INICIO


Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1978
(24-III) Flores

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN DE SOLEDAD

Tanto esperar. Tanta esperanza gastada en caminos que no condujeron a ninguna parte. Los ojos brillantes de entusiasmo ante ilusiones que se esfumaron, después, en amargo desencanto. Manos y brazos extendidos hacia el evanescente tecnicolor de las quimeras.

¿No lo contaban acaso los viejos rabinos del pueblo? ¿No se leía en los antiguos pergaminos? ¿No lo proclamaban a gritos en los patios del Templo sacerdotes y levitas? ¿No fue acaso toda la historia de los patriarcas, todo el pasado de Israel, un continuo esperar, un mirar hacia adelante desde un presente siempre mezquino?

Abraham y su tierra prometida; Moisés y la tierra que manaba leche y miel; Isaías y la vuelta del destierro. Y, ahora, el regreso de Elías, la venida de David, del Reino.

Pero, ¿qué quedó de tanta promesa, de tanta esperanza?

La hambruna que obligó a Israel a refugiarse en el siempre fértil Egipto y, luego, sufrir su cautiverio. La lucha contra los filisteos. La atroz invasión y domino de los asirios y, en seguida, de los babilonios y los persas. A continuación los codiciosos griegos. Ahora, el pesado brazo de Roma.

Hasta los profetas se cansaron de vaticinar. “ Ya no hay profetas en Israel ”. ¿Acaso no será ya la hora de declararse vencidos, abdicar de toda esperanza, conformarse con lamer el zumo que resta de las utopías humilladas?

No solo de libertad nos habían hablado, no solo de prosperidad, de que se irían los romanos, de que seríamos un pueblo rico. Nos hablaron también de justicia, de paz, de que nadie tendría hambre, nadie tendría sed, todos curarían de sus enfermedades, larga vida, dicha para todos.

¿Qué ha quedado de todo eso en nuestras manos vacías, en la sonrisa deshojada por la dura realidad, en nuestros labios resecos sin rocíos?

No. ‘Ya no hay profetas'. ¡Ya no queremos profetas!

Ni líderes de mendaces promesas, ni ministros de embusteros augurios, ni astrólogos predictores de patrañas. Porque, si la historia nos había acostumbrado a la desilusión, si nuestras propias vidas nos enseñaron a la larga a no esperar demasiado de nada ni de nadie, este último golpe fue demasiado duro.

Si algo quedaba en nosotros de capacidad de espera, si alentaba en nuestros corazones aún un resto de confianza, si el ánimo podía todavía encender nuestras empresas y la expectación movernos al aguardo, este último y terrible golpe aventó todo. Manotazo cruel en el tablero, implacable desparramo de alegrías, corte de luz definitivo en el alumbrar de nuestros senderos.

Porque, si no fue él, si él no pudo, si lo que dijo fue mentira, si los relámpagos azules de sus ojos productos de demencia, si sus palabras graves delirantes juicios, si su actuar señorial y majestuoso fingimiento y burlería, si sus milagros ensalmos hechiceros, si su poder hueca apariencia, entonces ya nada podemos esperar, tendremos que resignarnos.

Ya no habrá futuro. Los romano seguirán dominándonos y, si no ellos, serán otros, así como antes fueron los egipcios, los asirios, los helenos. Y habrá que vivir humillados o distraídos, aunque suframos, aunque penemos. ¡Total! Alguna alegría siempre hay y, al menos al final, nos aguarda el amnésico alivio de la muerte.

Así es. Si así fue, ya nada podemos esperar.

Porque ¿a qué podrá asemejarse lo que él fue para nosotros? Maestro bueno, paladín aguerrido, voz de trueno al fustigar impíos, suave caricia consolando agravios. ¿Quién no sentía templarse el ánimo de esperanza, de ganas de vivir, de luchar, de ser mejores, solo con verlo, solo con que un instante –fugaz, pero quemante- se entrecruzaran con las de él nuestras miradas? Y, cuando al atardecer se retiraba solo para ir a hablar con el Padre –decía él- su figura contra el cielo distante nos hablaba, en el rojo del ocaso, de no sé qué inefables arcanos.

