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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998. Ciclo C

2º Domingo de Cuaresma

 Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 28b-36
En aquel tiempo: Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo» Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.

SERMÓN

Una de las celebraciones más alegres del calendario judío es la llamada 'fiesta de los tabernáculos' o 'de las tiendas' o 'de las chozas', 'cabañas' o 'carpas', que de todas estas maneras puede traducirse los sucoth, en hebreo, que memoraban la estadía de los hebreos durante cuarenta años en el desierto y la entrega de la ley a Moisés. En realidad esta fiesta de los sucoth, de las tiendas, originalmente había sido un festejo agrario, probablemente copiado a los cananeos, en donde todo el pueblo, hacia el otoño, vivía el gozo de las cosechas ya recogidas en los graneros, de la uva recolectada, pisada en los lagares y guardada en los toneles, en una palabra, de la tarea del campo ya terminada y con sus frutos a la vista. Se comía, se bebía y se bailaba en los mismos campos que habían dado esos dones, que ahora les garantizaban que pasarían tranquilos el invierno. Y como el jolgorio se prolongaba durante ocho días se levantaban en las mismas tierras de labrantío, fuera de las aldeas, chozas o tiendas que los cobijaban durante la noche para poder seguirlo al día siguiente.

Más adelante cuando la celebración se trasladó a Jerusalén y la gente acudía allí, al templo, a dar gracias a Dios por lo cosechado, se conservó la costumbre de levantar esas chozas por las calles, las afueras y las azoteas de las casas de la ciudad. Pero allí los sacerdotes transformaron esta fiesta de los frutos en la mencionada conmemoración de los cuarenta años de Israel en el desierto y la promulgación de la ley. Al final de los ocho días se aprovechaba para instruir a los fieles leyéndoles a Moisés, a la Torah.

Aún en nuestros días quien vaya hacia principios del otoño a Jerusalén verá junto a los muros y en algunas plazas construcciones de caña, de madera, adornadas con ramos, techadas con palmas, donde los judíos ortodoxos celebran esta fiesta. Y en las casas particulares de todo el mundo -también aquí en Buenos Aires- los hebreos practicantes hacen lo mismo o en su patios o en sus terrazas o balcones o, aún, dentro de sus mismas casas.

Según la tradición rabínica este deambular de los israelitas por el desierto a lo largo de 40 años fue necesario para que la generación de todos los hijos de la esclavitud en Egipto hubiera muerto. A la tierra prometida solo debían entrar quienes nacieron libres. Ni siquiera Moisés, como Vds. saben, pudo entrar en Canaan.

Por eso los sucoth, las cabañas o carpas, son el símbolo de la precariedad de la vida en general y el de nuestro tránsito por este mundo hacia la tierra prometida. La familia judía abandona por esa semana las comodidades habituales de su casa, de paredes y techos sólidos pero que a veces encierra e impide ver cosas superiores en falsa seguridad, para instalarse en un lugar precario. Su techo de ramas, según el Talmud, debe dejar ver el firmamento, apreciar la inmensidad de las estrellas, y estar abierto a lo que nos rodea. A pesar de esto esa es una semana de alegría: el hombre asume su calidad de peregrino y por eso vive con su familia la alegría de que su esperanza está puesta en un más allá venturoso, allende el Jordán, en la soberanía plena de la Ley entregada a Moisés, donde todo será perfecto; y no se aferra a las realidades aparentemente sólidas pero finalmente huidizas de este mundo ¡qué eso hace a nuestras tristezas y a nuestras angustias: pensar que algo o alguien de esta tierra pueda llenar permanentemente nuestro corazón, cuando, de hecho, todo se nos escapa finalmente de las manos!.

Eso es lo que quieren recordar el pasaje de la transfiguración cuando menciona las tres tiendas. Es el contexto de la fiesta de los tabernáculos el que da significado a la escena real, onírica o simbólica, en todo caso verídicamente teológica, que nos pinta Lucas en el evangelio de hoy. Es por eso que Pedro quiere levantar las carpas. Es por eso que aparecen Elías el representante más excelso de los profetas y Moisés el dador de la ley. Ellos son la quintaesencia del antiguo testamento, la cosecha final de todo su mensaje, los frutos ya recogidos de la historia de Israel, aquellos que a través de sus palabras y sus mandamientos han acercado a Dios a Israel. Ambos iluminados por la gloria de Dios, esa luz etérea con la cual salía de la carpa del encuentro, brillante el rostro, Moisés cada vez que hablaba con Dios; ese carro de fuego que entre relámpagos había arrebatado a Elías hacia el cielo.

Los judíos esperaban que tanto Elías como Moisés regresarían en los últimos tiempos, nimbados de luz, para instalar el reino de Dios. Es curioso cómo todas estas esperanzas de Israel, la de la venida de Elías, de Moisés, del Mesías, del Hijo del Hombre, del siervo de Jahvé, y otras, todas tan dispares entre sí, se aúnan prodigiosamente en la figura de Jesús, quien no solamente asume esos papeles, sino que los lleva a prodigiosa compleción.

