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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1985 - Ciclo B

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN

¡María, María! ¡Qué te han hecho!

María, Señora; ven. No te quedes más aquí, de pie. Tu hijo ya murió.

¡Vamos! Vamos un ratito a descansar.

Señora ¿no oyes?

(¡María, María! ¡Qué te han hecho…!)

Y no. María no oye; ni siente el viento frío que la muerde en esta tarde oscura, ni el cansancio de las noches en vela que ha pasado en angustia, ni el hambre -que nada en estos días ha querido comer-, ni los dos caminos de lágrimas que se abren en su rostro, ni siente a la gente que se está yendo a sus casas abrigadas después del espectáculo horrendo, ni nota en su brazo la mano cariñosa de Juan, ni las palabras de las mujeres que la acompañan, ni el dolor de sus pies llagados que han venido hace tres días caminando, corriendo, desde Nazaret.

No, no siente ningún dolor. Porque toda ella es un inmenso dolor de pie, junto a la cruz.

No. Nada siente. Nada ve. Porque todos sus ojos son para la mano de su hijito que, recién, finalmente, inmóvil sobre el horrible clavo, crispada se cerró.

Y la sangre que cae, gotea. Gota. Gota. Gota.

“¡Mama, me lastimé!” y mostraba el dedito pinchado y el puntito de rubí, y levantaba la carita haciendo pucheros esperando el consuelo de la mamá. ¡Ah! y cómo lo recibías en tus brazos, pequeño rubio mimoso, siempre sucio de aserrín. Y cómo se te fruncía el ceño pensando en esa carpintería llena de peligros para tu bebe y las astillas, y los formones, y los clavos de José.

Clavos y madera.

(¡María, qué te han hecho!)

¡Vamos, María! No te quedes allí, de pie. Ya nada puedes hacer. Ya no tienes más a tu bebe. Ya no puedes quitarle el frío abrigándolo en tus brazos, ni sacudir de su pelo el aserrín y las astillas de espinas, ni besar su mano sucia y lastimada.

María ¡vamos! ya no es más tu pequeño Jesús. Es un cuerpo muerto y desfigurado.

Recuérdalo, más bien, con su sonrisa de muchacho, cuando volvió el primer día de trabajar con José. Recuérdalo serio y hermoso cuando José murió y se hizo cargo de la casa y del taller. Recuérdalo, aún, el día en que se despidió (aunque ese día lloro tu corazón); cómo te miró con esa mirada que quería parecer serena y en la que volcó por ti todo su amor.

¡Vamos!

(María, qué te han hecho.)

Y María no oye… ¿Qué vas a consolar, vos, Juan, a la madre que sufre por el hijo? ¿Qué le vas a decir? ¿Qué paraísos de gloria le podrás prometer? ¡Si ahora, ahora, ella quiere tenerlo, besarlo, arrullarlo! Y no lo tiene.

Pero ¿y la fe? Oh, sí, María cree y María, desde el comienzo, sabia -como han de saberlo todas las mujeres, pero ella lo sabía de una manera especial-, desde el comienzo sabía que su hijo era de Dios. Y sabia -como lo sé yo y como lo sabes vos- que su Hijo iba a resucitar. Y, cuando, luego, le dijeron que lo habían visto y que se había aparecido, no dudó un instante en creer. Pero María -como vos y como yo- tuvo, lo mismo, que esperar, con la pena y la nostalgia de toda su carne de madre y de sus entrañas arrancadas y su congoja sin respiro, tuvo que esperar su propia muerte y paso al Padre para poder encontrar otra vez, en sus brazos y en sus labios y en sus ojos, a su siempre niño Jesús.

Todos se han ido. En la ciudad comienzan a encenderse los primeros fuegos y ya se están cocinando los corderos para la fiesta. Y el vino ya está en las jarras.

Afuera, frío, viento. María sola ya; de pie, junto a la cruz…

(¡Qué te han hecho María!)

Porque nadie lo ve; pero ella también lleva, bajo su mantilla, corona de espinas. También ella esta clavada en la cruz.

Porque; María ¿permites que, con mis pobres palabras, revele algo de tu secreto?

Tú no tenías, no tienes, solo un corazón de madre hecho de instinto materno, hecho de humana responsabilidad materna. Porque tu hijo tampoco reducía su horizonte a sus amores de hombre. Tu hijo era Dios. El Verbo sostuvo su corazón de carne y le prestó, en parte, la grandeza de su propio corazón. Jesús fue preparado por la gracia para poder llevar en su conciencia y en su corazón las vidas, dolores y amores de todos los hombres de los cuales él debía ser, en el reino definitivo, el hermano mayor. ¡Y sí que los llevó, los dolores! Los dolores que sufren los hombres y, los peores, que son los que ellos mismos se causan y causan a los demás.