Es verdad, no prometió mucho. Pero ¡todo él era promesa! Y ¿quién no le vio curar enfermos, dar vista a ciegos? ¿Quién no oyó de Lázaro y del pan multiplicado? ¡Hasta los vientos le acataban! ¿Cómo no íbamos a confiar en él, a hacernos ilusiones, a tener esperanzas? Cada uno de acuerdo a lo que esperaba para sí. Los ciegos queríamos luz. Los hambrientos, comer. Los sordos, escuchar. Los rengos, caminar, Los oprimidos, ser liberados, Los tristes, consolados, Los pobres, enriquecidos.

Sí: algunos dolientes curó. Uno que otro no vidente. Uno que otro baldado. Una o dos veces no sabemos de dónde sacó alimentos para darnos de comer. Y, cuando hace cinco días entró cabalgando en la ciudad y la multitud enronquecida lo vitoreaba, pensamos incluso que empezaría el golpe, la revolución, la libertad. ¡Afuera los romanos, los saduceos oligarcas, lo jueces inicuos! ¡David y Salomón al gobierno! ¡Moisés y Elías a legislar!

Y ¡qué rabia cuando los guardias romanos desde las torres se reían “¡Miren al Rey judío jineteando un asno!”

Después todo se esfumó. Porque no quiso saber nada de encabezar revueltas y se escabulló de los que a ello querían empujarlo. Allí, ya muchos empezamos a preguntarnos, a dudar. No lo entendíamos, no podíamos comprender qué era lo qué quería.

Lo de hoy ya fue el acabose. Todo terminó miserablemente. Guiñapo sanguinolento de carne izado a un poste.

Allí concluyó su breve carrera nuestro rey. Le dieron empellones, lo mofaron. Con corona de ramas de espino consagraron nuestra desesperanza, nuestra -ahora sí- definitiva frustración, el fracaso de todas nuestras ilusiones. Cada gota de sangre suya que encharcó el suelo y la madera pintarrajeó, secó y enfrió nuestro propio corazón.

Y quizá no haya sido un falsario que nos engañó a sabiendas. Un pobre iluso más bien. Una buena persona alucinada, convencida, a lo mejor, de sus propios sueños de grandeza que creyó que, con bondad, podía arreglarlo todo.

Pero, no perdamos más el tiempo: ¡a trabajar, a olvidar! Los que puedan hacerlo, a gozar de lo poco o mucho que esta vida nos permita; los que sufren, a resignarse o a llorar. Ya nada a mi me importa.

Al modo como una a una, al filo de la medianoche van apagándose las luces de las casas y finalmente la ciudad queda en tinieblas, así, una a una, se fueron apagando las esperanzas de Israel, hasta apagarse del todo en la atroz tiniebla de la Cruz.

Oscuridad. “La luz vino al mundo y el mundo no la conoció”. La extinguieron los bomberos del odio en una cruz.

Oscuridad, oscuridad.

El alma de los judíos es oscura, Roma es oscura. La desesperanza de los discípulos oscura. La tumba oscura.

Ni una luz, ni un rayo de espera.

Y, sin embargo. No se engañan los ojos: hay algo que aún brilla en la oscuridad, tenue luz que no se apaga, débil pabilo ardiendo en el dolor, último cobijo de la luz en este mundo caliginoso que la rechazó, atenuado resplandor que, empero, sirve para afirmar que aún resta un algo de lumbre.

Como si todas las esperanzas disipadas hubieran encontrado refugio en ese ángulo postrero de fulgor.

Sí, Israel, algo de luz queda todavía, en el pecho palpitante de una mujer.

Luz, sí. Pero ¡a qué precio! Le está quemando el corazón. De donde sino sacar esperanza si todo lo que esperaba fracasó. Lo único que le resta para arder y quemar es su corazón. Porque ya no puede ver, no quiere ver. Sus ojos ya vieron demasiado: su hijo adorado clavado en una cruz.

No, no puede ser, ¡no pudo ser! ¿Cuál fue su mal, cuál su extravío, su delito cuál?  

José, quizá tu pudieras explicarlo, si no te hubieras ido ya hace tanto tiempo porque Dios tan pronto te llamó. Dulce y fuerte José, ¡cuánto te necesité y cuánto ahora te necesito! Me dejaste sola con Jesús.

María Soledad.

Ya desde el comienzo María aprendió el camino de la soledad. Desde pequeña, cuando su alma llena de gracia maduraba de tal manera que ni sus padres ni sus amiguitos y amiguitas de la aldea podían comprenderla. Compartían sus juegos, sus alegrías de niña buena, pero ¿con quién hablar de esa inquietud de cielo, de ese bullir de Dios en el fondo de su corazón?

