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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2004 - Ciclo c

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN
(GEP 08/04/04)

El Señor, el joven rey, de la estirpe de David, ha entrado, montado en su asno de ceremonia, como debía -según la costumbre, desde tiempos de Salomón- ingresar el rey en su ciudad, rodeado de sus doce nobles, aclamado por su pueblo. Es Su ciudad. No la usurpada por la torpe asamblea del Sanedrín -leguleyos, banqueros, falsos agitadores del pueblo-; no la de la innoble estirpe idumea de los Herodes; no la de las fuerzas de ocupación imperial romana; no, ni siquiera, la perteneciente a las doce tribus de Israel. Es la que conquistó para si y sus descendientes, con su propia espada, David.

Los cascos de su cabalgadura, una vez que los mantos que tapizaban su camino desaparecen, han resonado fuerte sobre las piedras de las callejas retorcidas que llevan a las alturas del monte Sion, el lugar más antiguo y elevado de la ciudad. Jerusalén esta colmada de peregrinos. Cientos de miles en una superficie incapaz de contenerlos. Y, sin embargo, las normas exigen que la comida del cordero pascual se haga dentro de los recintos de sus muros.

Los habitantes de la ciudad están de parabienes: alquilan a precio de oro -a veces en doble y triple turno- patios, zaguanes, azoteas, cualquier lugar apto para la cena ritual, aunque haya que comer apiñados, codo a codo, sin apenas espacio para levantar el brazo con el bocado, con la copa. Los barrios de la Ciudad Baja están atestados de gente de los más diversos lugares del mundo, de los más distintos tocados, algunos casi harapientos, rezurcidos, otros con sus túnicas más o menos limpias como lo exigen las leyes de pureza. Solo en la Ciudad Alta, en el lujoso barrio cercano al Templo construido no solo sobre el viejo sino ocupando los antiguos ámbitos donde supuestamente se erigía el palacio de David, hay casas más amplias y aristocráticas, que permiten a los más ricos comer con una cierta comodidad. Es el barrio de los Sumos Sacerdotes, el de los palacios de los asmoneos, el de Herodes, el de Caifás, cuyas ruinas los arqueólogos han identificado recientemente, de la gente de pro. Aún allí no es tan fácil hoy conseguir lugar. Hay muchos invitados, muchos parientes, muchos lugares requisados para la oficialidad y funcionarios romanos. La capacidad de alojamiento de Jerusalén para la comida Pascual siempre es inferior a las necesidades de la gente que, para pernoctar sí, puede hallar hospedaje fuera de sus muros y aún en la infinidad de tiendas que los más avisados traen y arman para la ocasión a los pies de las murallas.

Sin embargo el Señor, el descendiente de David, de acuerdo a su estirpe, no elige un zaguán, ni una azotea cualquiera para la acción sagrada que va a instituir. Todos los historiadores se preguntan cómo es que nuestro Señor ha podido encontrar toda una sala en donde los trece pueden reclinarse en amplios divanes, para celebrar la Pascua, junto con sus acólitos. No elige un rancho, una casa de chapas, un galpón: Jesús celebrará su primera Misa en un palacio, ya casi una catedral. Tiene conciencia y quiere hacer tomar conciencia a sus discípulos de la sacralidad de lo que va a realizar, de lo solemne del momento, de lo grandioso y tremendo de la situación.

¿Quién es el rico dueño desconocido capaz de facilitar ese bello e iluminado Cenáculo al Señor? Los evangelios a propósito ocultan su nombre: "Digan que he de comer la Pascua en su casa a 'tal', a 'Fulano' ", escriben los evangelistas. Es que cuando se escriben los evangelios el generoso anfitrión todavía vive y no quieren nombrarlo para librarlo de la persecución implacable del Sanedrín. Dicen los estudiosos que se trata probablemente de Juan Marcos , el evangelista, el que huye desnudo dejando su manto en manos de los esbirros que prenden a Jesús, sin duda de estirpe sacerdotal, ya que es capaz de lograr que Pedro ingrese al patio de los sacerdotes.

