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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2003. Ciclo B

3º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.

SERMÓN
(GEP 23/03/03)

Jerusalén tenía varios mercados de animales -mercados de ganado común y mercados de víctimas para los sacrificios-. Uno de ellos, el más importante, el Hamuth -el 'mercado'-, situado en el monte de los Olivos, donde se compraba tanto carne destinada al consumo como ganado en pie para el culto. Esos animales provenían de los alrededores de Jerusalén. Los montes de Judea en lo que se refería a corderos, cabras y palomas. (Con importantes palomares allí mismo, en el monte de los Olivos). La llanura de Sarón, hacia la costa, de tierras más feraces, para los novillos y vacunos. Ciertamente, éstos, mucho más caros. Los podían sacrificar y comer los verdaderamente pudientes.

Al precio de compra en su lugar de origen, había que sumar el del transporte y sus riesgos hasta Jerusalén, la alimentación artificial hasta la venta, la ganancia del intermediario, los certificados de pureza que emitían rabinos especializados para garantizar que el animal fuera digno de perecer en el altar del Templo.

Una vez comprado el animal en el Hamuth a precio de oro, el fiel judío debía conducirlo por senderos escabrosos, cruzando el valle del Cedrón y subiendo las empinadas y estrechas callejuelas que conducían al templo, a riesgo de estampidas, de empaques y de que -por su contacto con paganos u otras inmundicias- el animal llegara impuro a la explanada del templo y fuera rechazado por los sacerdotes.

En realidad esto podía suceder frecuentemente ya que, aunque de hecho eran las grandes familias sacerdotales las que manejaban casi todo este comercio, especialmente la de Anás, había pica entre ellas, y era sumamente satisfactorio poner trabas a la venta hecha por las familias rivales. Entonces, aunque saliera más caro, convenía adquirir el ganado directamente en los 'puestos' instalados en la misma gran explanada del templo, en el gran pórtico, recova, oeste, donde, a precios siderales pero sin tanto trabajo y riesgo, el que tenía plata podía comprar cómodamente un animal que seguramente no sería rechazado. ('Puestos' por supuesto alquilados y manejados por los grandes sacerdotes).

Es verdad que durante mucho tiempo allí solo se permitió la venta de palomas y ganado menor. Algo de escrúpulos quedaba en la casta sacerdotal, y el riesgo de que, con sus deposiciones, alguna bestia mayor suelta sobrepasara el patio de los gentiles e ingresara en el santuario y lo profanara, frenaba su comercialización 'in situ'. Pero, cuando hacia la época de Cristo se desató enfrentadamente la rivalidad entre el sanedrín, dominado por los fariseos, y el Sumo Sacerdote, Caifás, las cosas cambiaron. El sanedrín dejó de sesionar en sus dependencias del templo y, momentáneamente, antes de trasladar su sede definitivamente al Tyropéon -allí donde fue juzgado luego Jesús- encontró refugio en el mercado -el Hamuth - del Monte de los Olivos. Para vengarse de los dueños de ese mercado, Caifás decretó que se pudieran vender también bueyes y novillos en el templo. De paso, con las concesiones y vendiendo sus propios animales, acrecentó su ya imponente fortuna.

Porque también era el dueño de los puestos de cambio. Como Vds. saben el superobligatorio impuesto del templo solo se podía pagar con el famoso siclo o medio siclo de plata acuñado en Tiro , ya casi fuera de circulación. Porque todas las demás monedas en curso, tanto griegas como romanas, no solo llevaban grabadas representaciones humanas de reyes y emperadores -figuras prohibidas por la Biblia- sino alusiones netamente paganas. Era dinero 'pecaminoso', el 'dinero de la maldad', la 'mamonna iniquitatis', del cual habla Lucas en la parábola del administrador infiel, no obstante lo cual, según la misma parábola, con él, lo mismo, era posible hacer el bien. Pero no pagar el sagrado impuesto. La única moneda 'no pecaminosa' para este fin era el siclo de Tiro, a pesar de llevar, aunque ya borrado por el uso, la efigie del dios fenicio Melkart. De hecho casi el único lugar en que se podía conseguir esa moneda, para la época de Cristo, era el templo de Jerusalén.

