Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

 

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
(GEP; 21-XI-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos u otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y vosotros me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambrientos, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?" Y el Rey les responderá: "Os aseguro que en la medida que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo". Luego dirá a los de su izquierda: "Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y vosotros no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis". Éstos, a su vez, le preguntarán: "Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo". Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna ».

SERMÓN
(Canonización de San Héctor Valdivielso)

Después de la caída de Alfonso XIII, en 1931, España ingresa en la etapa caótica de la II República, presidida por Niceto Alcalá Zamora, una especie de ingenuo Kerensky español, que terminó desterrado y muriendo en la Argentina en 1949. La II República era una mala mezcla de socialismo, liberalismo y masonería, instalada en el centralista estado heredado del despotismo ilustrado de los borbones. Pesada burocracia que, así y todo, no consigue mantener la unidad nacional. Al contrario, emprendiendo reformas de la enseñanza encaminadas a laicizar a los españoles, hostigando pesadamente a la Iglesia, incitando a una libertad de ideas que toleraba cualquier disparate y abría la puerta a la predicación bolchevique y anarquista, ahuyentando capitales y produciendo así la consiguiente desocupación, hizo aumentar amenazadoramente el descontento de las izquierdas. A partir de 1933 la impopularidad del gobierno fue tal que debió volverse atrás en muchas medidas de la etapa anterior. Esto provocó, en Asturias y Cataluña, en 1934, levantamientos de izquierda que usurparon sangrientamente los poderes locales, mostrando ya el talante cruel que tomará luego la república cuando estos sectores vayan influyendo cada vez más en el poder y creando feudos rojos, que terminarán por sumergir a la península en el baño de sangre de la Guerra Civil Española del 36 al 39, donde, bajo la bandera de la República, serán masacrados, torturados y vejados 12 obispos, más de 6000 sacerdotes, miles de religiosos y religiosas y treinta mil miembros de la Acción Católica, además de los centenares de miles de muertos enfrentados o atrapados en el conflicto.

Asturias era una zona predominantemente minera, en el norte de España, con una población de inmigrantes en busca de trabajo, desarraigados de sus tierras de procedencia y, por lo tanto, de sus tradiciones y religión. Trabajadores explotados y resentidos, sin contenciones morales, fácil presa de la prédica marxista y con una alfabetización sumaria que, para mal de sus pecados, apenas les servía para acceder a los boletines, proclamas y panfletos revolucionarios.

Es en esa región, precisamente, donde la Iglesia multiplica sus esfuerzos educativos. Diversas congregaciones fundan escuelas y colegios, tratando de sacar de la ignorancia a los hijos de esa pobre gente. En los principales centros mineros de la zona de influencia de Oviedo, Asturias, trabajan especialmente pasionistas y lasallanos. Los hermanos de La Salle fundan institutos gratuitos en 12 localidades de la zona: Turón, Mieres, Ujo, Bustiello...

En Turón, pequeño pueblo minero a 20 km de Oviedo, se hacen cargo de la escuela, desde fines del 1933, ocho hermanos: siete maestros y un cocinero. El mayor, el director, 46 años. Cuatro de ellos tenían menos de 26. Habían llegado -y vestían- de civil, pero todo el mundo adivinaba que eran religiosos. La República había disuelto las congregaciones y prohibido a sus miembros el uso de todo hábito.

De todos estos hombres entregados a la enseñanza en Turón hoy nos interesa especialmente uno de los menores, de 24 años, Héctor Valdivielso -que, junto con sus compañeros, acaba de ser declarado santo por el Papa- porque nacido circunstancialmente en la Argentina en 1910. En efecto, sus padres, españoles, junto con muchos inmigrantes de la época, habían llegado a Buenos Aires hacia ese año con otros parientes. Poco después de arribados nace Héctor, en el barrio de Boedo, y dos años y medio después, ya más que un bebe, es bautizado en la vieja San Nicolás de Bari, que estaba entonces en el lugar que ocupa hoy el obelisco, en la vieja pila bautismal donde había sido bautizado, entre otros, Bartolomé Mitre y que hoy se encuentra en la nueva Basílica, en Santa Fe entre Uruguay y Talcahuano. Un año y pico luego, el padre de Héctor, decepcionado de cómo le van las cosas en la Argentina, se vuelve a España con los suyos y con el niño de cuatro años. Esa es la fugacísima y casi casual relación que Héctor Valdivielso guarda con la Argentina, por lo cual resulta algo exagerado decir que se trata del primer santo argentino, por más que en sus documentos figure Buenos Aires como lugar de su nacimiento. Y de allí que nadie lo conociera hasta ahora entre nosotros, que más bien estamos esperando que nos canonicen a Esquiú, al Cura Brochero, Ceferino, María de la Paz y Figueroa y otros tantos mucho más cercanos a nuestra identidad nacional.

