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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998. Ciclo C

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmura­ban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde." Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobre­vino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo." El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»

SERMÓN

Como Vds. saben tanto la sagrada Escritura como la Teología al referirse a Dios, no puede sino hacer recurso a las comparaciones, a la alegoría, al mito... El cerebro del hombre está trabajado por la evolución para detectar y analizar los mensajes inmediatos de la realidad sensible que nos circunda: los que pueden verse, imaginarse, fotografiarse, tocarse, olerse, lo proporcionado a nuestras medidas... Pero realidades que están más allá de nuestras percepciones animales -como por ejemplo el mundo atómico o subatómico, o las alucinantes distancias y dimensiones del macrocosmos- el hombre tiene que simbolizarlas matemáticamente o simularlas en maquetas o proyectarlas en planos que, ciertamente, no son la exacta reproducción de esas contundentes realidades. Tampoco Dios, a pesar de su maciza y omnipresente realidad, por exceso, no es perceptible directamente por nuestro cerebro, al menos en nuestra condición actual, ni siquiera es exactamente pensable, debemos trasladarlo a imágenes, manejarnos respecto a él con aproximaciones conceptuales, con parábolas, con figuras, con mitos.

Una de las más antiguas representaciones de las relaciones del hombre con Dios es la que figura en el inicio del relato bíblico del Génesis. Es obvio que quien quisiera leer ese relato pleno de simbolismos como si fuera una crónica periodística de algo sucedido hace seis mil y pico de años -tal como se situaría cronológicamente lo narrado- se perdería entender el mensaje profundo del autor. Desconocer el significado simbólico de elementos como la serpiente, el árbol de la vida, el árbol del fruto de la ciencia del bien y del mal, el paraíso, la costilla del hombre, convertiría la narración en un disparate, en un absurdo.

Muchos siglos después de su redacción San Agustín transformó este relato arquetípico, mítico, en la explicación de porqué el hombre nacía alejado de Dios, inmerso en una situación de pecado... Situación de pecado que Agustín bautiza con el nombre de pecado original y que no hay que confundir con un supuesto primer pecado, sino con el estado de pecado, de carencia de gracia, con la cual todo hombre viene a este mundo.

En qué consiste esa situación de pecado y su porqué, es algo que hoy los teólogos explican de muy diversas maneras, más allá de la presentación tradicional del dogma.

Por ejemplo, un conocido biblista católico contemporáneo, Pierre Grelot , basado en las imágenes de san Pablo, que figurativamente afirma que todo hombre nace sometido a la Cólera y Justicia divinas, sostiene que estas categorías corresponden muy de cerca de las que utiliza Freud para describir la relación de los seres humanos con la figura paterna.

Es sabido, en efecto, que según Sigmund Freud al yo, al ego -que se va formando, a partir del ello, en contacto con la leche de la madre, con su caricia y con su mirada, que juegan el papel de 'principio de realidad'- se superpone el superego , la figura del padre, definitivo configurador de la personalidad del infante, desde fuera, en forma de protección y de fuerza si, pero al mismo tiempo de ejemplo, de normatividad y de represión. El padre es el que legisla, el que da nombre. El arquetipo paterno representa, en la corriente junguiana, lo superior, lo celeste, lo que está arriba. Figura admirada e imitada, es el prestador del sentimiento de seguridad.

Pero, al mismo tiempo, según Freud, el padre se mete en el medio de la pacífica relación edípica que el yo entabla instintivamente con la madre. Figura ambigua la del padre, pues: aquel que brinda seguridad, aquel que es también admirado y respetado, es también el que coarta y limita los instintos del protegido. La protección se transforma así en una especie de chantaje para que el yo repliegue sus instintos. La norma paterna aparece ahora como castradora, inhibidora, productora de complejos, de represiones. ¡Ya está la semilla de la rebeldía contra el padre! Porque este repliegue de los instintos mediante la 'pulsión de muerte', se traduce en inquina y agresividad hacia aquel. El padre se hace objeto de odio, de instintos sádicos. A su vez, al sentir ese odio como malo, como posible causante de la desprotección del padre, o de su cólera y de su justicia, se vuelve hacia el yo en forma de 'sentimiento de culpa'; el impulso sádico se transforma en el masoquismo de la culpa. Esta historia se ve complicado en la mayoría de los casos por malas relaciones entre el padre y la madre, por la inadecuación o la inexistencia de la verdadera imagen paterna, y por cientos de conflictos que interfieren en el normal desarrollo de la personalidad.