Pingüe negocio: los fieles adquirían sobrevaluados lo siclos en las mesas de cambio: echaban a éstas en las alcancías en forma de trompa del patio del templo que las dirigían directamente al tesoro subterráneo, el gazofilacio. De allí, inmediatamente, retornaban a las mesas de cambio, donde seguían produciendo ganancias sin parar. Todo, por supuesto, para las familias sacerdotales y, sobre todo, para el Sumo Sacerdote, en este caso Caifás.

Claro que la ira de Jesús no va tanto a esta especie de explotación del pueblo piadoso, a la cuestión social, sino a la profanación de lo religioso puesto al servicio de fines de lucro.

Evidentemente su látigo no puede haber sido una gran cosa. No se podía entrar con ninguna clase de arma al templo. "Cuerdas", señala nuestro evangelio, probablemente las que se usaban para atar a los animales. No: no gran cosa. Dicen que el Padre Pío , cuando se veía rodeado de ancianas piadosas que se precipitaban sobre él para tocarlo, revoleaba por el aire su cíngulo franciscano para alejarlas. Pero es verdad que Jesús no era el menudo Padre Pío. A juzgar por sus huellas en la sábana santa, era un tamaño hombrazo de casi uno noventa. Estatura formidable para una época en la cual la mayoría no pasaba de los uno sesenta. Estirpe de guerrero dávida, en la plenitud de la juventud y ardiendo sus ojos en llamas, sería la misma imagen de la cólera divina. Evidentemente para derribar mesas y azotar las espaldas grasosas de los cambistas le tiene que haber sobrado majestuosa energía. Ni siquiera la guardia del templo se atreve a detenerlo.

Sí: linda estampa la de este Cristo viril. Todo lo contrario de un flaco como Mahatma Ghandi o un gordo como el Dalai Lama o un mofletudo morocho rollizo como el Sai Baba o un granoso y chupado flacucho pacifista.

La santa ira de Jesús. Esa ira, por supuesto, que cuando hace perder los estribos, o se extralimita en bruta crueldad, o busca venganza por la soberbia herida, se transforma en pecaminosa cólera, pero que cuando falta, siendo necesario tenerla, se hace pusilanimidad y cobardía. Como afirmaba San Juan Crisóstomo: "Quien habiendo causa no se irrita, peca. La paciencia irracional, siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal no solo a los malos sino a los mismos buenos ".

Una autoridad que contra el delincuente no toma medidas de coacción llevado por el deseo de la justicia, manejando su justa ira contra éste y permisivamente conteniendo la vindicta, no solo demuestra irresponsable debilidad, sino que provoca cada vez mayores desórdenes, fomenta la comisión de delitos, desalienta a los buenos. Esto lo hemos experimentado a todo nivel: desde la falta de ejercicio de sólida autoridad y justas puniciones de parte de los padres, pasando por la escuela permisiva, hasta el delito soez que ha ganado nuestras calles y el de guante blanco nuestros negocios e instituciones.

Tampoco se puede, en nombre de una falsa paz, o timorata mansedumbre, que a la larga es rendición y cobardía -o, quizá, complicidad-, tolerar los desplantes del terrorismo, el creciente armarse de las izquierdas, de las mafias y de los cárteles de la droga o de los fanatismos fundamentalistas ni de las ideologías y falsas religiones que hacen explícito elogio de la violencia irracional como último y obligatorio instrumento de expansión.

