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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1982. Ciclo B

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 12, 20-33
Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. El les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir. La multitud le respondió: "Sabemos por la Ley que el Mesías permanecerá para siempre. ¿Cómo puedes decir: 'Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto'? ¿Quién es ese Hijo del hombre?". Jesús les respondió: "La luz está todavía entre ustedes, pero por poco tiempo. Caminen mientras tengan la luz, no sea que las tinieblas los sorprendan: porque el que camina en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tengan luz, crean en la luz y serán hijos de la luz". Después de hablarles así, Jesús se fue y se ocultó de ellos.

SERMÓN

Todos hemos oído hablar bastante en los últimos años, dentro de la Iglesia, de la llamada “libertad religiosa”. Concepto que, en los labios del actual Sumo Pontífice, se eleva con la urgente angustia de la experiencia de un cristianismo natal oprimido y perseguido.

Pero, lamentablemente, por las resonancias liberales de la expresión, el que la Iglesia defienda la libertad religiosas parece ser hoy entendido por muchos como si fuera indiferente el que unos crean en Buda, otros en Cristo, otros en Mahoma, otros en el Gurú Maharaji, otros en nada. No otra cosa que diversos tipos de religión, por medio de las cuales, a elección, todos y cualquiera pueden llegar a Dios. El cristianismo sería una forma opcional de encuentro con Dios que me es indiferente elegir o no según mi gusto.

Y esto es no entender absolutamente nada. Cuando la Iglesia habla de libertad religiosa, lo único que dice es que nadie puede ser obligado por la fuerza, a abrazar el cristianismo.

La fe, en última instancia, es un encuentro personalísimo, lúcido y amante, de cada uno, con Cristo Jesús. Y Dios no quiere amores obligados –que, por otra parte, suelen resultar falsos amores-.

Pero eso no quiere decir, de ninguna manera, que sea indistinto el que, desde mi libertad yo elija la verdad o el error, tirarme en un precipicio o andar por el camino, merendar hongos comestibles u hongos venenosos, casarme con una buena mujer o con una arpía. Eso no es libertad sino una su enfermedad.

Porque se da el caso que el cristianismo no es ‘una' forma religiosa de tantas; que lo cristiano no corresponde solo a la índole mística de algunas categorías de seres humanos –otros preferirán la ciencia, otros el deporte, otros la literatura-; que encontrarme con Cristo o con Marx no puede ser solo cuestión de simpatía o de preferencias personales.

Dios, mediante Cristo, es la única y exclusiva meta para la cual han sido creados, no digo solamente los cristianos, sino todos y cada uno de los hombres. Los que existieron, existen y existirán. Y, más todavía: a partir del inicio del universo, todo su decurso, desde el pequeño átomo de hidrógeno, hasta la última de las supergalaxias; desde la ínfima de la especies animales o vegetales, hasta el más inteligente de los hombres, todos han sido creados por Dios en vista y al servicio del señorío universal de Cristo Jesús.

Elegir a Cristo no es pues una graciosa preferencia que tenemos los cristianos, con la cual hacemos un favor a Dios, o a la Iglesia, o a los curas, es ni más ni menos que ubicarnos en la dirección y el apetito en cuya recta se mueven todas las tendencias del cosmos y las hambres más profundas del ser humano.

Nos has hecho para ti Señor y nuestro corazón inquieto no descansará hasta haberte encontrado” dice la conocida frase de San Agustín.

Así como la mano está hecha para aferrar, las piernas para caminar, el traje para vestirse, el reloj para marcar la hora, la vela para arder, así el hombre está hecho para encontrarse, en Cristo, con Dios. Esa es la única y exclusiva razón de su creación.

Para eso ha sido creado, para poder cumplir esta finalidad ha sido diseñado en todos su circuitos. Para lograr esa meta le ha sido dada la libertad. Cualquier otra cosa que se fije como objetivo último de su existencia, por error, por rebeldía o por ignorancia es trastornar sus circuitos, su maquinaria, es pervertir su uso. Y si nada ni nadie lo hace rectificarse de su extravío, culpable o inculpable, solo obtendrá la frustración de todas sus tendencias, la condena a la insatisfacción irreversible, el infierno.