Precisamente, si Vds. toman el evangelio de Lucas, verán que, a la escena que hemos leído hoy -con rasgos tan parecidos a la del bautismo- precede casi inmediatamente la confesión de fe de Pedro: "Tu eres el Mesías". A esa confesión exacta, pero pedestremente interpretada, a la manera crasamente judía del victorioso líder militar, a renglón seguido, Jesús había echado un balde de agua fría, hablando a sus discípulos de su pasión y muerte y, luego, señalando las duras condiciones que debían tener y enfrentar aquellos que quisieran seguirlo. ¡Y eso si que era para desalentar a cualquiera!: un jefe militar no podía anunciar a sus seguidores su derrota y luego pedirles, además, que lo siguieran en ella, cargando su cruz. Si Jesús no era más que el Mesías davídico o un maestro espiritual o un puro líder humano o un inventor de una ética o de una filosofía o de una doctrina, era absurdo que pusiera condiciones tan gravosas a sus discípulos. Y ¿quien no sabe de cuántos que siendo más o menos católico de familia, o quizá admirando a Jesús o a las enseñanzas de la iglesia o a su sentido moral, pero sin una fe sólida en Jesucristo, en cuanto viene el primer requerimiento de una renuncia, de un enfrentar una situación dura de la vida, de un esfuerzo más allá del normal para seguir siendo más o menos católico, tiran su fe por la borda y hacen lo que les resulta más cómodo..? Y no siempre solo por cobardía o debilidad, sino por no tener en cuenta no solo lo que se juega, a saber la salvación eterna, sino a quién se está negando lo que se le pide: a Jesús, no solamente el Mesías, ni Moisés, ni Elías, sino el mismo Hijo de Dios.

Esta manifestación de la gloria de Jesús, esta teofanía de la transfiguración -que algunos autores afirman que es una experiencia apostólica posterior a la Resurrección trasladada en el relato a este lugar- viene a mostrar la verdadera identidad de Jesús cuando está a punto de subir a Jerusalén, iniciar 'la partida' -que es el tema de su conversación con Moisés y Elías- hacia el Calvario, hacia el Reino a través de la cruz.

Al mismo tiempo que nos deja vislumbrar la meta deslumbrante de nuestra vida -la contemplación luminosa de su gloria- nos revela quién es el que nos señala el camino difícil y heroico de la renuncia, del despojo y de la libertad frente a los poderes de este mundo: el Hijo de Dios.

Aquí no se trata de la autoridad de mi médico, ni de mi psiquiatra, ni de mis libros, ni de mis convicciones personales, ni de mi marido, ni mucho menos de mis amigos y amiguitas, ni del periodista, ni siquiera de la autoridad civil, ni de un profeta o de un nuevo Moisés. Aquel a quien Dios señala y dice "escuchadlo" es nada menos que su Hijo. La fiesta de las chozas no acaba como en los festejos judíos con el recitado de la ley de Moisés, acaba ahora en la revelación de la impar figura de Jesús. Moisés y Elías se alejan, Jesús queda solo, toda la moral convencional o las inspiraciones de los profetas o las directivas de la sola razón dejan de ser importantes, todo se sublima en Cristo, eticidad superior, inspiración verdaderamente divina, El es el reflejo de Dios entre los hombres, "camino, verdad y vida", que hace caducar todas las opiniones doctorales puramente humanas y nos señala el único camino y el único fin.

Para verlo hay que subir con Pedro, Juan y Santiago a la montaña, salir del llano de nuestras preocupaciones pedestres, del parloteo de los políticos, del chismerío de la sociedad en decadencia, de las urgencias de la economía -que a veces no son sino urgencias de necesidades artificiales, de prestigio, de status-, dejar de llenarnos la cabeza con las tonterías que nos comentan nuestras amistades frívolas, o nos transmiten pantallas, revistas o literatura inconsistente y abrir la mente a Dios. Orar, meditar, leer, encontrar tiempo de retiro, de desierto, de escalar montañas.

En la disciplina cuaresmal, que nos reencontremos con la libertad capaz de manejar nuestros instintos desordenados, nuestros deseos desviados, nuestras perezas, nuestras iras, nuestras soberbias, todo aquello que nos aherroja. Dios no acepta ningún esclavo, ningún dominado, ningún cautivo, ningún incapaz de decisiones y opciones en su reino. No les permitirá vadear el Jordán e ingresar en la tierra prometida.

Que la Cuaresma no sea solo un dato del calendario, que sea un retiro verdaderamente festivo, como a las chozas de la fiesta de los tabernáculos, con el techo de nuestras mentes abierto en plegaria para poder mirar el sol y las estrellas, para que Dios nos hable, para que logremos ver el rostro brillante del Señor, para que, aún entre las nubes a veces sombrías de nuestra condición humana, reafirmemos nuestra fe en el Hijo de Dios, en el elegido, y así la Pascua nos sorprenda como en el Sinaí, grabando la ley de Jesús en nuestros corazones de piedra ahora transmutados en carne, corazón cristiano que quiera saborear, hacer y amar lo que Jesús nos diga, para vivir pujantemente nuestra condición católica en este mundo indiferente, alocado, con el convencimiento y la alegría de quien ha visto la luz de Jesús y quiere compartir a lo grande, a lo Señor, a lo Dama, su camino de plenitud.

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