Tan fatídica y destructiva como la ira irracional, es el desprestigio sistemático de la ira como instrumento de la razón y de la justicia. El mismo San Juan Crisóstomo afirmaba " La ira que tiene causa no es cólera, sino juicio. Cuando nos airamos y airadamente actuamos por causa justa no obramos por desordenada pasión, sino por juicio. "

El apetito llamado 'irascible' -no el 'de deseo'- por Aristóteles y Santo Tomás, es fuerza dada al hombre para emprender empresas difíciles, para superar obstáculos, para alcanzar los llamados bienes 'arduos', es decir aquellos que cuesta obtener y para los cuales tenemos que poner garra, empeño, nervio, tener pasta de héroes. El puro deseo, buena intención, querer o amor, aún de los verdaderos bienes, nada pueden lograr si no están acompañados de un poco de adrenalina. El timorato, el vago, el débil, el acomplejado, el medroso, el impasible, no sirve para amar, al menos para amar en serio, para amar a Dios sobre todas las cosas, para ser santo. La caridad sin fuerza, extenuada, apática, incapaz de entusiasmarse por lo bueno y por lo bello y enojarse frente a la injusticia, a la mentira, a la blasfemia, a la corrupción, hablan de un cristianismo sin sangre, sin ese fuego y espada que dice Cristo ha venido a traer a la tierra.

" Cuando con ira se busca vindicta, es decir justicia, conforme al dictado de la recta razón -dice Santo Tomás de Aquino- ello es virtud laudable y se llama 'ira por celo'" -no "por celos"-. " El celo por tu casa me devora ", frase del salmo 69 que recuerdan los discípulos cuando ven a su señor fulgurando su mirada y su derecha empuñando el látigo, a la manera como sus antepasados habían empuñado la espada.

A secuela de Cristo la Iglesia nunca temió la santa ira. Más allá de las llamadas personales y heroicas a poner la otra mejilla, a devolver bien por mal, que es el espíritu mismo del evangelio, siempre defendió en la sociedad, consciente de la fuerza del pecado y la inconsistencia de toda utopía pacifista, la necesidad de oponer al mal la ira y la fuerza racional de la vindicta. La institución de la caballería, las Ordenes militares, la ética del guerrero cristiano, los capellanes castrenses, la bendición de las armas que usan los que pone su espada no al servicio de sus intereses personales sino del bien común, de Cristo, de la justicia y la verdad. El guerrero cristiano no es un hombre simplemente armado que pueda desatar su cólera y su agresividad brutalmente, sino que ha aprendido a dominarla para usarla como instrumento de la verdadera paz. No de la parodia de paz que pregonan algunos y que no es sino claudicación, triunfo de los malos, sometimiento de los buenos, perpetración humillante de la injusticia.

Terrible y trágica la guerra, sobre todo cuando toca a los que no están preparados para ella. La Iglesia siempre la reservó a los hombres de armas, a los guerreros, no solo los que saben matar, sino los que saben domeñar su ira y, sobre todo, los que saben morir.

Por cierto, que, más allá de la tragedia de las guerras exteriores, esa ira y ese celo, tiene que descargarse, sobre todo, contra nuestros enemigos interiores: nuestros vicios, nuestras perezas, nuestro no querer atacar esa materia difícil y ponernos a estudiar, nuestro no enfrentar de una vez el problema y dejarlo crecer, nuestro no cortar con energía la situación de pecado, incinerar todo lo que sabemos nos hace mal. Por supuesto, aprender a controlar nuestras iras irracionales, nuestras cóleras desmedidas, nuestro ego siempre a la defensiva, nuestras agresividades hirientes, nuestra capacidad de causar dolor a los demás, nuestro tentador recurso al derecho del más fuerte y la sumisión de los débiles. Pero tampoco mirar para otro lado cuando aparece la injusticia y el mal. Todo esto debe ser parte de nuestro combate cuaresmal.

Que Cristo nos preste algo de su hombría, de su santa ira, de su celo, de su fuego, de su espada, para que, enfrentando el mal virilmente, sepamos vivir la auténtica caridad y echemos a latigazos, donde los hallemos, adentro o afuera, a los mercaderes del templo.

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