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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2003. Ciclo B

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 12, 20-33
Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. El les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir. La multitud le respondió: "Sabemos por la Ley que el Mesías permanecerá para siempre. ¿Cómo puedes decir: 'Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto'? ¿Quién es ese Hijo del hombre?". Jesús les respondió: "La luz está todavía entre ustedes, pero por poco tiempo. Caminen mientras tengan la luz, no sea que las tinieblas los sorprendan: porque el que camina en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tengan luz, crean en la luz y serán hijos de la luz". Después de hablarles así, Jesús se fue y se ocultó de ellos.

SERMÓN
(GEP 06/04/03)

Cuando en la Suma Teológica el gran teólogo medieval Tomás de Aquino inicia su tratado sobre el actuar humano -es decir sobre la moral, la ética, el comportamiento- lo primero que hace, como buen escolástico, es preguntarse por el 'para qué' de la vida humana, por su finalidad. En efecto: es el objetivo, el fin del vivir del hombre, el que debe esclarecerse, antes de detenernos en los medios para obtenerlo. Si no se sabe para qué o porqué se vive, cual es el sentido de mi existencia, mucho menos voy a saber cuáles son los caminos que debo recorrer para intentar conseguir ese 'para qué' de la vida.

Porque, en eso, todos los filósofos de la antigüedad estaban de acuerdo: eran buenas las acciones humanas que llevaban al hombre hacia su objetivo, su fin; malas las que lo desviaban hacia otras finalidades. Por ejemplo si mi objetivo en la vida son las riquezas, serán buenas todas aquellas medidas que tome para aumentarlas, incluso el robo, el engaño, la estafa ... Una moral construida alrededor de la finalidad de la riqueza no puede sino ser, vista desde los verdaderos fines del hombre, inmoral, perversa. De todos modos era claro que esas acciones lucrativas, para el que ponía como finalidad última la propia riqueza, eran buenas. El fin justificaba los medios.

Pero precisamente lo que estaba y suele estar en discusión es no que los medios que llevan a la obtención del fin sean buenos, sino en qué consiste ese fin de la vida humana.

Aún allí, era clara una idea general: el que el último fin de todo hombre era 'buscar la felicidad'. Desde el ladrón, al adúltero, pasando por el suicida, llegando al honesto, todos rastrean, en el fondo de cualquiera de sus acciones, la felicidad. Nadie busca el mal, la desgracia, por la desgracia misma, ni siquiera el masoquista.

Sin embargo, la cuestión era y es determinar en qué consiste la verdadera felicidad del hombre. Una vez precisada ésta, automáticamente hallamos el fin de su existencia, su motivo, su sentido.

Y es allí donde las opiniones divergían y divergen. Tomás de Aquino tenía una clasificación de fines que, a grandes rasgos, sigue siendo aún válida. Están, dice, los que piensan, que lo capaz de darles la felicidad son las riquezas ; están los que los honores y los grandes puestos ; están los que reclaman poder ; están los que andan detrás de la fama o la gloria ; también los que van tras la salud y belleza de su cuerpo; o sus placeres y deleites ; están, más sofisticados quienes buscan -dice Tomás- los bienes del alma : placeres estéticos , literarios , de conocimiento , y aún de virtud....

Pero el Maestro Tomás de Aquino, en su Suma, va demostrando, uno a uno, que ninguno de estos fines puede ser realmente el último. Porque, por ejemplo, hablando de las riquezas, sostiene que es cierto que la gente tonta, los necios, -que ' son infinitos ', allí mismo lo dice- creen que, como con la plata todo se puede comprar, teniendo plata todo lo demás se obtiene, incluso la felicidad. Pero las respuestas serias, dice Tomás, no pueden sacarse del voto de las mayorías ignorantes, sino de la opinión de los pocos que saben y, cualquier hombre juicioso se da cuenta de que con la plata solo puede adquirir los bienes que se venden en el mercado, pero de ninguna manera los auténticos bienes: los verdaderos amores, la percepción de los valores, las amistades desinteresadas, la cultura -siempre fruto del esfuerzo-, el aprecio de lo bello, la sutileza de lo bueno, ni siquiera, finalmente, la juventud o la salud... y, mucho menos, comprar la vuelta a la vida de nuestros seres queridos muertos.

