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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1996. Ciclo A

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 9, 1-41
Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". "Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo". Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé", que significa "Enviado". El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: "¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?" Unos opinaban: "Es el mismo". "No, respondían otros, es uno que se le parece". El decía: "Soy realmente yo". Ellos le dijeron: "¿Cómo se te han abierto los ojos?". El respondió: "Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: 'Ve a lavarte a Siloé'. Yo fui, me lavé y vi". Ellos le preguntaron: "¿Dónde está?". El respondió: "No lo sé". El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo". Algunos fariseos decían: "Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado". Otros replicaban: "¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?". Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: "Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?". El hombre respondió: "Es un profeta". Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: "¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres respondieron: "Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta". Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: "Tiene bastante edad, pregúntenle a él". Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: "Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". "Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo". Ellos le preguntaron: "¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?". El les respondió: "Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?". Ellos lo injuriaron y le dijeron: "¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este". El hombre les respondió: "Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada". Ellos le respondieron: "Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?". Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: "¿Crees en el Hijo del hombre?". El respondió: "¿Quién es, Señor, para que crea en él?". Jesús le dijo: "Tú lo has visto: es el que te está hablando". Entonces él exclamó: "Creo, Señor", y se postró ante él. Después Jesús agregó: "He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?". Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: 'Vemos', su pecado permanece".

SERMÓN

¿Quien no sabe que la vista es el más precioso de los sentidos? ¿Quien no se aterra al solo pensamiento de poder quedar ciego? ¡Perder al príncipe de los sentidos! El ver: nuestro modo más variado y rico de configurar el mundo que nos rodea, mediante perspectiva, volúmenes, contrastes de luz y sombra, colores...

Pero aquel que se tomara el trabajo de reflexionar sobre la visión, se da cuenta de que, siendo ésta una medio excelente de detectar la realidad, en verdad no está en inmediato contacto con ella, ni siempre su percepción es exacta. Por ejemplo, vemos que el sol da vueltas alrededor de la tierra y, sin embargo, sabemos que lo que realmente gira es la tierra alrededor del sol. Más aún, miramos al sol y lo señalamos con el dedo y decimos allí está, cuando en realidad lo que vemos es la posición que el astro ocupaba hace cinco o seis minutos, el tiempo que tarda la luz en llegar a nuestro planeta. Cuando lo estamos mirando ya hace cinco minutos que no está allí. No digamos nada de las estrellas.

Pero aún los colores, la perspectiva, la estereoscopía, que nos parecen tan reales, tan contundentemente definidos, ellos no son sino la imagen que -a partir del rebote de ondas electromagnéticas a diversas frecuencias en las superficies de los objetos, que impresionando nuestras retinas, hacen enviar a ésta, a través del nervio óptico, un flujo eléctrico químico que es captado por el cerebro- la imagen, digo, que inducida por este estímulo es elaborada por el cerebro y es lo que percibimos. En última instancia es nuestro cerebro el que fabrica los colores, y aún las formas.

Pero, a través de esos colores y esas formas, es este mismo cerebro, en su neocortex, con sus procesos abstractivos y racionales quien auténticamente puede percibir la realidad: que el sol no gira alrededor de la tierra, que la materia está compuesta de átomos; que parece compacta pero en fondo es porosa, casi vacía, entrecruzamiento de campos de energía. Eso no lo ven nuestros ojos, lo calcula y postula nuestra mente. Es la inteligencia la que llega al ser, no nuestros sentidos. La mayoría de las afirmaciones de la ciencia moderna, no pueden verlas nuestros ojos, se perciben con instrumentos y mediante la matemática que elabora nuestra cabeza.

Es difícil saber, en cambio, qué es lo que ven los animales dotados de ojos: si ven colores o no, relieves, formas, qué zona del espectro luminoso, y que percepción interior tienen de lo que llega a sus retinas: lo que sabemos perfectamente es que no pueden llegar conscientemente a la realidad, precisamente porque no tienen conciencia, porque no tienen mente, porque no tienen razonamiento ni matemática...

Es así que un ser humano ciego puede ver mucho más de la realidad que un necio con su aparato visual en perfecto estado.

La ceguera, pues, de los sentidos no siempre indica ceguera del corazón, como bien lo demostró, por ejemplo, la famosa Hellen Keller.

De allí que el ciego de nuestro evangelio de hoy, si bien es un ciego real en el sentido fisiológico y médico del término, para el evangelista Juan, quiere ser más bien símbolo de la otra ceguera, la ceguera de la necedad, que impide al hombre percibir la realidad profunda de nuestro existir, de nuestro existir para Dios.

