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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1971. Ciclo C

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmura­ban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde." Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobre­vino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo." El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»

SERMÓN

Hace unos días, una señora, madre de familia, a quien había expuesto las graves exigencia de una ley moral, rebelada (¡pobre!) contra ésta, me decía que ya era hora de que la Iglesia dejara de lado -¡como si la Iglesia pudiera cambiar la Ley de Dios!- muchísimas de las que ella consideraba tonterías inaceptables para el hombre moderno y que eran –según ella- causantes del alejamiento de muchas personas de la Religión. Y, cuántos muchachos que se acercan al confesionario, ante ciertos consejos nos dicen: “Padre, no puedo hacerlo, nadie lo hace, no puedo pasar por zonzo o mojigato”. Y, en el comer o, en la profesión, en el empleo, se violan las más elementales normas de la moral y del honor y hay que oír como disculpa: “Padre; pero si eso lo hace todo el mundo.” Y así, poco a poco, ‘lo que hace todo el mundo' se hace ‘normal', y lo normal, permitido, lícito, a veces obligatorio

Pero, Señores: ‘mal de muchos, consuelo de tontos'. Ninguna mayoría, ninguna elección –por unánime que sea-, ninguna opinión pública, ninguna cámara de diputados, ningún gobierno, ninguna señora gorda, ningún joven petulante, podrá declarar “lícito” lo que no lo es. La Ley de Dios no se somete a voto ni a campañas electorales, ni admite revoluciones, y aquel que quiera ser verdaderamente cristiano, verdaderamente hombre, verdaderamente feliz, debe sencilla y virilmente someterse a ella, sin mezquindades, sin vergüenzas.

“Lo que hace todo el mundo” no puede ser, para un cristiano consciente, la norma de su vida. Es el mismo Dios Nuestro Señor, quien misericordiosamente se ha dignado señalarnos el camino de la honestidad y de la auténtica alegría.

Poco vale la pública opinión. Ella es como los aplausos o los “muera” del asno de la fábula. Y menos aún la opinión del mundo de hoy, con su pesada carga de herencia e historia.

Quizás los jóvenes no tanto, pero los mayores han visto cómo, en el transcurso de los pocos años de sus vidas, aceleradamente, se han mutado perniciosamente las costumbres . Pero no crean que esto es historia nueva, aunque acelerado en nuestros tiempos, ha sido un largo proceso de decadencia, que comienza hacia fines del s. XV, tomando cuerpo con la trágica herejía protestante, y eclosiona en nuestro mundo moderno, con la aparición del materialismo liberal y del marxismo. Poco a poco se han ido destruyendo o minando principios teológicos, principios de la sana filosofía, de la moral, del mismo sentido común.

Y, así, hoy, a través del periodismo liberal o marxista, de las oscuras fuerzas que manejan la radio, el cine, las revistas, la televisión, a través de una literatura inmoral y decadente, a través de la escuela laica y de la universidad, se nos ha acostumbrado a admitir como lícito y bueno aquello que no lo es, y como normal lo que jamás hubiera debido serlo. Se nos ha querido cambiar el sentido mismo de la existencia, el objetivo de nuestros esfuerzos y ansias. Se nos ha querido revolver la tabla de valores de vida.

Toda esta ‘opinión pública' nos quiere convencer desde chicos que lo importante es tener dinero o salir con grandes titulares en los diarios o poseer el último modelo de automóvil o tener poder sobre los demás. Se nos proponen como modelo, y envidiamos, a las fáciles mujeres de “Radiolandia”, o a algunos sujetos que ganan millonadas porque son capaces de mover una pelota con los pies... Nos desvivimos por vestir a la última moda y pagamos generosamente nuestras cuotas a fin de tener en casa la última marca de heladera o reproductor.

No que todo esto esté siempre mal. Pero sí que, la mayoría de las veces, queremos estas cosas desordenadamente y en desmedro de los verdaderos valores. Y, así, nuestro progresista mundo moderno excita cada vez más aquello que San Juan, en su Epístola primera, llama “las tres concupiscencias”: “ concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida” (1 Jn2, 16); esto es, el afán de poseer , la búsqueda desordenada de placeres y el orgullo o afán de dominio. Quien eche una mirada imparcial a su alrededor no puede dejar de verlo.

El orgullo : en el desprecio de toda autoridad, en la exigencia de una libertad omnímoda, en el rechazo de la experiencia de la historia y de los mayores y, por otro lado, en la siempre latente tendencia a dominar a los demás.

El afán de poseer : en la búsqueda afanosa de la mayor ganancia, del empleo más remunerativo, en muchas de las mal llamadas “reivindicaciones socuelas”.

La búsqueda de placer : en el libertinaje del sexo, de la pereza, de la comida, de la droga.

Pero todo esto no hace feliz al hombre: le dará minutos de falsa alegría, pero a la larga, lo dejará triste y hastiado. Nadie puede desviarse impunemente del camino que Dios nos ha señalado como el único que puede plenificarnos como hombres y como cristianos.

Por eso, el hombre moderno, detrás del bullicio, de la carcajada, de la música enloquecida, del humo y de la Coca-cola, es un hombre triste e insatisfecho. ¡Cuánto se ha escrito sobre la tristeza del porteño! Y cuántos síntomas de rebelión y de angustia se notan hoy contra éste, nuestro mundo contemporáneo: desórdenes en las calles, universidades revueltas, descontento general, huelgas, confusas ganas de hacer “algo”.

Pero, como no se conoce la verdadera respuesta, a pesar de que en toda esta angustia haya mucho de cierto y valedero, lo único que se sabe es destruir, gritar, hacer daño, y, desgraciadamente, caer en manos de oscuros intereses y de perversos errores sociales.

Nadie parece capaz de afirmar bien alto que la única respuesta es Dios; que la única garantía de paz y de felicidad es cumplir Su Ley, y que ninguna sociedad puede subsistir alejada de Él.

Por eso les digo, sobre todo a los jóvenes y a los que se sienten jóvenes, que si hay algo por lo cual vale la pena luchar, ser intransigentes, sacrificarse, morir, es porque Dios vuelva a reinar en nuestros corazones y en nuestra sociedad. Sólo así podremos gozar de los auténticos bienes de la vida; sólo así tendremos la Patria noble que todos ambicionamos; sólo así encontraremos la felicidad en la familia y en la amistad.

Dejémonos ya de malgastar nuestros bienes, de comer bellotas de los cerdos -como el joven del Evangelio que hemos leído-. Volvamos, nosotros y nuestra sociedad, hijos pródigos, a la casa del Padre que nos aguarda, mirándonos desde lejos.

Allí nos espera el único banquete que puede darnos la verdadera felicidad.

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