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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1988 - Ciclo B

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN

Vísperas del Viernes Santo, ya nuestra atención está polarizada por el drama de la Cruz que reviviremos mañana.

También, en la vida de Cristo, su muerte –como, en recientes casos, de sujetos de nota que han atraído la atención pública- nos conmueve especialmente. Y no por un sentimiento puramente morboso de atracción por lo sórdido. La muerte es siempre un misterio que llama a reflexión. Aún para los que no reflexionan es el rotundo poner en cuestión todos los propósitos, objetivos y amores de esta vida. Es la gran mueca de burla a todos los grandes castillos de arena que se fabrican los hombres en sus vidas individuales y nacionales.

Es lógico, pues, que la imagen de la Cruz y las oscuridades sangrientas del Gólgota hayan centrado el pensamiento cristiano. Y que el mismo patíbulo del Señor se haya transformado en señal distintiva de sus seguidores.

Pero, es claro que sería un error el privilegiar ese momento en sus aspectos exteriores, torturantes, agónicos, sangrientos, y olvidar no solo su resolución en la alegría de la Pascua de Resurrección sino su significado más profundo.

Porque el valor del acontecimiento Cruz no se detiene en el detalle exterior de la ferocidad de sus ejecutores; de la impresionante tortura de los clavos; de la asfixiante posición tetánica; del lacerado cuerpo –azotes y espinas-. ¡Tantos torturados y físicamente dolientes ha habido en la historia de la humanidad; y eso poco significó para el mundo! El sentido denso del Calvario dimana de la actitud íntima y recóndita de la libertad humana de Cristo movida por la gracia y en consonancia con el movimiento eterno de la procesión del Verbo al cual está hipostáticamente unida.

Y tanto es de menor importancia el acontecer exterior que, más allá de las imágenes que la historia nos trae de ese hecho, ubicado en su corteza hace dos mil años en Judea, nosotros somos capaces de revivir la facticidad profunda de lo acontecido, sin sangre, sin romanos y sin judíos, en cualquier lugar y tiempo, en los gestos simbólicos de la liturgia eucarística.

Porque, ya lo sabemos, la Misa no es solo la conmemoración, el recuerdo, ni tampoco un ‘nuevo' hecho que se añadiera al de la Cruz, sino ‘el mismísimo' suceso, vivido en la hondura del yo de Cristo y que, así como un día apareció, se hizo manifiesto, en la Cruz, hoy se aparece –‘el mismísimo': no otro, no parecido, no repetido, no igual, sino ‘el mismísimo'-, hoy y cualquier día, en toda Misa que se celebre en el mundo.

Es la manera humana, no fantasmagórica, no telepática, no angélica, sino concretizada en tiempo y espacio, en pan crocante y en fragancia de vino -a la manera del hombre, que necesita tocar, oír y ver-, mediante la cual el hecho hondo de la Cruz, de la misma manera que llegó a los que estaban a sus pies viéndola, también llega a nosotros.

Pero ¿qué es esta Cruz, entonces? ¿qué actitud profunda vehiculiza, representa, significa? O, para entenderlo mejor: lo que hoy conmemoramos, la institución de la Eucaristía, la Última Cena ¿también fue una Misa?

Por supuesto. Y alguno a lo mejor conteste: “Fue una anticipación simbólica de la Cruz”.

Sí y no. Más bien habría que decir que ‘toda la vida' de Jesús fue una Misa o, de alguna manera, una Cruz. O que la Cruz fue, simplemente, la expresión más patente, más elocuente, de lo que fue la constante actitud interior de Cristo en su vivir.

Podríamos decir, también, que siempre, en realidad, Jesús vivió crucificado, si no fuera que esto lo entenderíamos mal. Porque sería algo así como afirmar que siempre vivió sufriendo o doliente, lo cual no es verdad.

Pero, otra vez, aquí estamos comprendiendo unilateralmente la Cruz, como si ella fuera supremo símbolo del dolor y nada más.

Digamos, más bien, para empezar a ponernos de acuerdo, que la Cruz es el supremo símbolo del amor; y así, entonces, estaremos más cerca de nuestro misterio.

Porque vean, ese Dios que Juan tan paladina, olímpicamente define como ‘Amor' -“ Dios es amor ”-, ha hecho su suprema revelación, manifestación, se ha mostrado en su intimidad más recóndita, a la manera como lo podemos percibir los hombres, en Cristo Jesús, hijo de María.

Porque ciertamente no se trata de cualquiera amor –que la palabra hoy da para todo- sino del amor plasmado, encarnado, en el sentir y el actuar del hombre Jesús. De allí que todo verdadero amor, en nosotros, ha de ser regulado por la ejemplaridad de Cristo, a la vez impulso amante del corazón y obras .

Y porque los sentimiento y obras de Jesús, en su vida terrena, se conformaron perfectamente -a la vez que eran manifestación de ellos- a los ‘sentimientos' y obras del mismo Dios en la hipóstasis del Verbo –razón en que consiste su eterna Vida-, por eso lo humano de Cristo será resucitado y llevado a la Vida, en Señorío, a la derecha del Padre, plenificando la entera creación.

Pero ¿cuál es la manera de amar –vivir- de Dios, más allá de su modalidad evidente de ser infinita, perfecta, plena? ¿la manera de amor –vivir- que resucita a Jesús y que nos resucitará a nosotros si sintonizamos con ella?