Es verdad que la santidad no tiene fronteras y por algo la Iglesia es católica, es decir universal, de allí que, con muchísima alegría, celebramos la canonización de San Héctor Valdivielso, argentino o español que sea, y que Juan Pablo II acaba de proclamar tal en la plaza de San Pedro, en esta fiesta de Cristo Rey que, a propósito, el Papa ha elegido.

Porque el peor y más profundo aspecto de la revolución primero protestante, luego masónico-liberal y finalmente marxista no es lo económico, ni los problemas de la propiedad, la producción y la distribución de los bienes materiales sino lo ideológico, más aún: lo religioso y, específicamente, el común denominador de la rebeldía a la reyecía universal de Cristo Rey.

Cuando Hector Valdivielso llega con sus siete compañeros a Turón, en aquellas tierras de Asturias, los puestos claves estaban ocupados desde hacía mucho en España, y especialmente en esa región, por masones, ahora sobrepasados por el marxismo, apoyado por los bolcheviques que habían tomado recientemente el poder en Rusia. La reivindicación de los supuestos derechos del hombre pasaba, desde esas ideologías, por la rebeldía adámica, serpentina, titánica, a los derechos de Dios sobre su creatura, a su ley plenificadora, a su suave gobierno, en una falsa afirmación del hombre que desata, a la corta o a la larga, sus peores instintos y perversiones y, finalmente, odio a Cristo y a su Iglesia.

Iniciada la huelga general en octubre del 1934, estalla en Asturias la revuelta subversiva. Pequeños soviets, tribunales del pueblo, comités revolucionarios se instalan en todos los pueblos. Grupos armados clandestinamente desde meses antes por el socialismo, con abundantes reservas de dinamita que se han confiscado a las empresas mineras, dominan la situación.

Durante los quince días que duró la asonada fueron asesinados en Asturias 43 sacerdotes y religiosos, 17 hermanos, 6 seminaristas, uno de ellos de 14 años. Muchos de ellos en forma increíblemente cruel.

En Turón, en la madrugada del 4 de octubre, una pandilla de revoltosos invade tumultuosamente la casa de los lasallanos, que apenas tienen tiempo de consumir la reserva eucarística para evitar profanaciones. A  empellones son trasladados a la Casa del Pueblo, donde permanecen encerrados cuatro días, privados de alimentos, junto con tres sacerdotes con los cuales se confiesan y oran hasta que, en la noche del ocho de octubre, son sacados a los apurones a la calle y llevados ante una fosa abierta en el cementerio en donde los acribillan a balazos y destrozan sus cabezas con una maza. Como el jefe del pelotón luego declarara, los hermanos rezaron en silencio durante todo el camino al cementerio y, frente a los fusiles, algunos hermanos, antes de morir, alcanzaron a gritar ¡Viva Cristo Rey!

Quizá nuestro buen Héctor Valdivielso, ya que la soberanía de Cristo sobre la sociedad fue motivo constante en su prédica y en los artículos que escribía para algunos periódicos, denunciando la laicidad del estado, la erradicación de la enseñanza religiosa en las escuelas, las leyes opresivas o permisivas dictadas por la soberbia del hombre en contra de la ley de Dios, fuera uno de los que gritó este viva a su Rey y Señor.

Héctor Valdivielso bien sabía a los terribles dramas y tragedias que podía conducir a la sociedad y a los hombres la negación de la soberanía de Jesús.

Porque el ser humano está hecho a diversos niveles y su unidad es una unidad de orden, donde los niveles inferiores deben ordenarse al fin de los superiores. Lo inferior, que es el poseer, el trabajar y el tener ha de subordinarse a su salud biológica, a sus legítimos placeres, a su bienestar. Salud biológica y bienestar que, a su vez, debe servir a los bienes superiores de la ética, del saber, de la amistad, de la cultura, del amor humano, de los intereses comunitarios. Finalmente todo ello encaminarse a su plena realización en Dios, en lo sobrenatural que conforma el último y más importante nivel del existir humano, el que le da su definitiva perfección. Así, por ejemplo, quien por tener cada vez más quebrantara su salud; o quien por dar excesivo cauce a su placer y bienestar corporal descuidara el desarrollo de su persona en relación con la verdad, la belleza y los seres queridos; o quien, por cuidar la autonomía de su persona no se abriera al don de la gracia, a la amistad divina, al benéfico influjo de Cristo, estaría subvirtiendo la escala de valores de su vida. Peor: muy difícilmente, quien no somete todo su ser al valimiento de la gracia, podrá mantener correctamente los valores de su persona, vivir el verdadero amor, crecer realmente en su espíritu, en los vínculos familiares y de allí que, a la larga, perderá también los valores inferiores. Ya que su fracaso como padre, como amigo, como marido, lo hará desordenarse en el cuidado de su cuerpo y en la búsqueda de placeres supletorios, lo cual, a su vez, para procurárselos, lo hará volcarse desordenadamente al "tener", cayendo finalmente en la esclavitud de los bienes materiales y del querer tener cada vez más o al menos conservar desesperadamente lo que tiene o ambicionar sin esperanza lo que no tiene, sin importarle ya más el ser.

