombre que asumiendo, hasta la última gota, todo el dolor humano.

            Y allí surge, del corazón de Dimas, la confesión más extraordinaria del evangelio de Lucas. Y la comienza diciendo "Jesús". Es la única vez, en todo el Nuevo Testamento, que alguien se atreve a llamar a Jesús por su nombre de pila. No 'Maestro' o 'Señor' o 'Rabbí', o 'hijo de David', sino Jesús. Como le musitaba seguramente María en su cuna y entre las maderas del taller.

            Jesús vuelve a la cuna. Cuna de madera que lo mece al viento, a pesar de los clavos. "Jesús", le dice Dimas, en hermandad que antes nunca nadie se atrevió a mostrarle. ¿Pero de qué hubieran valido los títulos, 'mi rey', 'mi Señor', 'mi maestro'... allí en el dolor indecible de su carne en desgarro cruel? Dulce nombre del bautismo, sin apellido, sin 'Doctor', ni 'Monseñor', ni 'Ingeniero': Jorge, Gustavo, Susana... nombre que solo nos dicen sin hipocresía nuestros íntimos y que, seguramente, escucharemos, susurrado por Jesús y por María, en nuestro día final.

            Y, de la compasión humana, pasa Dimas a la confesión de Jesús como Rey: "acuérdate de mi cuando llegues a tu Reino". Confesión que ciertamente va más allá de cualquier esperanza judía de victoria de Israel y su Mesías en este mundo, en esta historia. Ya miran los ojos de Dimas el Reino capaz de superar a la muerte, de ir allende las fronteras de este mundo.

            Y a esta súplica llena de fe de Dimas, Jesús responde con autoridad soberana, reconociendo su ser Rey de Israel y del Universo, hablándole del paraíso, el jardín de Edén, ahora elevado a los nuevos cielos y nueva tierra de la vida definitiva. "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Un hoy más allá del tiempo; y que será hoy permanente. De tal manera que el día de la Resurrección de Cristo-aunque siendo ahora viernes falten tres días para ella-, y la de de todos los muertos -aunque se complete, desde nuestro punto de vista, al fin de los tiempos- para Jesús y los que ya han dejado este mundo, es hoy, sin esperas ni intervalos. Porque el tiempo y la espera solo rigen para las horas que marcan nuestros relojes de acá abajo, no los del cielo. 'Hoy estarás conmigo en el Paraíso' nos dice el Señor a todos aquellos que, como Dimas, seamos capaces de reconocerlo como el Dios que se ha acercado -en el hombre Jesús- a cada uno de nosotros.

            No para que lo crucifiquemos. En todo caso para acompañarlo, si es necesario, en la cruz. Porque no es que Jesús haya sido coronado Rey del Universo por la Resurrección o, míticamente, para la otra vida. El es rey por naturaleza: rey de Israel por legítima sucesión davídica; rey del universo como Hijo de Dios. Y ya aquí y abajo.

            Quien quisiera postergar el Reino de Dios a un mero triunfo escatológico sin implicancias en este tiempo y en este mundo, estaría traicionando el evangelio. Él es el rey del mundo y de todos los hombres, crean o no en Él, desde el mismo instante en que comienza la historia del tiempo en ese inicio que los astrofísicos marcan como la gran explosión, hace 14.700 millones de años. Desde su hoy permanente gobierna el universo mucho antes de que en el planeta tierra comenzara a caminar bípedo el ser humano.

            Su manifestación gloriosa en el Misterio Pascual y en la Iglesia marca la revelación plena de sus derechos y de su gobierno, pero no su comienzo. Él decreta desde siempre la ley inscripta en nuestra naturaleza y en la de todas las cosas, Él es el legislador de toda ética y toda moral, Él habla en la revelación del Antiguo Testamento y en los mandatos evangélicos. Ningún hombre, ninguna sociedad, pueden escapar, aún en este mundo, a las consecuencias trágicas de desobedecerlo. O la paz y bien que su Ley y su Gracia obedecidas pueden traer a nuestras vidas y sociedades.

            Ante las blasfemias con las cuales un irrespetuoso cómico insultó a Dios y a María, un obispo, presidente de la Comisión de Comunicación Social del Episcopado, protestó oficialmente por el agravio. Pero no lo hizo por la injuria dirigida a María. Como últimamente nadie protesta en nombre de Dios, ni por sus leyes conculcadas, ni por las profanaciones de nuestra catedral por grupos enfermos que hacen alarde de su degenerado morbo. Dice, la queja de este obispo, textualmente, -escuchen bien- "porque se ataca soez y burdamente los sentimientos religiosos de la inmensa mayoría de la población". Ahí mismo, algún párrafo luego, lamenta las "graves ofensas a las convicciones de muchos argentinos". Y termina afirmando: "Los sentimientos religiosos forman parte de la riqueza cultural de un pueblo (...) Burlarlos no contribuye a su crecimiento". Cobarde e ignara protesta en nombre no de Dios, sino del pueblo.

            Porque ¿qué importancia pueden tener los sentimientos religiosos o, incluso, las convicciones de muchos -salvo el respeto debido a la persona humana por más tonta que sea-, si estos sentimientos no están sustentados en la realidad, si son equivocados, si, peor, como en la mayoría de las religiones, no solo perturban el verdadero orden social sino que extravían a la gente del camino de la salvación?

            La falta de respeto que tendría que indignarnos no es a los sentimientos cambiantes de ninguna mayoría, sino al agravio objetivo lanzado vanamente contra la Majestad de Dios, de Cristo, del Rey del Universo, contra la grandeza de su Santísima Madre, la Reina, y, también, contra la santidad del lugar sagrado que es nuestra Catedral. El señor obispo ha cambiado la reyecía de Cristo por la reyecía del 'sentimiento' de la mayoría del pueblo. La soberanía de Dios, por la soberanía del pueblo. Es lo contrario de lo que hoy quiere enseñar la solemnidad del Cristo Rey con la cual cerramos nuestro año litúrgico.

            Si hay alguna salvación para la patria en esta tierra, ella no consistirá de ninguna manera en respetar el 'sentimiento del pueblo', sea o no mayoría -Dios nos libre-, sino la autoridad del hijo de David, del Ungido, del Rey del universo. Fuera de esto no hay ni habrá Argentina que pueda respetarse, ni opinión que valga, sino nuestra lenta asfixia como nación y la cesión de nuestros derechos y nuestras libertades -y aún nuestro territorio- a otras gentes.

            Quiera Dios, que aún así, en medio de las burlas al Señor Crucificado rechazado como Rey -rechazo que constituye la esencia de nuestro mundo globalizado contemporáneo, y del cual ya parece difícil escapar como país- Dios nos permita a cada uno de nosotros decirle, con nuestras familias: "Jesús, acuérdate de nosotros cuando llegues a tu Reino"

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