Quizá algo entendía el viejo y sabio rabino de a sinagoga, del cual recibió las Escrituras y la bondadosa sonrisa de sus barbas nevadas.

Pero ella era distinta, se lo veía a simple vista, en su rostro fresco, en sus ojos profundos y soñadores, en sus labios rientes, en su calma y paciencia a toda prueba.

Todos quienes se le acercaban, aunque no la entendían del todo, quedaban prendados de ella. Los menos piadosos, urgidos por sus conchabos y cultivos, la tenían por rara.

¿Quién no ha tenido la experiencia de este tipo de soledad? Porque los que gustan hablar de futbol siempre tendrán alguien con quien conversar. También es fácil participar de las noticias de los diarios y de la última película y del quinto casamiento de la actriz y de qué caro está todo y del último chiste de gallegos.

Y encontraré compadre para el baile y para ir al cine y para ir a jugar.

Pero ya será más difícil encontrarlo para hablar de música seria, para ir a un concierto, para leer juntos un poema. Cientos de miles para ver un buen partido, una carrera. Apenas un puñado para escuchar a Bartok o a Ravel. ¡Soledad de los sabios! ¿Con cuántos podría hablar Einstein de su teoría de la relatividad?

¡Soledad del santo! ¿con cuántos podrá conversar de Dios y de la sed que abrasa su alma en anhelos de infinito?

Y ¿no que en Buenos Aires, si sos católico tenés que ser distinto, diferente? Tratar de ser fiel a tu fe, a tus principios ¿no te mirarán como a un raro bicho? ¿No tendrás en la oficina, en el trabajo, en el colegio, en las reuniones, que callar en aparentemente despreocupado disimulo? ¿no has sentido la tentación, para no quedar marginado, para que no te consideren raro o bobo o anticuado, de ocultar tu condición cristiana?

Y ¡cuánto más te acerques a Dios más arriba te irás, más discordante serás, en esa aguda cima en la que pocos caben y menos llegan. Hasta tus padre y tu familia se preocuparán “¡ No hay que exagerar !”

¡Qué solo te sentirás! ¡Ni siquiera los tuyos te comprenden!

Tentación de tantos cristianos y religiosos de hoy, por miedo de ser distintos, de sentirse solos: hacerse igual a los demás. Asimilarse al mundo. A sus modas, a sus intereses, a sus extraviadas diversiones.

No, cristiano, no tengas miedo de la soledad, de las cumbres ¡qué le vamos a hacer! Son para pocos, pero solo desde ellas podrás realmente ayudar a los demás. “El mundo os odiará

Pero lo cierto es que, a pesar de ese odio, si realmente sos cristiano, muchísimos se te acercarán. No podrás compartir con ellos lo más íntimo, lo más profundo, pero mucho les darás. Ellos no te comprenderán. Pero vos sí a ellos. Difícilmente te consolarán; tú los consolarás.

Porque cuando busquen una palabra de aliento más allá del futbol y los negocios, más allá del baile y de las mascaradas, cuando las dudas los aquejen o los embista la angustia de la condición humana o necesiten una verdadera palabra de horizonte abierto, a vos, no a los otros acudirán.

Y por eso la soledad íntima de la infancia de María, su unión a Dios, sus perspectivas de altas cumbres en los riscos apenas elevados de Nazaret, es lo que prepara a su corazón materno para comprenderme a mí, a vos. No digas nunca: “nadie me entiende”. Porque María, desde su silencio y soledad, siempre te entenderá. Aunque a ella le haya costado comprender el piélago inmenso de la elección de Dios, el abismo inmensurable de su misión.

Un relámpago de luz, en una iluminación temprana suspendida entre el instante y la eternidad, a ti María; el ángel te transmitió. Pero, allí en tu aldea, en el peso de este tiempo medido por el gravoso orbitar de las estrellas, fue breve instante el de la Anunciación. Y, luego, quedaste más sola que nunca con el fruto inexplicable germinando en tu seno.

A José le costó entender y comprendió a medias. Y, sin embargo, si no llegó nunca a entenderte del todo, si apenas logró atisbar encandilado las profundidades hermosas de tu alma, suplía la comprensión con el noble amor que te tenía. ¡Qué hermoso levantar la vista y encontrarse siempre con sus ojos serenos y viriles desbordando ternura! Oír martillar alegre de la carpintería; saberse protegida, acompañada, levantar apenas la voz y tener a José al lado, fuerte, protector.