En el fondo de todos los deseos, ambiciones y quereres del hombre, aún equivocada, aún pecaminosamente encaminados, existe siempre, oscura, pero realmente, un hambre que solo Cristo puede colmar. “Queremos ver a Jesús” pone Juan en labios de los griegos. Estos representan, en el pasaje, todas las esperanzas y ambiciones humanas no trabajadas por la Revelación.

Cuando nosotros, cristianos proclamamos a Cristo, pues, no es como si tuviéramos que convencer a este o aquel que compre tal producto superfluo, que se adhiera a tal o cual partido político, que se haga de ese o esotro club. Estamos tratando de presentar a Aquel que responde exactamente a las más urgentes y hondas necesidades de todo hombre, y sin el cual no pierde simplemente una riqueza más, sino la posibilidad misma de la plena realización y felicidad. No es tratar de convencer a un ahíto que tome Coca Cola sino a un desfalleciente de sed que acepte un vaso de agua.

Yo no sé qué pudor hace que los creyentes, tantas veces, ocultemos, como con vergüenza, esta realidad de Cristo que viene a aplacar el clamor más raigal de la naturaleza humana. Es como si a enfermos de cualquier dolencia no quisiéramos decirles que a la vuelta de la esquina se regala el remedio que puede curarlos. Nos cuesta hablar del Señor. Escondemos nuestra condición de cristianos. Callamos la respuesta de la luz.

Quizá, precisamente, porque el gran clamor de la gente no sea “convénceme con razones”, “dime bellas palabras”, “repíteme la doctrina”, “enséñame los mandamientos”, sino, mucho más sencillamente, “Muéstranos a Jesús ”.

Claro, porque el mundo está cansado de palabras; está hastiado de la verborragia de tantos charlatanes; desconfía de los discursos; está acostumbrado a ser decepcionado por las promesas de los grandes. Hay demasiadas bellas y rimbombantes palabra en el aire, como para que las nuestras puedan fácilmente convencerlos.

No: “ Muéstranos a Jesús ”, eso quieren. Y el rostro actual de Jesús –lo ha querido El mismo- es su Iglesia, ¡somos mostros!, los cristianos, que hemos sido bautizados en Cristo, reformados en Él.

Y ¿acaso es verdad que, más allá de las palabras -y será quizá por ello que callamos con vergüenza- podemos mostrar a los demás, en nosotros, en nuestra vida, a Jesús?

¿Reflejamos realmente el rostro de Jesús? ¿o somos escarnio de nuestra fe; caricaturas del Señor; payasos baratos jugando a gran señor; disfrazados de cristianos?

¿Quién reconocerá a Cristo en mi vida? ¿A quién me vea y me conozca entusiasmará ser cristiano? ¿Quién se convencerá de encontrarse con Jesús cuando me mire?

Sí: tenemos la respuesta, la luz, el agua, el remedio, la Vida y, con nuestra lamentable interpretación, representación, impedimos que el mundo se encuentre con Él.

¡Muéstranos a Jesús!

Sí. Muéstralo. Pero “ si el grano de trigo no muere …”

Sí: muere. Muere a ti mismo; muere a tus egoísmos; muere a tus mezquindades; abandona tus vicios, tus cobardías; sácate, como un vestido viejo, esa personalidad pequeña, barata, mezquina en la que encierras tu corazón cristiano; aviva la llama de tu bautismo; puje en tus venas y tus arterias la sangre impetuosa de Cristo que allí te fue regalada.

Él Señor quiere despertar, manifestarse en vos. Con todas sus fuerzas; en toda su nobleza; en toda su entereza de hombre perfecto; en todo su divino poder.

Deja la piel ajada de tu yo y, hombre renacido, revístete de Cristo, responde al hambre de los hombres, enseña al mundo a Jesús.

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