No fueron solo doce apóstoles, su familia, un centenar de conocidos, los únicos que fueron objeto de su amor y compasión. En el fondo de su alma ensanchada por la gracia, Jesús a todos nos conoció y nos amó y, por eso, con nosotros, y de nosotros, con cada uno sufrió.

Y algo semejante pasa en el interior de María.

El mundo de hoy, volcado a lo externo, al ruido, al movimiento, a la superficialidad, es incapaz de comprender esas honduras del alma, en donde se concentra el tiempo, en donde el pasado es presente y el futuro ya llegó. Esos instantes en que el reloj marca un segundo, pero en donde, en el alma, se vive casi una eternidad. Algo así como esos sueños que parecen que no terminan nunca, pero que en realidad, los neurólogos dicen duran apenas un tris. El mundo de hoy no comprende esas alturas del espíritu -alturas místicas- en donde, en una sola mirada -algo así como lo que dicen que pasa en el instante antes de morir o en un accidente- se hacen explícitos todos los detalles, se avizoran todas las geografías, se palpa toda la historia. Ni tampoco el mundo comprende esos estados hipersensibles en que el hombre se hace capaz de tomar conciencia de hasta el último átomo de su cuerpo.

Pues, algo así, pero mucho más, pasa en esa eternidad que vive en la cruz y frente a ella, en los corazones y las mentes de Jesús y de María, agrandados por la gracia a abarcar la totalidad de los tiempos y de los espacios.

No. No es solamente su hijo Jesús quien está clavado en la cruz y la clava a ella. Son todos sus hijos y todas sus hijas, los que adoptó como hermanos y hermanas de Jesús cuando le dijo ‘sí' a su Dios en el día de la Anunciación.

(Qué te han hecho, María)

María no es solo la figura frágil y patética, en oscuridad y viento, de pie bajo la sombra de la cruz. Es el dolor de todas las madres. Es el dolor y la muerte de todos los hijos el que está realmente allí, resonando en aullidos de angustia, de lágrimas impotentes, de dolores sin consuelo, en el corazón hipersensible de la dama, de la Madre, de pie frente a la cruz.

Todo el inmenso dolor del mundo enmudece y se encarna en la cruz de María y de Jesús.

No hay dolor humano que ellos no compadezcan. No hay lagrima derramada ni angustia sufrida por el más minúsculo de los hombre del pasado o del futuro, en la tierra o en Marte, por la más humilde de las madres, por el más insignificante de los hijos, ni una sola, que María y Jesús, en ese instante que no puede medir ningún tiempo, en esa mirada para la cual no hay distancias, no recojan en sus corazones lacerados.

¡Qué te han hecho, mujer! ¡Cómo es que te han preparado, así, tan cruelmente, para recoger tanto dolor!

Pero yo sé, María, Señora, yo sé, también, que, en ese fondo de casi desespero que te hizo clamar muda junto con tu hijo “Dios mío por qué me has abandonado”, yo se que allí, en ese fondo, se encuentra la fuerza de la roca que te hace estar allí clavada, de pie, frente a la Cruz.

Yo se que, allí, en esa hondura casi de tinieblas, se estrella la angustia sobre un suelo de sólido vigor. Yo se que, allí, en lo hondo de la incomprensión y del absurdo de tanto aparentemente inútil sufrir, se encuentra el principio del comprender. Y yo se que, en todos mis dolores y mis penas y mis fracasos, desde ese tiempo sin tiempo que vives frente a la cruz, siempre me acompañás. Y yo se que, si me abrazo a ti, no sucumbiré; y que algo me trasmitirás de tu fuerza para seguir de pie.

No, ya no te digo más ¡vamos María!, ¡vamos! ¡Ya está, tu hijo ya murió!

No. ¡Quédate! ¡Quédate de pie! ¡Acompáñame cuando tenga que sufrir y luchar! Si estás conmigo, yo se que nunca desfalleceré. ¡Tómame la mano, con Jesús, desde, la cruz!

Porque yo sé también, María, que en medio del viento y del frío, contigo Señora, se destaparan las nubes y brillarán estrellas. Y, allá, en el horizonte, el rojo del alba comenzará a anunciar al sol.

Y la Cruz se transformará en espada brillante, que hendirá en dos todas las oscuridades, sanará todas las llagas, y conquistará, victoriosa, la gloria de la resurrección.

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