¡Qué bien lo demostró cuando, sin vacilar, cargó los petates y, tomando del ronzal al mulo, con fuertes pasos los llevó a Egipto y allí, con su trabajo, los mantuvo. ¡Qué hubiera hecho María, madre jovencita, sola!

Pero, muy pronto, sola quedó. Porque temprano José se fue.

Sola. Con su hijo aún pequeño, en un mundo en donde el grande se come al débil, en donde gana el que pisa más fuerte.

Ella no pisaba fuerte y su leve y femenina figura apenas dejaba huellas a su paso. Pero supo hacer crecer adentro suyo esa fuerza que la había dado Dios y que valía más que la de mil varones.

Después creció Jesús y se hizo grande. Pero, aún así ¿cómo suplir la compañía del esposo, las confidencias de la tarde, las preocupaciones compartidas? No. Un hijo no puede suplir a un marido.

Y, aquí también ¿quién no podrá comprender la soledad de María en este mundo en que cada vez menos existe el verdadero amor matrimonial? Matrimonios pegoteados con puro sentimiento ¿cuánto durarán? Y, si duran, a ese nivel ¿qué verdadera compañía se darán? Viudas, solteras y separadas, casadas y malqueridas ¿no que comprenden a María, María Soledad?

La tristeza de la vuelta a la casa vacía, el cansancio de la lucha sin compañero, sin amigo, la presencia ausente de ese desconocido con el cual me casé y con el cual ya casi no comparto nada.

Claro. Sí, María tenía a su hijo y ¡qué Hijo! Pero un hijo que ella sabía que no era para ella, sino para los demás.

Tenía también a Dios -¿cómo no Lo iba a tener?- pero no aun en el cara a cara de la Gloria, en la pura fe. A Dios no lo veía sino a través de la carne de Jesús. Y ¿qué tenía entonces? La conciencia de su misión, la confianza en que Dios, por algo, le hacía transitar ese camino, el lejano y ya casi apagado recuerdo del ángel anunciante y el temple extraordinario, forjado a martillazos de pena, de su alma.

También tú, solo o sola, tienes una misión, grande o pequeña, no importa. Es la que ha pensado exclusivamente para ti Dios desde la eternidad. Ningún otro puede cumplirla sino tú. En ella te harás santo o santa. No el acaso o la mala suerte, sino la Providencia, el amor del Padre te conduce. Es tu camino, es el Suyo. ¡Confianza! Que el dolor y la soledad te ayuden a esculpir el temple precioso de tu alma bienamada por Dios.

¿Qué nadie te ayuda, nadie te ama, a nadie tienes? ¡Mentira! Mírala allá, ella te está mirando. María Soledad.

Sin esposo, porque estaba

José de la muerte preso;

Sin padre, porque se esconde;

Sin hijo, porque está muerto;

Sin luz, porque llora el sol;

Sin voz, porque muere el Verbo;

Sin alma ausente la suya;

Sin cuerpo, enterrado el cuerpo

Sin tierra, que todo es sangre;

Sin aire, que todo es fuego;

Sin fuego, que todo es agua;

Sin agua que todo es hielo.

Sí, hielo es ahora el alma de María, hielo ardido por el dolor y la soledad.

Ella sabía desde el principio que Jesús tenía que irse, sabía que no era para ella, sino para Dios y para los demás. Pero, a pesar de la sonrisa de la corta despedida ¿acaso no lloró, después, al verse sola, cuando Jesús la dejó para irse a comenzar su empresa en el Jordán?

Una espada te atravesará el alma”, le había dicho hacía ya tanto tiempo el anciano Simeón y, ahora, ¡pobrecita! pensó que esa despedida era el colmo de su dolor. Ella se había preparado para esa espada. La intuía, filosa, punzante cuando pronunció su ‘Fiat', su ‘Cúmplase', al llamado de Dios. Se entregó sin ninguna reticencia a Su Voluntad, pero ¡cómo iba a pensar, a suponer, que Dios le pediría tanto!

Ese único Hijo, aunque Verbo, carne de su propia carne, en la cual derramó todo su cariño de madre y de mujer, objeto exclusivo de su vida, a través de quien miraba, a través de quien oía, sobre todo a la ausencia de José ¿acaso ese hijo tenía Dios que pedírselo?