A estos cuatro niveles: primero el del tener, segundo el del placer y el bienestar, tercero el del actuar, el del saber y el del amar y, cuarto, el de la gracia, corresponden en la sociedad, respectivamente, el nivel primero de la técnica y del trabajo, el segundo de la economía, el tercero de la política y, finalmente, el de la cristiana religión.

Antes de la disolución del cristianismo en Occidente la misma sociedad estaba estructurada ordenadamente en estos cuatro niveles: la técnica y el trabajo que se subordinaban a la economía, la economía a la política y, finalmente, la política a la religión cristiana.

Precisamente los tres hitos revolucionarios que desestructuraron históricamente a la cristiandad, -inspirados en la cábala y la masonería- fueron, a grandes rasgos: la revuelta protestante, la francesa y la marxista. Ellas tres son el esquemático camino de disolución de la sociedad cristiana: el protestantismo independizó al príncipe, al político, de la instancia religiosa. Es el político, el príncipe, quien, ahora, directamente recibida su autoridad por Dios, legisla y gobierna a los pueblos sin subordinación a instancia superior alguna. Así nace el absolutismo regio, el despotismo ilustrado, que, aún en reinos católicos, se traduce en formas de regalismo y de poder absoluto desconocidas hasta entonces en la auténtica cristiandad. En España y sus colonias ello se plasma en el absolutismo racionalista de los borbones con su intervención en los asuntos eclesiásticos y su desprecio por todo fuero.

Las cosas así la revolución francesa viene a ser, precedida por la americana, la rebelión de la burguesía, de lo económico, contra un estamento político ya despojado básicamente de objetivos y límites trascendentes y cristianos. Y todo se precipitará, después de la primera y segunda guerras mundiales, a la última etapa, a la liberación final de las fuerzas del puro trabajo, la técnica y los capitales, que pretenderán utópicamente construir al hombre nuevo, tanto en europa oriental, con la revolución marxista, como en occidente, con sus ideologías materialistas y positivistas. La primera, desde una concepción utópica, proletaria, ya lo sabemos, fracasó estrepitosamente, después de decenas de años de opresión y crímenes de lesa humanidad. En occidente, en cambio, desde la expansión del capital y de la ciencia aplicada, las cosas van mejor. Sin embargo su pretensión de plenificar la historia -como auguraba Fukuyama- y lograr el cielo en la tierra con sus éxitos fabulosos en lo puramente material, al menos hasta ahora, parece impotente para lograr la estabilidad de lo económico, la rectitud de lo político y, mucho menos, la realización cristiana de las sociedades, creando un conglomerado multinacional y globalizado de feroces competencias, de hombres alienados en su vida personal y familiar, sin pautas éticas, esclavizados a trabajos cada vez más exigentes y a la vez insuficientes para todos, de ansias de consumo imposibles de satisfacer para las mayorías, y, en el mejor de los casos, preñado de terribles desequilibrios entre la abundancia de sofisticados bienes materiales y esparcimientos y la dimensión cada vez más diminuta de valores humanos, de gusto por lo noble y por lo bello, de búsqueda de auténticos amores y, finalmente, vacuo de entregas trascendentes y de encuentro del hombre con Dios.

Es verdad que la solemnidad de Cristo Rey, ocupando el último domingo del año litúrgico nos habla más del triunfo último de Cristo mediante el juicio que inexorablemente enfrentaremos todos los hombres al salir de este mundo, que de cualquier concepción pasajera de la política aquí abajo. Ya estamos tan lejos de la cristiandad que sería ocioso y melancólicamente anacrónico, a la manera del nacionalismo de los años cuarenta, tratar de reivindicar ningún sistema que se basara en esquemas medioevales, pero sigue siendo verdad que todo cristiano, en el fondo de su corazón, ha de luchar en lo que pueda por volver a instaurar en la sociedad, al menos en su medio, en su familia, ¡al menos en su corazón!, esta jerarquía de valores cristiana en que lo material estuviera al servicio del hombre sin comprometer su salud, ni obligarlo a consumir toneladas de lexotanil y vivir en lo del psicólogo; su salud al servicio de sus actividades personales, de su amor por los suyos, de su crecer en cultura y saber; y, todo ello,encaminado al hacerse santo, al amor a Dios, al conocimiento de Cristo. Luchar, en el fondo, para que el tener se subordine al ser: lo material al cuerpo, el cuerpo al espíritu, el espíritu a Dios. El trabajo y la técnica a la economía, la economía a la política, la política a la religión.

Para eso quiso vivir, y luchó por llevarlo a sus alumnos y a todos los que le leían, San Héctor Valdivielso. Por ello murió, gritando, mártir, con su corazón y con sus labios: ¡Viva Cristo Rey!

Menú