Pero, que el hombre de la antigüedad, con todos sus defectos, era menos grosero en sus gustos y horizontes que el hombre de hoy lo demuestra el que si un sociólogo contemporáneo tuviera que hacer una encuesta sobre qué es lo que ansía el hombre, seguramente incluiría en sus ítems, quizá con nombres más técnicos, algunos de los que enumera Tomás: placer, bienes del cuerpo, riquezas, poder, salud, belleza, quizá honores y altos puestos... Allí hasta Freud lo acompañaría. Pero difícilmente enumeraría entre ellos, como Tomás, la fama o gloria.

Y, sin embargo, la literatura antigua, especialmente la indoeuropea -nosotros, en nuestra vertiente griega, romana-, en las obras que formaron a nuestros antepasados -y eran, en Occidente, como el complemento de la Biblia- a saber, La Ilíada , La Odisea , La Eneida , todavía sobrevivientes en las canciones de gesta , en las novelas de caballería , en el mismísimo Quijote , ponían, como fin de una vida verdaderamente humana, antes que nada, justamente, la gloria, la fama, el honor ['El honor', no 'los honores' mencionados más arriba. ] . Para el mundo pagano que no creía en la sobrevivencia, al menos personal, la fama era una manera de pervivir en el recuerdo de las generaciones. Supervivencia, por cierto, de los hechos grandes y heroicos, no del recuerdo de los criminales, como aquel que, para hacerse famoso y nunca lo olvidaran, incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas de la antigüedad. (Personaje a quien no nombro precisamente para que no se salga con la suya.)

Por cierto que la gloria, la fama, el honor, la estimada consideración de los conciudadanos, se deseaban también en vida. Para Aristóteles la gloria, el honor, la honra, era el motivo del vivir de la gente noble y, sobre todo, de los guerreros, de los soldados. Era seguramente una finalidad mucho más alta que la de las meras riquezas, o los placeres, o el poder, o la belleza del cuerpo. ¿Y quién no ha conocido, al menos nosotros los mayores, entre nuestros padres o abuelos, esa gente honorable, que, aún sin creer en Dios ni ser cristianos, tenían a enorme precio su honor y eran capaces de dejar sus bienes, su propia vida, antes que perderlo y, con él, la honra, la fama. No solo la estima de los demás, sino la propia estima. Todavía sobrevive alguno de ese acero.

De allí que, aún para el cristianismo, mucho más grave que robarle a alguien dinero o bienes, es robarle la fama, el honor, por medio de la calumnia, la habladuría. Infamar, calumniar a alguien, ensuciarle el nombre con palabras ligeras, con murmuraciones -deporte practicado a gran escala por los periodistas y, alegremente, aún por quienes se dicen cristianos- es, de por si, mucho más grave que robarle bienes materiales. Y así como uno está obligado, si se arrepiente de haber robado, a devolver, restituir lo que sacó, así el que ha calumniado, criticado sin razón, difamado, tiene la gravísima obligación de devolver la fama.

Por eso concluye Santo Tomás que la gloria o fama no puede ser el verdadero fin de la vida, sobre todo por su inestabilidad: basta una mentira, un leve rumor, para perderla. Más aún, la gloria humana, definida por Ambrosio a secuela de Cicerón como "clara cum laude notitia", "ser conocido esclarecidamente con la alabanza de todos", suele ser, cuando proviene de los hombres, engañosa, tanto más en nuestros días, cuando depende de los medios y la propaganda tanto para su elevación como para su caída.

En todo caso sí es el último fin la gloria que viene de Dios , la consideración y aprobación que Dios nos tiene y que corresponde no simplemente a Su 'opinión', sino a lo que realmente somos, porque es su conocimiento, su decir señorial, el que nos crea.

En realidad es esa la gloria que afirma buscar el Señor, en este discurso de hoy, el último de su vida pública, y en el que, en la persona de los griegos que se le acercan, amplía su mensaje y su propuesta de salvación, no solo a los judíos, sino a toda la humanidad.