El viejo rabino de la sinagoga le había contado la historia de Abraham y de su hijo Isaac. Pero allí todo había terminado bien. Fue como una broma de mal gusto: el ángel al final detuvo el cuchillo de Abraham.

¡Por qué, a ella, ahora, por qué, a ella? ¿No fue suficiente perder a José? ¿No bastaba acaso simplemente que él se fuera por Judea predicando, aunque no le viera más, aunque nunca más pudiera consolar su soledad con su presencia? Solo saber que estaba bien, saber que vivía. ¡Oh, Dios mío, si tiene que pasar algo, si alguien tiene que sufrir, que me pase a mí, que sufra yo! ¡Cuántas veces lo dijo en sus plegarias!

Y una que otra noticia le llegaba: que tenía enemigos, que lo criticaban. Pero ¿por qué preocuparse? Si solo predicaba el bien, el amor. Ya sabemos que lo mismo todos, aunque no hagamos nada, nos ganamos enemigos, antipatías.

Pero esto Señor ¿quién lo hubiera ni pensado, ni atrevido, en el peor de los sueños agoreros y de las pesadillas imaginarlo así?

¡Cuando le llevaron las terribles nuevas! ¡Que no, mi Dios¡ ¡Que no este cáliz, musitaba mientras corría, volaba, a Jerusalén.

Y el presentimiento terrible, angustioso, -que ya era crucificante ofrenda arrancada a su alma entregada a Dios- ya todo le anticipaba. Y las palabras del ángel y de Simeón iban apareciendo retintas cada vez más en brutal significado de supremo dolor.

Cuando llegó, ya tarde para besarlo y consolarlo, se encontró con el macabro cortejo, se abrió paso entre la gente y lo vio y, aunque todo en su ser maternal se rebelaba, comprendió. O al menos quiso comprender.

Sí. Allí mozallón fuerte, buenmozo, fruto de sus entrañas ¡ni qué Señor, ni Maestro, ni Profeta, ni Dios! Su hijo, su querido hijito, tambaleando bajo la Cruz. Su instinto se lo dijo, porque los ojos ¡cómo le iban a reconocer todo llaga y sangre, polvo y magullones!

¡Qué madre no habrá de entender lo que pasó María después! También María tendrá en el cielo las cicatrices de los clavos y de su llagado corazón.

Con dolor parirás los hijos ”. ¿Parto sin dolor? Buenas mamás aquí presentes -y cuanto más buenas peor- ¿qué gimnasia, que inyección podrá evitarles tarde o temprano criar a sus hijos sin dolor? ¿Qué es tener un hijo sino multiplicar las angustias y los desvelos, vivir estupendas alegrías, pero también abrir nuevos cauces a las posibilidades de sufrir. Mi homenaje mariano a las madres que sufrieron y sufren por sus hijos, por sus hijos enfermos, por sus hijos muertos, por sus hijos ausentes, por sus hijos malos, por sus hijos con problemas, por sus hijos desagradecidos. María está con vosotras.

Y ahora todo terminó, después de interminables horas de agonía en donde agotó todas las lágrimas, en donde se borraron una a una todas sus antiguas alegrías, en donde el gozo pasado pareció nada ante tragedia tan horrenda.

María está sola.

Ya lo estaba frente a la Cruz, porque ¿quién puede ser consuelo o compañía para una madre sufriendo por su hijo?

Ahora definitivamente sola.

Antes era la señora María, la madre del maestro, respetada y buscada por todos. “¡Miren, la señora madre de Jesús!” “María ¿no podrá tu señor hijo hacerme este favor?”

Ahora no más: es la madre del ajusticiado, del criminal que ejecutaron en la cruz, del iluso que se creyó Dios, del que engañó a la gente con falsas promesas, la madre del Maestro que nos desilusionó.

El fracaso de Cristo quiere salpicarla de vergüenza. Todos la dejan. María soledad.

Los que la querían en serio en este mundo ya murieron, los que le tenían simpatía, desencantados, se van. Reproche mudo a la madre del que los engañó. El resto: indiferencia. Ni siquiera odio quedó. Despectiva lástima.

La tenue luz de la esperanza -esa esperanza que huía de todos los corazones y solo en el de María encontró refugio- es única compañía para su soledad.