Ya sabemos que Jesús ha curado varios ciegos, y todos los evangelios ven en ello no el poder de un cura sanador ni de un pastor milagrero que alquila para sus espectáculos salas de cine en desuso. Los evangelios han querido ver en esas cegueras el extravío de aquellos que no saben para qué están en el mundo, o que interpretan erróneamente la realidad o a las personas, o el sentido de la existencia, o están equivocados respecto de las normas morales. A eso apuntan esos relatos: Jesús viene a sanar con la verdad los errores creados por los mismos seres humanos, el mundo de la falsedad y la mentira, el de la propaganda, de los mass media, de las ideologías y falsas religiones que entenebrecen el recto camino de la realización... Un enceguecimiento provocado por desviadas culturas o por protervia; adquirido, no innato...

Juan, en cambio, nos habla de algo mucho más radical, porque aquí no se trata de alguien que ha adquirido la ceguera y Jesús se la cura. Aquí Juan bien se ocupa de recalcar que la de este ciego era una ceguera de nacimiento . Cristo no viene a curarnos solo de una ceguera adquirida, ni siquiera una de la cual serían culpables nuestros padres, o nuestros antepasados o la sociedad, como le preguntan sus discípulos. La luz que viene a traer Cristo no es algo que el hombre pueda tener naturalmente o haya perdido o deformado con sus opciones necias, y ni siquiera que pueda dar el antiguo testamento -como lo demuestra este ciego que es judío ferviente-, sino algo que supera totalmente la mente humana, su razón, sus impulsos, sus deseos. La naturaleza del hombre es de por si, por nacimiento, ciega a las verdaderas cosas de Dios, a lo que le revelará solamente el Logos, el Verbo, la Palabra encarnada de Dios.

Vean Vds. que, aun tratándose de verdades naturales respecto a Dios -como la afirmación de su existencia distinta a la del universo o sus atributos de unidad, infinitud, ciencia y bondad-, estas aseveraciones se hacen fuera de toda imaginación. La imaginación es totalmente incapaz de concebir a Dios. Volviendo a nuestros ejemplos, al átomo, aunque no podamos de ninguna manera verlo y solo lleguemos a él por medio del cálculo, podemos representarlo con una maqueta, o en un dibujo; el átomo pertenece al orden de nuestras tres dimensiones. Y es para moverse en esas tres dimensiones que ha sido preparado nuestro cerebro en millones y millones de años de evolución. Nuestra inteligencia está hecha para procesar exactamente solo los datos de nuestros sentidos, los objetos de nuestro universo material. Si existe otra dimensión solo la podemos alcanzar por medio de comparaciones, analogías, metáforas, símbolos matemáticos. Es como si uno tuviera que explicar a un ciego de nacimiento qué son los colores: tendríamos que recurrir a otros sentidos, decirle: el azul es algo así como el frío; el colorado, como lo caliente. Pero nunca un ciego de nacimiento podrá reproducir un color en su imaginación, ni un relieve.

Todo lo que nosotros podemos pensar de Dios -que es lo Otro por antonomasia, la dimensión infinita fuera de toda tri o polidimensión- es solo una aproximación balbuciente; mucho menos de lo que puede saber un ciego de los colores... Por eso tantas religiones extraviadas, tantas concepciones mancas cuando se trata de pensar lo que -necesariamente- ha de estar más allá de nuestro espacio y nuestro tiempo...

Y sin embargo ese cerebro humano, a través de la percepción del universo que lo rodea no solo puede pasar -como decíamos- a la afirmación de la existencia de un ser más allá de lo visible, sino que, de hecho, Dios lo ha creado y lo llama a encontrarse un día con él. Es claro que, para ello, necesitará una tremenda transformación de su cerebro a través de la resurrección y una preadaptación en este mundo, mediante la fé la esperanza y la caridad. Pero más aún, precisará que Dios rompa la barrera tridimensional donde está encerrado el hombre e irrumpa en su mundo para hablarle.

Y lo hará precisamente a través de Jesucristo, porque a la manera de la maqueta del átomo, Jesús es la única verdadera imagen de Dios. Es en Jesús como el Dios desconocido ha querido manifestarse plenamente. Es en los dichos y vida de Cristo como el hombre aprende a ver la interioridad de Dios. El Dios ignoto, el Dios que buscan extraviadamente tantas religiones, revela su intimidad, se hace luz, rompe nuestra ceguera, en Jesús. En Jesús sabemos de su inmenso amor por nosotros; en Jesús se nos muestra un atisbo del misterio de la Trinidad; en Jesús conocemos lo que es capaz de hacer ese Dios por cada uno de los hombres.

Jesús, hombre y Dios, es lo máximo que podemos saber de Dios en este mundo; porque siendo hombre y siendo Dios, a través de lo visible de su ser hombre, alcanzamos lo invisible de su ser Dios.

Es ese Jesús que nos enseña desde afuera con su palabra y su vida, y desde dentro con su espíritu santo el único capaz de curar la ceguera de nacimiento de la humanidad y llevarla a Dios.

Es ese mismo Jesús resucitado, en la gloria, el que eternamente -a nosotros ya con nuestra mente transformada, glorificada- nos mostrará en su sonrisa, en sus ojos, en su alegría, en su luz, el amor y gozo perennes de la eterna salvación.
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