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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1981 - Ciclo A

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN

A ti, hombre, pequeña creatura, fugaz aleteo de materia en la inmensidad de un universo que se mide y cuenta por millones de galaxias; a ti, cuyo rostro se pierde en la confusión anónima de las fotos numeradas de las cédulas; que eres una cifra más, sin peso, de la estadísticas; a ti, cuyo recuerdo apenas sobrevivirá a tus hijos en la marcha de una historia que sepulta siglos y civilizaciones; a ti, insignificante ser que quieres hacer girar en torno a tus problemas a todos y todo lo que te rodea, pero no eres nada y de la nada vienes y, de ser por ti, a la nada presto volverías; a ti, Dios ha venido a buscarte, a amarte, a acompañarte. Para poder llevarte con Él. Porque hacia Él te llama.

Y no te llama de lejos, desde sus palacios áureos, de paredes engarzadas con zafiros luminosos; desde la serenidad beata de Su Trinidad adorada por la corte aleteante de los ángeles; más allá de las nubes, más allá de la luna, más allá del sol y de Alfa del Centauro, y de las novas y supernovas; más allá del polvo, el ruido, el smog, el bullicio precariamente alegre y los ayes desgarrados de este mundo. No, no ‘más allá'. Él ha venido a buscarte ‘aquí abajo', para acompañarte en tu sendero anfractuoso, hacia la Felicidad que quiere darte a pesar de tus rechazos.

Te llama. Claro que te llama. Pero, como sabe que el camino es duro y las fuerzas menguan, no lo hace desde la otra orilla, sino que quiere acompañar tus pasos y tu luchar.

No como ayuda el médico al enfermo desde la seguridad de la asepsia. No como guía el padre al hijo, de la mano, desde la fortaleza de su adultez. No como el que empuja la silla de ruedas desde el vigor de su juventud o extiende la mano al que se ahoga desde la solidez de la tierra firme. O como el cura que da consejos al pobre o al dolido, apoltronado en su cátedra y derramando pingüe su vientre lleno y satisfecho.

No; Él ha venido a zambullirse en las aguas procelosas, en la endeblez de tu puericia, en la parálisis de tu enfermedad, en todas las hambres y dolores de tu alma y de tu cuerpo.

Por eso se ha hecho hombre -tú, insignificante que me oyes- y se ha hecho uno contigo, en cuerpo recorrido de carnes y de nervios, de sentidos y pasiones, de amores y rechazos, de alegrías y dolores.

Y ahora te dice “¡Ven! Nada de lo que pueda pedirte no lo haré antes yo; nada de lo que puedas sufrir no lo sufriré contigo; ninguna de tus penas habrás de llevarla solo. Aquí tengo mi cuerpo y mi alma humanos para poderte acompañar. Tus penas y alegrías mías serán.

Alegrías también, sí, porque, aún en esta tierra, supo vivir la dicha del regazo tibio y los mimos de su madre. Y sentir la tibieza del sol alegre transformando en oro el aserrín al viento del serrucho de su padre. Y gozar las caminatas a babucha de José, o corriendo delante de él por la aldea y por el campo. Y se embelesó en el canto a la vida de las flores y en los arpegios del vuelo raudo de los pájaros. Y disfrutó con la barra nazarena, con sus espadas de palo, del ‘juego del rebelde y el romano'. Y supo, de joven, de la alegría del vino de las vides galileas y del canto y la fogata y los cuentos de los ancianos al anochecer y de la música y fiesta de las bodas. De los coros y baile de las muchachas y muchachos. Todo lo vivió con sencillez, en la alegría serena de las sanas y buenas cosas humanas.

Sí: Él sabe bien de tus gozos y tus alegrías, de la felicidad de la familia y de los amigos, del brillo del ojo enamorado. Sabe de tus esperanzas y tus anhelos, sabe de amor y de belleza, sabe lo que es ser feliz el hombre. También en eso te acompaña.

Pero sobre todo sabe de tu dolor.

En eso –lo otro es fácil-, en eso ha venido especialmente a acompañarte.

Conoce de destierros, de orfandades tempranas, de golpes y de gripes, de pobrezas y de obediencia, de hambres y de sedes. Se fatigó en los caminos de polvo, sol y viento; en el cansancio del remo y de las cuestas. Lloró en el trémulo adiós de María; en la muerte del amigo; en la pena inmensa por la patria; en el desprecio de los grandes y la traición y el abandono de los amigos.

Pero no le bastó.

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Honore Daumier . Ecce Homo . c. 1849-52

A ti. Tú, que sufres -pequeño ser- quizá el peso de los años, con sus achaques y soledades o tú, que tienes un enfermo en casa o que, en tu mesa, hay un lugar ausente y te topas en los roperos con las cosas que él o ella usaban y te sonríen tan lejos dese el marco de plata de las fotografías. Tú, que ves sufrir impotente a los que quieres. Tú, que has sido engañado en el matrimonio promesa falsa. Tú, que penas por el amor no correspondido o por los sueños imposibles. Tú, que agostas el corazón en la esperanza del novio que no viene y nadie descubre la belleza escondida y protegida de tu alma. Tú, que estás al costado en las reuniones y no te agracia nada de lo que atrae al mundo. Tú, que sufres el ajustar del presupuesto, el mirar siempre ajenas las vidrieras y, parado en los colectivos, sueñas vapores desleídos de viajes y de yates, de motores brillantes y de esquíes. Tú, que dudas o te sientes por Dios abandonado. Tú, que no has pasado el ingreso. Tú, bochado. Tú, fracasado, desilusionado. Tú, que, siempre postergado, pierdes tres a cero.

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Nicolas Poussin (1594-1665)

Tú -¡a tí te digo!-, míralo allá arriba -¡él sí que salió primero!-, en el podio, en el escalón más alto, de la Cruz. Corona, sí, de espinas. Copa el premio: el cuenco de su costado abierto. Champaña, sí: vinagre, y espuma de sudor y sangre.

Pero más. Que su mirada y sus oídos, y sus papilas y sus poros, desde el altozano del Calvario, han recorrido todos los tiempos y los lugares, el pasado y el futuro, y han absorbido, uno a uno, todos los dolores, todas las lágrimas, todos los quejidos de los hospitales, los alaridos de la guerra, los horrores de las cadenas y las torturas, Todo converge en él, presuroso, desgarrante, con vértigo de torbellino, desde los cuatro puntos cardinales del tiempo y del espacio, succionado por los cuatro brazos de la cruz.

Desde allí Él ha acompañado y llevado todo el dolor de la historia. Todo nuestro sufrir. Todo tu penar.

No: no estás solo ¿sabes? Desde allí, el Gólgota siniestro, en su alma contemporánea -en la eternidad del Dios aniquilado- a todas las edades, sufre siempre que vos sufrís.

Él sufre, allí y aquí, también tu dolor de hoy o de mañana. Sobre Él se vuelcan todos los penares, todos los odios y todos los pecados.

Acompáñalo, ahora, tú.

Y consuela a María, su madre, tu madre, parada, muda, pálida, al pie de la Cruz.

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