Estos procesos no suelen ser conscientes y, casi como la herencia genética, se convierten en condicionantes de los actos del hombre mucho antes de que este comience a ejercitar su libertad. Pero lo grave de todo esto es que la persona configura todas sus relaciones con los demás y aún con el mundo a partir de esta primera experiencia con sus padres. Por el fenómeno de la 'transferencia', el hombre, durante toda su vida, transferirá esta relación primigenia con el padre a todas las personas o grupos tutelares: desde el maestro, el jefe, la autoridad, el estado, la ley, la empresa, el ejército, más o menos idealizados hasta al psicoanalista o el médico.

El colmo de esta transferencia es, según Freud, la religión, que se fundamenta en la nostalgia del padre, en la necesidad de dependencia y protección, y en la supertransferencia de caracteres paternos agigantados a la esfera de lo puramente ideal y, para Freud, inexistente.

Pero justamente esta transferencia cuasi instintiva del paradigma paterno freudiano con toda su ambigüedad a Dios es lo que constituye, según Grelot, la situación de pecado en la cual nacemos.

Dios es espontáneamente visto como quien sería capaz de ofrecer protección, pero a costa de nuestra libertad, de la castración de nuestros instintos, de la aceptación sumisa de sus normas y coerciones, forzándonos mediante el instinto de culpa y la amenaza de su abandono. El hombre ha de transitar instintivamente, en esta su falsa relación con Dios, o por la sumisión servil o por la rebeldía, el alejamiento de la casa paterna, el asesinato místico del padre en el ateísmo, en el abandono de la religión. Lo uno y lo otro igualmente despersonalizantes.

Grelot simplifica en exceso la comprensión del pecado original. Sin embargo es evidente que la ley estructurante del padre contribuye a explicar parte de la situación del hombre respecto de Dios. Nadie dudará que la imagen paterna, exacerbada en sus rasgos negativos, preforme gran parte de las concepciones religiosas de la humanidad y aún la del antiguo testamento, o conduzca a muchos al ateísmo o deforme, aún entre los cristianos, sus contactos con Dios.

Es por eso que gran parte de la prédica y actitud de Jesús respecto a Dios, privilegiadamente concebido como Padre -y en donde mucho que ver habrá tenido seguramente la figura impar de José a quien hemos celebrado el jueves pasado- consistió en modificar radicalmente la figura paterna, tal como lo hemos escuchado recién en la maravillosa y conmovedora parábola del hijo pródigo.

Aquí no se trata del Dios que legisla, que pone a prueba, que castiga al hombre expulsándolo del paraíso y poniendo de guardián a sus puertas un querubín de fuego para que no pueda regresar a él.

El paraíso es sencillamente la casa del padre, el amor del Padre al hijo y del hijo al Padre. En cuanto el hijo pretende romper esa relación de amor proponiendo una relación de justicia, "dame lo que me corresponde ", es allí donde comienza a alejarse de la felicidad. Reivindica una falsa libertad ya no de hijo, sino de dependiente que se independiza, y va a buscar la felicidad según sus criterios en cosas que no lo llenarán, lo harán desfallecer de hambre y lo establecerán en terrible lejanía de su Padre.

No hay castigo, no hay pena, no hay condena, hay la terrible distancia que pone el mismo hombre extraviado entre él y un Dios paterno que siempre lo aguardará. Y ya que la cercanía al Padre era su dignidad más excelsa, la lejanía termina por transformarse en degradación: cuidar cerdos, para los judíos el animal impuro por excelencia. Y, lejos de Dios: la miseria, el hambre, el egoísmo... y la corrupción de una sociedad cada vez más injusta, que poco a poco va arrojando a casi todos a su chiquero moral y material. La 'situación de pecado' de la cual hablaba San Agustín.