Los restos del Cenáculo, en nuestros días, apenas pueden visitarse, sobre ellos, después de la destrucción de Tito y de Adriano , en el breve reinado de Juliano el Apóstata los judíos fariseos logran construir, como venganza póstuma, una sinagoga. Constantino , luego, construye sobre los restos una preciosa iglesia, destruida luego por los persas. Vuelta a reedificar más modestamente por Heraclio, devastada de nuevo por los musulmanes, edificada otra vez por los Cruzados, confiscada por segunda vez por el Islam, que la transforma en mezquita. Otra vez Jerusalén en manos de los judíos y, por lo tanto, el Cenáculo, al menos su piso bajo tornado en sinagoga, los cristianos apenas pueden visitar el lugar -el piso superior- y celebrar allí la santa Misa, excepcionalmente, una vez al año.

Hoy, curiosamente, el visitante, cuando entra a la planta baja, se encuentra con un cenotafio cubierto de cortinas a la manera hebrea que, supuestamente, indica el lugar de la tumba del gran rey David. Lo cierto es que la tumba de David se encontraría más bien a unos cuanto metros, en el Ofel, perteneciente a la antigua ciudad de aquel rey, en una especie de cuevas descubiertas hace poco. Pero fueron los cristianos los que dieron lugar a la tradición de la tumba de David, en base a un discurso de Pedro que relata Lucas en los Hechos y que, pronunciado a la puerta del Cenáculo, dice: "Jesús resucitó; la tumba de David, en cambio, la podemos ver cerca de aquí". Como allí mismo, en el Cenáculo, había sido enterrado luego Santiago y efectivamente había una tumba y un cenotafio, los Cruzados la identificaron con la tumba de David. Es sabido que, desde los primeros siglos, los cristianos consideraron a David santo, precisamente por ser el glorioso ascendiente de la línea davídica que desembocaría en el Señor. Los judíos se apropiaron de esta tradición cristiana y ahora reivindican su derecho a ser los dueños de la supuesta tumba y, sin tener idea, rezan allí, rindiendo, sin darse cuenta, honor al verdadero Rey, hijo de David. Bromas que, de vez en cuando, le gusta hacer a Dios.

Pero ciertamente no es casual que Jesús haya elegido, para el acto más trascendental de su historia, un lugar cercano al palacio y la tumba de David. Él ha entrado en Su ciudad, para reivindicar una soberanía que desde la efímera y acotada de los ungidos dávidas, desde el ombligo del mundo que es Jerusalén, se extenderá a todos los tiempos y todas las naciones.

El es rey. Servidor de su pueblo, lleno de amor a ricos y pobres, desde el más encumbrado de los suyos al más pequeño, con especial cuidado de los pequeños y los débiles, ciñendo al flanco la espada de la justicia, pleno de ternura para el dolor, la desgracia y el sufrimiento, ardiente de llameante cólera contra la depravación y la injusticia. Todas formas del inmenso amor que hoy tratará de enseñar a los suyos, que es propiamente su misión real y sacerdotal.

En el relato de Juan que hemos escuchado el rito de la Misa no se describe, como en el más antiguo, en cambio, relato de Pablo que hemos oído en la segunda lectura. Cuando Juan escribe su evangelio, la Misa es ya algo esencial, familiar y cotidiano para los cristianos. La saben de memoria. Lo que el evangelista quiere es recordar su sentido. Sentido de amor y de servicio que todos los cristianos saben es lo hondo de lo que Jesús mañana vivirá en la Cruz. Don de su vida, de su sangre; participación de todos nuestros dolores; pararrayos de los efectos y consecuencias de nuestros desvaríos y pecados.

Mañana morirá como el más vil de los convictos en una pena acerba reservada solo a los esclavos. Hoy la representa, en esa labor de esclavos que era lavar los pies de sus dueños. ¡Lavar! Estar limpio. Brillar de la gracia -'gracia', en su etimología quiere decir brillo y alegría-: brillo que nos transforma en Sus hermanos, porque nos presta su vida divina y su preciosa sangre. Nos regala su espíritu. "E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu, el Espíritu". Por eso será el Cenáculo no solo el lugar de la primera Misa de Jesús y sucesivas Misas, sino el de la efusión del Espíritu, en Pentecostés.