Sí: terrible cosa la soledad. Porque el hombre, señores, no ha nacido para vivir solo. Ya lo decía el viejo Aristóteles que habla del hombre como ser social. Vivir es con-vivir, afirmaban los existencialistas., Y los cristianos sabemos que la Vida de Dios es justamente la sublime con-vivencia de la Trinidad.

Pero ¿qué es convivir? ¿Vivir junto a alguien? Juntas están las sardinas en una lata, juntos estamos apretujados en los colectivos, pero ¿basta subirse al 60 para sentirnos acompañados?

No. Vivir juntos no es solo cuestión de distancias ni de espacio, vivir juntos es cuestión de amor. Es el amor, el Espíritu Santo, el que hace que el Padre y el hijo, vivan una sola vida, sean un solo Dios. Es el verdadero amor –el que doy y el que recibo- el que libera la soledad de mi yo. El amor es la puerta que abre el recinto de mi ego y me hace convivir con los demás. Todos necesitamos amar, todos necesitamos ser amados. Pero con el amor auténtico que busca no mis cosas o mis servicios o mi simpatía o mi carne, del que me quiere para consolarse él, del que se ama a sí en mí, sino del amor que me ama por mí mismo, del que están contento de mi bien y me afirma, con su donante amor, en mi ser personal.

¡Qué terrible vivir sin que nadie aprecie que existamos, sin que nuestro paso por la vida suscite una alegría, sin que no haya ni siquiera uno que no pueda vivir sin mí!

Por eso no es extraño que haya hoy tanta gente sola por el mundo. Mundo en donde, poco a poco, se han ido secando las fuentes del amor.

Caricaturas de amor sobran, que ya sabemos de los amores que abundan de la carne y que aprendemos en el cine y el novelón o, peor, de los que enseñan ciertas doctrinas que, del amor al pobre -dicen-, pasan a la bomba y la metralla. Amor no es eso; porque el amor es don y ‘darse' es salir de sí mismo, olvidarse de mi yo, dejar de lado mis placeres o mis odios y resentimientos y buscar del amado la felicidad. Y entonces sí, cuando yo busque mi bien y tu el mío, entonces habrá amor. Y ese amor será pleno y ya no estaré solo.

¡Mundo moderno que solo nos enseña el valor del yo y del egoísmo, mundo que nos encamina a la soledad! Soledad del anciano, soledad del enfermo, soledad del que no se siente amado ni apreciado.

Hoy te acompaña María Soledad.

Ella está sola. Le han matado el amor.

Y allí, pequeña, sola, en lo oscuro de la noche, se abisma en la angustia de su terrible soledad.

Claro, Dios la ama –Dios te ama a ti también, vos que te sentís solo- pero, ¡quien no sabe lo duro y terrible que es vivir solamente de este amor? Sí, creo que Dios me ama, pero ¡pobre de mí! ¡soy hombre, soy mujer, de carne soy! Necesito las manos que acarician, los ojos que me miren, los labios que sonrían.

Quizá, cuando todo va más o menos bien, me bastará la oración fervorosa, cerrar los ojos y sumirme en la fe y la esperanza en Dios. Pero cuanto todo parece lacerantemente ir mal, cuando golpe tras golpe parece ser la única respuesta a mi oración, cuando soy lastimado en lo que más quiero o en los que más quiero, cuanto todo parece absurdo y fracasar ¿qué cura será capaz de consolarme diciéndome que, aunque no lo vea, aunque no lo sienta, aunque no lo entienda, Dios me ama, mi Padre es Dios?

Y, sin embargo, María -María Soledad- tu Dios te ama. A pesar de tu abandono, de tu hijo muerto, del absurdo de los sucedido, a pesar del lamento, del ‘por qué me has abandonado', a pesar de los discípulos huyendo, a pesar de tu soledad, María, ¡cree! Te ama tu Dios.

Y María sangra y sufre y no comprende y no ve nada, pero cree, quiere creer y espera. A pesar de todo, espera y esa esperanza es el hilo de luz donde se anudan todas las esperanzas de Israel, todas las de la sufriente humanidad, todas mis pobres esperanzas.

Y, desde ahora, ya no habrá situación desesperada, ni dolor sin salida, ni congoja sin consuelo ni noches sin estrellas, ni tinieblas sin luz, ni fracaso ni desilusión definitiva, porque hoy, Viernes Santo, el brillo de la esperanza ha hallado sostén y cobijo en el corazón ardido de dolor de María de la soledad.

En tres días lo sabrás.

Menú