Antes que nada la gloria del Padre: "Padre, glorifica tu nombre". Pero al mismo tiempo su propia gloria, esa que el Padre dice que le ha dado y le volverá a dar: "ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar"

Pero ¿qué es esta gloria de la cual habla Cristo? ¿La que Emmanuel Kant , torpemente criticaba, afirmando,¿'cómo es posible que Dios busque su gloria'? ¿'Acaso tiene necesidad de la fama y el aplauso de los hombres'? 'Solo son buenas', decía, 'las acciones que no buscan nada para si. En Dios solo puede caber el altruismo, no la búsqueda de la gloria'.

Kant no entendía demasiado. Si ser glorificado es darse a conocer, el que el hombre se de cuenta de lo que es Dios y alabe su nombre y así se convierta a Él y lo ame, el que esa fama se extienda lo más ampliamente posible por el mundo y todo hombre sea capaz de conocer a Dios, eso de ninguna manera desdice de la generosidad y desinterés pleno de Dios, es precisamente lo que los manifiesta. El único que sale ganando en la extensión de la gloria de Dios es el hombre. Dios no aumenta un solo ápice su ser y su valor por la consideración o no que de Él tengan los pequeños seres humanos.

Por eso, frente a la afirmación kantiana de la inadecuación del término 'gloria', el concilio Vaticano I -el último concilio verdaderamente doctrinal de la historia de la Iglesia- afirma literalmente " quien negare que el mundo -¡que nosotros!- ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema ".

Dios no puede ser glorificado y por lo tanto conocido y amado por el hombre a quien quiere salvar si no le manifiesta su gloria, si permanece oculto en la infinita y por eso invisible luz de su ser inalcanzable por la creatura. Tiene que manifestarse a nuestra medida, tiene que hacerse conocer en lo que podemos ver y escuchar: antes que nada el mundo maravilloso que ha creado. " Los cielos y la tierra proclaman la gloria de Dios ", cantamos en los salmos. Pero Dios también manifiesta su gloria en sus obras de amor, en su mostrarse al hombre en la historia de Israel, sobre todo en el hacerse cercano y encontradizo en su Hijo Jesús.

Pero, la suprema manera de hacerse conocer, de glorificarse, de mostrar su intimidad, será develar la profundidad de su amor en la entrega de si mismo hecha en su propio Hijo en Cruz.

A eso nos acercamos en este último domingo de Cuaresma cuando la gloria de Dios estallará en la luz de la Pascua que culmina la elevación del calvario. Allí Dios será plenamente glorificado, conocido en su amor a nosotros. Allí será glorificado el Hijo, haciendo de la cruz el paso a la Resurrección, en entrega y presencia gloriosa a todos los hombres, para que puedan conocerlo y amarlo y así alcanzar la vida de Dios, la vida eterna, o como dice Juan en otras palabras, "ser honrados por el Padre".

En la cruz Jesús será capaz, manifestando la gloria de Dios, su amor por nosotros, de atraer a todos hacia él.

"Ad maiorem Dei gloriam", para mayor gloria de Dios, era el lema de la compañía de Jesús, de San Ignacio de Loyola. Todo 'para hacer conocer el nombre del Padre'. 'Para hacer conocer a Jesús', 'para que todos puedan seguirlo', 'para que donde él está puedan estar también sus servidores'. "Ad maiorem Dei gloriam". Esa es la finalidad, el motivo de toda existencia humana. Allí se encuentra la verdadera felicidad. ¿Para qué he de vivir? ¡Para gloria de Dios!

La Semana Santa será una manera especial de vivir la gloria de Dios, de manifestarlo a todas las naciones, a todos aquellos que, en el fondo de sus corazones, como los griegos que se acercan a Felipe, dicen " queremos ver a Jesús ". No "queremos que nos hablen de los derechos humanos, de la justicia social, de las paces con minúscula, de las elecciones, soflamas socialistas, carpas blancas vacías..." ¡No! "¡Queremos ver a Jesús !"

Toda nuestra vida ha de ser Semana Santa, seguimiento de Cristo, glorificación de Dios, para que, en nuestra conducta y nuestra palabra, podamos responder a la búsqueda gimiente de felicidad de los hombres, mostrándoles el único fin de todas las cosas: la gloria de Dios, en Jesucristo, nuestro Señor.

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