Repitiendo a Santo Tomás de Aquino: nosotros, la mayoría de las veces, queremos, amamos, porque ‘necesitamos'. El objeto de nuestro amor, ya sea persona o cosa, de alguna manera nos completa, nos perfecciona, quiebra nuestra soledad, satisface alguna de nuestras hambres, nos da algo que nos falta. Con nuestro amor ‘adquirimos'. Dios, en cambio, dice Tomás, no ama ni quiere para ‘adquirir', porque le falte algo –a Él nada le falta-; solo para dar. No para completar Su Felicidad, sino para participarla a otros. No para recibir sino para donar.

Y esa es la figura suprema del amor: no ‘desear', no ‘querer para mí'; sino ‘dar'. Y, cuando ese dar no es dar ‘algo' que tengo, mucho o poco –y cuanto más dé ciertamente más amo-; cuando ese dar –digo- no es dar ‘algo' mío sino ‘a mí mismo', allí estoy máximamente amando. No la limosna a un pobre, sino mi ser y mi vida al amigo, al amado, a la amada.

Ese modo de mar puede traducirse en darme hasta la muerte, pero, cotidianamente, se traduce en dar mi tiempo, mis sentimientos, mis preocupaciones, mis talentos, a los demás. Y cuanto más de, ciertamente más amo.

Pero, entonces, ven, amar es morir. Porque si yo me hago de tal manera de Dios y de los demás que me olvido de mi mismo, estoy muriendo. Muriendo a mi egoísmo, a mi solitario solipsismo, a la afirmación de mi individualidad, a mi inútil independencia. No en teoría, porque tantas veces se traduce en morir a mi descanso, a mi comodidad, a mi salud, a mi vida.

Y eso cuesta. ¿No? Por eso hay tan pocos hoy que quieran amar en serio. Todos queremos ser amados, eso sí, pero pocos quieren realmente amar.

Es más fácil no amar, abroquelarse en los mullidos límites del yo y usar de los demás.

Pero, vean, eso lleva justamente a la única muerte temible; que es la infecunda del acabar el tiempo biológico del vivir. El que muere cerrado en sí mismo, muere para siempre. Y no es esa precisamente la muerte que rememoramos en la Cruz.

Aquí se trata, al contrario, del no acabar. En el darse total del auténtico amor. Que, paradójicamente, es, precisamente, muriendo, vivir.

Ya que la Vida por antonomasia, por definición, es Dios. El es el supremo modelo y origen de todo vivir.

Y ese vivir de Dios es amor y ese amor es darse, entregarse. De alguna manera, aún en el mismo Dios, morir: “ Tomad y comed, este soy yo, entregado ”. El Dios vivo, no el Dios muerto. Es el misterio de la Trinidad, de las tres Personas cuya vida consiste en morir, en darse a las otras dos, sin jamás afirmarse a sí mismas y, precisamente porque muertas a sí mismas, vivir en la afirmación de las demás. “ El que busca su propia vida la perderá .”

Y, si Dios es amor y Jesús es Dios, podemos decir también ‘ Jesús es amor '. Toda la vida de Jesús es amor. Amor que no se busca, que no recibe, que no pide, sino que da.

Amor que da no solo bienes, beneficios, milagros, enseñanzas, bendiciones, sino amor que ‘se' da, que ‘se' regala a si mismo ¡olvidado de si mismo! Y, en ese sentido, toda la vida de Jesús es muerte y, por lo tanto, Cruz. Aunque no siempre fue sufrir.

Por más que la prueba final o, mejor, el signo más evidente de su amor, fue la muerte en Cruz, en donde la entrega permanente de su vida a Dios y a los demás –su amor-, vivida desde el primer momento de su conciencia alcanzó máxima expresión y marcó el momento de su transformación final. De su para siempre ‘vivir'.

Porque allí, finalmente consumada y en plena consonancia con el amor de Dios en la hipóstasis del Verbo, su muerte no fue muerte sino paso definitivo a la vitalidad divina que, desde entonces, resucitado, posee para siempre.

Y, entonces, ¿qué es la Misa? Es la Vida entregada de Jesús. Su vida que es amor. Amor de Dios y amor de su humano corazón, puesto a nuestra disposición.

Pero ¿esto qué quiere decir? ¿Ese amor, esa vida, la podemos agarrar con la mano; tragarla y digerirla con el estómago o inyectarla en forma de vino en nuestras venas?

No. Ese amor que, en Cristo, es la misma Vida de Dios que se nos ofrece para poder superar nuestra propia muerte, solo lo podemos participar en comunión de amor con Él.

La Misa –desde Dios- es el gesto externo mediante el cual El nos ofrece su vida que es amor; y –desde nosotros- ha de ser el gesto externo -el de venir a Misa, el de hacer la ofrenda, el de rezar, el de comulgar- que, para no ser mentiroso ni estéril y baldío, ha de expresar nuestra propia interior entrega en el amor -sentimiento y obras-, a la manera de Jesús. Obras y entrega que, transformando nuestra vida en Misa permanente –“ tomen y coman me; aquí estoy entregado a Vds. a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, a mi patria, a Dios; lavándole los pies a los demás ”-, en el encuentro místico del altar, del vino y del pan, van metamorfoseando, poco a poco, nuestra humana caduca vida, en vida eterna, en vida de Dios, en vida de amor. Y, así, nuestra muerte biológica un día no será la mueca burlona de la oscuridad definitiva, sino nuestra última misa aquí en la tierra, nuestra propia última cena y salto a nuestra Misa permanente en el Cielo, a nuestra Pascua de Resurrección.

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