NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

1998 C

            Hablar de reyes en nuestros días es casi meterse en el terreno de la historia pasada, o de los cuentos, o del folklore o cuanto mucho de los chismes de la alta sociedad. Desde la revolución francesa, la democracia y la división de los tres poderes ‑ejecutivo, legislativo y judicial‑, la monarquía ha desaparecido en la práctica, al menos en Occidente, fuera de los intervalos transitorios de las dictaduras. Por eso hablar hoy de Cristo Rey suena como a algo superado, anticuado, que poco dice al hombre contemporáneo. Sin embargo, dejando de lado este título que parece de añoranza de otros tiempos, la realidad que está debajo del viejo substantivo sigue vigente. Cristo es Rey, Cristo es, en otra palabras, quien detenta en el universo el poder ejecutivo, legislativo y judicial.

            Todos sabemos que fue Montesquieu ‑para más datos Charles -Louis de Secondat, barón de la Brède et de Montesquieu‑, muerto en París en 1755, quien con su "De l'Esprit des Lois", 'Del espíritu de las leyes', de 1750, influyendo en casi todas las constituciones de los países de nuestros días, comenzando por los Estados Unidos, inspira la famosa independencia y divisón de los poderes.

            Según él, esta separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ayudaría efectivamente a la libertad de los pueblos morigerando el autoritarismo. Pero no es esto lo único que Montesquieu enseña en su obra. Menos conocida, pero no menos importante es su clasificación de los diversos tipos de gobierno. Ya no acepta más la clásica división entre monarquía, aristocracia y democracia, que venía de Platón y Aristóteles. A Montesquieu le parece que la forma no es tan primordial como el espíritu que anima a las conducciones y proponía otra división basada precisamente en ese espíritu. Por eso a su juicio existen tres formas de gobierno: la república, fundada en la virtud; la realeza, sostenida por el honor y el despotismo, sustentado por el miedo. No hay duda que Montesquieu prefiere la primera -la república-: ni una mera consideración del honor, la fidelidad al rey y el patriotismo pueden garantizar la razonabilidad de la sociedad sino, por el contrario, embarcarla tantas veces en ruinosas aventuras o desoladoras cruzadas, ni el despotismo, a pesar del orden que provoca y mantiene, fomentar las mejores iniciativas de los ciudadanos. Solo la virtud -dice Montesquieu- puede aunar en la búsqueda del bien común a los habitantes de un mismo territorio y transformar al conjunto en república, e.d. en 'cosa pública', con deberes y derechos respetados y compartidos por todos en solidaridad constructiva. Por eso para él una monarquía hecha de gobernantes y súbditos virtuosos podía perfectamente considerarse una república, mientras una democracia sin honor ni virtud no dejaba de ser, pese a la forma, el más crudo y vil de los despotismos.

            La tercer gran tesis ‑menos conocida aún‑ de Montesquieu era lo que él llamaba la influencia del 'clima' en los caracteres de una nación. Es verdad que también incluía en su consideración los factores puramente meteorológicos de calor y frío, humedad y sequedad, pero Montesquieu quería referirse sobre todo al clima no físico sino espiritual que generaban las leyes, la religión, la sabiduría popular, las costumbres, la educación. Para Montesquieu era este clima, más que la separación de los poderes o las formas de gobiernos, el que determinaba la idiosincrasia nacional y el ambiente donde podía o no formarse un pueblo con individuos felices. Ese clima era relativamente manejable, el hombre podía intervenir para modificarlo; por eso, para Montesquieu, uno de los deberes principales de los dirigentes era influir en ese "clima" tratando de mejorarlo, de erradicar lo falso, lo corrupto, y de ponerlo al servicio de formar verdaderos hombres y mujeres capaces de insertarse libre y creativamente en la sociedad republicana.

            Pero de Montesquieu, lo único que hoy se menciona y se pone en obra es, en los papeles y en los sueldos y en la multiplicación estéril de personal -incluidos los ñoquis- la separación formal de lo ejecutivo, legislativo y judicial que, por supuesto, es incapaz de funcionar allí donde, según la definición de Montesquieu, no hay república, ni clima honesto tal cual él lo postulaba.

            En nuestros días Montesquieu se hubiera muerto de risa al oír hablar de democracia como si esta fuera la forma suprema de gobierno, y más si la viera, en su efectivo ejercicio, bajo la forma de partitocracia, de lucha de gente mediocre fuera y dentro de los partidos, de lobbies y de grupos de poder tratando de comprar a aquellos y éstos en venta al mejor postor, haciendo del país tierra de nadie, botín a repartir, que no república. Montesquieu era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que ningún sistema funcionaría sin la virtud de los ciudadanos y gobernantes ni de un clima capaz de promoverla. Reducir su figura a la de un mentor de la división de los tres poderes, es empobrecer su figura.

            En realidad tampoco la Iglesia promueve una determinada forma de gobierno. En su larga historia, prescindiendo de aquellas sociedades en que ha sido perseguida y martirizada, ha respetado siempre múltiples maneras de ejercer la autoridad, con tal de que respetaran su libertad y se promovieran el bien común y la virtud de los ciudadanos. La Iglesia ha convivido, según la vieja clasificación platónico-aristotélica, tanto con monarquías, como con aristocracias o con democracias. Lo único que ha pedido siempre, cuando la autoridad aceptaba la influencia de la Iglesia, es que ella se ejerciera respetando la ley de Dios y por lo tanto los derechos de la persona humana. Por eso, cuando, desde Pío XII a Juan Pablo II, el magisterio se ha referido a la democracia, no lo ha hecho de ninguna manera como idolatrando esa etiqueta, sino indicando las condiciones de su legitimidad, que son la subordinación a la verdad, el acatamiento a las normas morales y la consideración a la persona. En su última encíclica "Fides et ratio", S. S. Juan Pablo II, se pronuncia ‑y leo literalmente‑ contra "un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos morales inmutables. Es absurdo que la admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decida con el voto de la mayoría parlamentaria. (...)y que las grandes decisiones morales del hombre se subordinen, de hecho, a las decisiones tomadas, cada vez, por los órganos institucionales." Ni pensar lo que diría el Papa de órganos institucionales como los que desfachatadamente padecemos los pobres argentinos.

