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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1983 - Ciclo C

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN

Silencio.

Oscuridad.

Dios ha callado. Cristo ha enmudecido.

Y hubo el grito sin respuesta.

La súplica de ayuda no escuchada.

El gemido inocente desamparado.

La tortura agónica desconsolada.

Ahora todo se acabó.

Y queda el silencio

La negra mudez. El caliginoso absurdo del guiñapo de carne –sudor, sangre y excremento- del que fue Jesús.

Ayer nuestros sentidos e inteligencia fueron exigidos a descubrir, detrás de trigo limpio y perfumado vino, la Presencia de Dios.

La última Cena ‘escondía', en su liturgia, la realidad de lo que hoy creíamos íbamos a ‘ver' en la Cruz. Pero resulta que lo que hoy vemos es mucho menos transparente que el vino y el pan.

El vino y el pan, haciendo presente la realidad divina, quizá no lo entendíamos del todo, pero lo aceptábamos.

Hoy ya no. No solo lo que vemos –la piltrafa de carne en la cual apenas podemos descubrir la forma humana- nos resulta incomprensible, sino que nos rechaza, nos repugna, nos espanta.

Nada queda del hombretón joven y fuerte que atraía multitudes, despertaba lealtades, magnetizaba vidas, calmaba tempestades.

Tampoco es la cruz barnizada y artística que vamos a adorar ahora ni las que, en diversas formas pergeñadas por inspirados artesanos, sirve de adorno en nuestras casas, de colgante o prendedor en nuestros pechos, de condecoración en los uniformes de los soldados.

No. Es el vergonzoso y sucio suplicio de los peores criminales. Inhumana tortura que terminaba, en lo corporal y en lo psíquico, con cualquier resto de sentimiento y apariencia humana del así ajusticiado.

Sí. Cristo ha enmudecido en el horror. Es una letra tachada, un reglón vacío, una nota atrapada en un timbal enterrado, una silueta horrenda que se aleja y aleja … Como se alejan ahora, huyendo, los discípulos.

Y, sin embargo, en esa mudez absurda, en esa apariencia repulsiva, en donde todo lo humano -sentidos, inteligencia, afecto- parecen rebelarse, no ven ni entienden nada, allí, Dios está por fin queriendo hablar.

Porque, mientras sus labios sonrieron, mientras sus manos curaban, mientras repartía el pan y la salud ¿qué hacíamos sino buscarlo como hombre, rico en portentos? ¿qué hacíamos sino buscarnos' como hombres necesitados?

El Dios que nos ayuda, que nos garantiza bienes y felicidad, que nos sostiene en nuestras dificultades terrenas; el Dios que sentimos en nuestro corazón consolado, en nuestros fervores, en nuestros estados de exaltación y devoción. Un Dios a la medida del hombre, acompasado a nuestros sentimentalismos, contenido en la queja tanguera de nuestro corazón. Un Dios razonable, capaz de ser definido por nuestros conceptos, por razonamientos sesudos, navegando cómodo en los circuitos computados de nuestros cerebros de evolucionados primates, capaz de ser disecado en libros y en predicaciones oratorias. Un Dios hecho a imagen y semejanza nuestra. Un Dios superhombre -como dirían Freud o Feuerbach-, portentoso, excelso, elevado a la enésima potencia, pero humano al fin.

Y no. Todo eso, el sentimiento, la inteligencia, la seguridad, lo humano, es ahora un alarido de silencio, de negación y de absurdo. En el guiñapo sanguinolento que cuelga de la cruz.

Y, recién ahora, porque finalmente calla totalmente lo humano, puede al fin comenzar a hacerse presente el verdadero Dios.

Ahora que no hay consuelo, que he rezado y suplicado y no siento nada, que todas mis explicaciones y respuestas se revelan ridículas, vacías, que aquello por lo cual pensaba que Dios me amaba me ha sido quitado. Ahora que mi mente es un inmenso vacío lleno de rebelión y de silencio y dolor y asco, ahora que, como hombre, no tengo palabras ni de suplica, ni de aceptación, ni siquiera de insulto y de protesta, ahora que no entiendo absolutamente nada. Ahora, pues, que no interfiere ni mi sentir, ni mi querer, ni mi entender, ahora que, en el dolor, en el fracaso, en mi pequeño yo arrebatado, aniquilado. Ahora que se han roto todas las barreras de los conceptos, de las definiciones, de los sentires, ahora, recién, Dios podrá comenzar a amanecer en mí.

No el ídolo que forjaron mis ilusiones, mis ganas de afirmarme, mis necesidades humanas, mis discursos teológicos -ídolo que no era sino proyecciones de mi yo y, por eso, al final, frustrante y pequeño como mi yo-. Sino el Dios que está más allá de todo límite y de todo conocimiento y de todo querer. El verdadero Dios.

Hoy, pues, empieza a alumbrar, desde el asco y lo oscuro de la Cruz.


Georges Rouault 1871-1958

En el absurdo de hoy comienzan a explicarse paradójicamente todos nuestros absurdos, todos nuestros dolores, todas nuestras fracasos y todas nuestras muertes.

A través del dolor y la muerte de Cristo -donde se han arrojado también todos nuestros miedos, pavores, sufrimientos y derrotas- Dios, por fin, abre la puerta por donde entrar a nuestra vida y hace estallar el mezquino límite de lo humano.

El amor y la felicidad infinita navegan en el viento impetuoso, huracanado, del último suspiro de Jesús.

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