Pero, gracias a Dios, en el hijo subsiste la nostalgia del Padre. Mucho más que la nostalgia freudiana, es el recuerdo de la vocación original, de su llamado congénito, de la oferta de filiación, de aquello para lo cual ha sido creado y que ni siquiera en el ser humano más corrompido desaparece del todo.

Y el hijo inicia el regreso... Aún con mentalidad de servidor, de sumiso, de culpable, piensa cómo podrá enfrentar la cólera y justicia paternas. Freud todavía podría hacer su agosto, psicoanalizarlo, acostarlo en su diván y tratar de quitarle su sentido de culpa, ¡que aprenda a retozar libremente en el chiquero y disfrutarlo, que deje de lado el hambre del Padre y siga quitando las represiones a sus apetitos y ambiciones y desembarazándose de sus sentimientos de culpa...! O que vuelva; per exigiendo otra vez, taconeando, alta la frente, desconociendo que estuvo mal... Pero, por suerte, Freud no estaba allí.

Aunque confundido, el pródigo regresa a su casa. No encuentra amenazadores querubines de espadas llameantes que le cierren la puerta y le impidan reingresar en un lugar que no sería más suyo y que supuestamente ya ha vendido. Encuentra al Padre que, todas las madrugadas, lo primero que hace cuando se levanta es otear el horizonte para ver si, por el camino a ninguna parte, ve regresar a su hijo querido. " Pequé contra ti, trátame como a uno de tus sirvientes ". ¿De tus sirvientes? (No Sigmund, no Freud, no interrumpas, no cantes victoria, espera, todavía no triunfó tu teoría...) El Padre que ha corrido a su encuentro no lo deja arrojarse a sus pies, no lo transforma en sumiso servidor, lo abraza y -dice el texto griego del evangelio- lo besa repetidas veces. No es ni siquiera el beso solemne de la absolución: es la efusión del alborozo emocionado del Padre; es, sin reconvención alguna, revestir con las mejores ropas todas sus llagas, todas sus desnudeces; es ponerle el anillo de su dignidad filial en el dedo y otra vez el calzado de noble en los pies; es festejar con el ternero engordado, con música, coros y danza... (¿Dónde te has escondido Freud?)

Hombre que estás lejos, hombre, mujer que te fuiste, atrévete a regresar. En la lejanía que te sumerge en las esclavitudes de esta tierra, en las bellotas del supermercado del mundo, en la servidumbre de los negocios, de las convenciones sociales, del status, de la opinión de los demás, de los medios y de los vanos espectáculos y diversiones que roen y consumen incansables tu tiempo y tu persona, no encontrarás sino vacío, la tristeza honda del crepúsculo que te acuesta a golpes de cansancio para dormir inquieto o que no sabés con que luces y ruidos llenar... Lejos de Dios (¿no te das cuenta?) también estás lejos de los demás; solo bellotas sabés dar a los que decís querer. ¡Vuelve, vuelve a tu Padre que te espera! No te retará, nada te reprochará, y solo quiere abrazarte, besarte y vestirte de fiesta.

Pero tu también, hermano mayor que te has portado bien, cristiano que nunca te alejaste de Dios, pero que a lo mejor nunca has gozado verdaderamente de la amistad de tu Padre ni entendido su misericordia, ni quizá amado realmente a tus hermanos. Has estado bien con tu conciencia, pero ¿habrás estado siempre realmente bien con Dios? ¿No habrás dicho vos también alguna vez "ese hijo tuyo ", en vez de decir "este hermano mío "? En esta cuaresma, reencuéntrate también tu con la alegría del amor del Padre, guarda tu orgullo, rompe tu egoísmo, sana las heridas de tus roces e indiferencias con los demás y ¡entra tu también a la fiesta!

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