            En resumen, que el juicio que merecen los diversos sistemas de gobierno están, para la Iglesia, más en el orden de lo que postula Montesquieu, ‑con su exigencia de orden moral y legal adecuados como clima y la virtud ciudadana como fuerza‑, que en cualquier exaltación de la palabra democracia y, menos, de una mal entendida libertad como excusa para cualquier desenfreno y para escudo de la prepotencia de los más osados o de la licencia de los delincuentes.

            "La educación y si no las cárceles son la mejor garantía ‑dice curiosamente Montesquieu, cuando habla del clima‑ de la verdadera libertad".

            Claro que la iglesia enseña mucho más que esto. En realidad, afirma, no hay verdadera posibilidad de construir una sociedad justa y libre, fuera del clima del cristianismo. En última instancia es la subordinación a la ley de Dios manifestada en Jesucristo lo único que puede garantizar el funcionamiento íntegro de una verdadera república ‑en el sentido de Montesquieu‑, amén de que solo su gracia puede hacer que el hombre sea capaz de cumplir plenamente con esa ley. En este sentido es que la Iglesia habla, a nivel histórico, de Cristo Rey: la suma de los tres poderes: el ejecutivo, en la providencia universal que infaliblemente ejerce y la gracia capaz de dar fuerza y facilidad al cumplimientos de sus leyes; el legislativo, que ha promulgado ya en su evangelio y crea el clima propicio para el bien común; y el judicial, que aunque ya lo ejerce, lo reserva en plenitud para el fin de los tiempos.

            De todos modos, aunque siempre la Iglesia querrá promover la instauración del espíritu cristiano en la sociedad ‑y en un tiempo ya pasado casi lo logró‑, hoy sabe que, en la sociedad liberal y pluralista en la cual estamos inmersos, cualquier predicación al respecto sería irrealista y utópica. La aceptación del reinado universal y social de Jesucristo que en otra época trataba la Iglesia de introducir en la sociedad hoy modestamente ha quedado suplantada por un más tímido pedido de respeto a la libertad religiosa y a algunos valores fundamentales de la moral. La Iglesia hoy no tiene más remedio que replegarse al seno de las parroquias, escuelas y familias cristianas que aún subsisten y es allí donde sigue insistiendo sobre la necesidad de la primacía de Cristo en la vida pública y personal. Al fin y al cabo la Iglesia no nació unida al poder, sino en la cruz y en las catacumbas. Y allí vamos.

            Es por eso que esta solemnidad de Cristo Rey que, hasta el Concilio Vaticano II servía para recordar la obligación de ciudadanos y gobiernos de reconocer a Cristo como fuente y origen de toda autoridad, hoy haya pasado a adornar el último domingo del año, como conmemoración anticipada del triunfo final del Señor cuando todo quede sometido perfectamente a su poder.

            No es que la Iglesia haya dejado de pensar que no hay sociedad mejor en este mundo que la que se deja inspirar por los principios cristianos, subordinando la vida pública y privada al suave gobierno de Cristo, sino que, dadas las condiciones en que se mueve la política mundial, gobernada en esencia por principios masónicos y liberales, la Iglesia considera imposible un retorno a la cristiandad y prefiere entonces, mostrar que, de todos modos, aún en la indiferencia o inobediencia de los pueblos, aún otra vez crucificado, Cristo es el auténtico Señor del universo. Cosa que se manifestará al fin de los tiempos, cuando ejerciendo plenamente Jesús los tres poderes, juzgue al universo y de a cada uno lo suyo.

            Pero esa entronización y triunfo final no será de ninguna manera a imagen de las victorias de los triunfadores humanos, todas hechas de justicia, castigo a los vencidos, represalia a los rebeldes.

            La Iglesia elige este año, para la fiesta de Cristo Rey, la imagen de un Rey crucificado. Lo único real, regio, en nuestro evangelio de hoy es el tosco cartel que enuncia burlonamente a todos los pasantes que allí esta presente el Rey de los judíos. Un rey rechazado, escarnecido, torturado, y humillado al máximo en su desnudez clavada cruelmente en el patíbulo. Un rey empero que conservando toda su dignidad, no lanza gritos de amenaza, ni promete castigos, ni maldice a aquellos que tendrían que haberlo aceptado como Rey, sino que es supremamente Rey, más allá de la justicia, a la manera de Dios, en la misericordia.

            Allí en ese momento supremo, como anticipo de lo que quiere obtener su gobierno para la humanidad, al modo como en los campos de batalla los reyes triunfantes armaban caballeros y promovían a títulos mayores a aquellos que se habían destacado valientemente en le pelea, el Rey Jesús concede el máximo galardón a un desgraciado cuyo único mérito es saber pedirle perdón, también él desde la cruz.

            Escena que desafía toda imaginación y está en las antípodas de cualquier gloria humana y cualquier imagen de Rey y que, sin embargo, nos lo presenta a Jesús en el momento más importante y a la vez regio de su vida.

            Quiera Dios que los que no hemos sabido encontrarnos con Cristo Rey en la aceptación de su cetro en nuestras vidas, lo hallemos un día como Rey misericordioso, capaz de llevarnos junto al buen ladrón a su glorioso Reino, a su república santa.