"Este es mi cuerpo; esta es mi sangre, entregada por vosotros" . Son palabras que, en lo íntimo, Jesús no dice en esta última Cena, sino desde lo alto de la Cruz. Allí solo alcanzará a decir -lo que es lo mismo-: "Este es tu hijo. Esta es tu madre ..., también "entregada por vosotros"

"Haced esto en conmemoración mía ". Los doce discípulos no se dan cuenta de que, en esas mismas palabras, son consagrados sacerdotes. Ya no son solo discípulos, serán los encargados de, en servicio a sus hermanos, pronunciar las palabras de Jesús y, en nombre de Jesús. Los primeros curas. En ese momento Pedro, Juan, Santiago, Bartolomé ... y aún Judas, son constituidos presbíteros, obispos, sacerdotes... Sus manos bendecidas, consagradas, ahora son dignas de tomar el pan que Jesús les ofrece y consagrarlo en adelante; de tomar con sus manos la copa de su sangre y ofrecerla en bebida de la nueva alianza.

Cuando el Obispo ordena sacerdotes, la Misa de ordenación es también 'concelebración', la primera Misa de los recién ordenados. También los doce están celebrando en la Última Cena su primera Misa. Padre, abba, Papa Pedro , Padre Juan , Padre Santiago , Padre Bartolomé ... (¡Padre Judas !, desdichado Judas, desdichados todos los Judas... ¡Recién ordenado, celebrando sacrílegamente su primera Misa, concelebrando infame la Última Cena con Jesús!)

"En conmemoración mía ". 'Conmemoración', 'memoria', palabras que no alcanzan a traducir correctamente el término hebreo o arameo ( zakar ; anámnesis , en griego) que está detrás de esta traducción. No es simplemente 'recuerdo', 'reminiscencia', foto amarillenta de un hecho lejano. Es la presencia viva del suceso que se celebra; es la repetición -bajo otras apariencias- del mismísimo acontecimiento; es la máquina del tiempo que vuelve a hacer presente, una y otra vez, las mismas realidades sucedidas. En la última Cena, sorprendentemente, es la anticipación en el tiempo, en esas pocas horas que faltan, de lo que cruentamente Jesús vivirá mañana en la Cruz.

La Misa no es el recuerdo de la última Cena; es la presencia viva del sacrificio de Cristo torturado y crucificado, aunque queramos -porque sabemos que es el camino de su triunfo y el nuestro- acompañarlo de luces y limpieza, de música y rito, cuando no, torpemente -ignaros de evangelio-, de jolgorio, falsa alegría y música de bailanta. La Misa es el mismísimo lugar y momento inmensamente trágico del calvario; del tremendo darse sufriente de Jesús, trasladado en sacramento a nuestra presencia. Quien no entiende que frente a la Última Cena, frente a cualquier Misa, se halla, acompañado de María, de Magdalena, de Juan, al pie de la Cruz, en el centro mismo de la Pasión, no entiende nada de la Misa; aunque sepa todas las respuestas a las palabras del sacerdote, comprenda el español de todo el rito, sepa pararse y sentarse en los momentos oportunos, y cante los cantos que cante.

"Haced esto en conmemoración mía". Y pronunciamos las palabras, y hacemos nuestra propia ofrenda, y comulgamos de sus manos... Pero, así como la Misa ritual de Jesús, su última Cena, no quedó en rito sino que, en lo profundo, era y se transformó el Viernes en ofrenda de vida, así también la de los que lo conmemoramos, la de los que actualizamos su memoria, los que recibimos en nuestra boca su vida y su sangre y lo hacemos uno con nosotros, si no lo acompañamos mañana y todos los días en su ofrenda de amor; si frente a este mundo de sayones innobles no lo seguimos, junto a sus fieles once, en la Cruz, en nuestra cristiana entrega cotidiana, si celebraremos la Misa a la manera de Judas, y no a la manera, luego, de Pedro, de Juan, de los que, finalmente, entregaron todos sus días y su vida por Él, "más nos valiera no haber nacido", como dijo el Señor del traidor, "indignamente, comemos su cuerpo y bebemos su sangre para nuestra condenación", como apunta Pablo.

Pero no: "haremos siempre esto en conmemoración Suya". "Os he dado el ejemplo, para que hagáis lo mismo que yo hice con vosotros" Y, así, aún a la manera atolondrada de Pedro, 'limpios de pies, de manos y de cabeza', participemos un día, ya sí en plenitud de gozo, de la alegría de la Resurrección.

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