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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1993. Ciclo A

12º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   10, 26-33
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "No temáis a los hombres.  No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.  Lo que yo os digo en la oscuridad, repetidlo en pleno día; y lo que escuchéis al oído, proclamadlo desde lo alto de las casas. No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.  Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la gehena. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas?  Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del padre que está en el cielo.  Vosotros tenéis contados todos vuestros cabellos.  No temáis entonces, porque valéis más que muchos pájaros. Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.  Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres".

SERMÓN

           En ocasión del interés general por ese acontecimiento de trascendencia nacional que ha sido la visita de no se qué modelo a nuestro país, recuerdo, hace un par de años, la noticia de una también famosa modelo británica que había asegurado por 16 millones de dólares las distintas partes de su cuerpo. Al aspecto de su cara lo había valorado en 8 millones de dólares; a su busto y piernas, 6 millones 400 mil; a sus brazos -que usaría poco supongo- 800.000; y al resto de su cuerpo -incluido el cerebro, que usaría aún menos, seguramente-400.000.

            Una espléndida jerarquía de valores.

            Pero claro que no vamos a denostar demasiado a esa cabeza de chorlito; la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer.

            Vivimos en una anticultura que privilegia ante los ojos de la gente solo a los éxitos del dinero, a lo contabilizado en dólares, o en pesos estables -que mientras quiera Cavallo es lo mismo-.

            Aún la modelo no vale por si misma, ni siquiera por su belleza, sino por lo que es capaz de redituar económicamente en propaganda a una compañía. De la misma manera desfilan ante nosotros interminablemente: deportistas inmorales pero rediticios; artistas de poco alfabeto y mucho sexo -o dudoso sexo-, pero capaces de producir 'rating' y por tanto ganancias; obispos casados u obispos lacustres que con escándalos promocionan sus respectivos libros; políticos que han hecho de la política el arte de ganar o conservar los votos suficientes para llegar a los puestos que les permitirán acceder o permanecer en el dispendioso jet set; empresarios que han hecho de la coima la llave de su ingreso a los grandes negocios; proxenetas y meretrices de lujo; abogados que medran en juicios nebulosos de astronómicas cifras; cuando no mafiosos, traficantes de droga y tratantes de blancas que llegan a los altos puestos de la función pública...

            Con todos esos ejemplos vivientes, con tantos próceres, preclaros varones y santas mujeres, pululando por los medios de información, en el fasto de sus fiestas palaciegas y sus juergas, de sus mansiones y de sus viajes, ¿qué pobre mortal hará el esfuerzo honesto de un estudio fatigoso, de una profesión valiosa, de un oficio digno?

            ¿Quien vivirá feliz con un salario medio, con una ganancia justa, frente a las fortunas que dilapidan los de ese dorado y hechizante mundo? ¿quién de las nuevas generaciones se sentirá contento con su buena y sencilla mujer, frente a las que tienen tiempo para pasarse horas de su día en camas solares, sillones de peluquería, sesiones de gimnasia modeladora, y con expertas en cosmética, en cirujía estética, en moda y en viscosa seducción?

            ¿Porqué nos extrañamos de multitud de jóvenes que se precipitan a los placeres fáciles, al alcohol, a la droga, o que viven sin entusiasmos duraderos, desconcertados, desganados, abatidos, cuando todo lo que les muestra el mundo como valioso es privilegio de unos pocos afortunados u osados o desprejuiciados o superdotados, y lo que se les ofrece en realidad es costoso en esfuerzo y magro en expectativas respecto a esos bienes que se les enseña a valorar?

            ¿Quién, entre toda la caterva vil de profesores mercenarios, de doctores en psicología freudiana y sexología, de docentes y periodistas, de diarios y revistas, muestra a nuestros muchachos ideales de vida ceñidos a la ética, a los valores evangélicos, a los amores patrios? ¿quién, salvo alguna vieja maestra de primaria tomará en serio el recuerdo de hoy de la muerte de un gran hombre como Belgrano y las viejas glorias de nuestra bandera, cuando por última vez enarbolada con orgullo en las Malvinas, de eso no se habla sino con crítica, y solo se agita, tonta y vanamente, entre las vociferaciones innobles de los actos partidarios y de las canchas de football?

            ¿Quién oyó alguna vez de nuestros científicos, de nuestros verdaderos artistas, poetas, buenos obreros, honestos empresarios, profesionales probos, hombres de campo, obispos en serio, valiosos artesanos, jueces de antes -que aún quedan-, religiosas entregadas? ¿Quién predica a nuestros jóvenes una verdadera jerarquía de valores, un orden de precedencias luminoso, un imperativo ético viril? ¿Quién pondera la satisfacción no económica de un trabajo bien hecho, de un estudio llevado con responsabilidad, de un ocio gastado en el gusto por las cosas bellas, en la buena música, en las buenas letras? ¿quién hace gustar a los chicos el placer auténtico de una auténtica vida de familia; de la plenitud del amor comprometido y para siempre; del fatigoso milagro del tener y criar hijos; del ser solidario con el prójimo y, finalmente y sobre todo, del tener la conciencia tranquila frente a Dios y poder gozar de su amistad?

            Agradezcamos hoy a aquellos padres que supieron dar y dan a sus hijos con su palabra y con su ejemplo ese paradigma señero capaz de iluminarlos en la búsqueda de la verdadera hombría de bien y del sentido de la vida.

            Porque de eso se trata, en el fondo, cuando Jesús, en el evangelio de hoy, nos habla del no temer a quiénes pueden matar el cuerpo pero no pueden hacerlo con el alma.

            El uno, el representante de lo pasajero, de lo que se deja atrás por más que se quiera conservar, de lo que en el fondo no satisface; la otra, representante de todo lo noble, lo alto, lo que hace libre, lo que permite amar, lo que nos hace felices en serio.

            Pero aquí no habla Jesús de ninguna dualística contraposición entre bienes materiales y espirituales. Sus palabras van hoy a algo mucho más profundo y definitivo.

            Por cuerpo entiende, la Sagrada Escritura, la vida puramente humana. Por psyché -en griego- o néfes -en hebreo-, que nosotros traducimos alma, entiende también la vida humana, pero en cuanto está abierta a Dios, al don de la gracia, a la participación de la existencia trinitaria. Jesús está indicando, en última instancia, el vértice último y sin par de la jerarquía de valores de la vida: nuestra vocación sobrenatural, la invitación de Dios a su mismo existir, y en donde se juega todo nuestro destino, so pena de irreversible frustración, simbolizada en la Gehena.

            Es esa vida de plenitud eterna, avizorada y querida como meta de nuestra existencia efímera, la que justifica en última instancia todas nuestras búsquedas de lo grande con esfuerzo, todas nuestra empresas heroicas a lo mejor sin premio, todos nuestros grandes amores quizá sin correspondencia, todas nuestras batallas y emprendimientos sin ilusiones de fácil victoria, todas nuestras fatigas y sudores sin espera de aumento de nuestra cuenta bancaria, al cabo, todo nuestro dar y estar dispuestos a dar, hasta la propia vida, por Cristo y los hermanos.

            Y quien encuentra a Cristo gozosamente, dice hoy el Señor, sería egoísta y cobarde si lo ocultara por vergüenza o por cobardía, o porque teme perder puntos en la competencia inútil por los bienes vanos de este mundo. Nada debe quedar oculto, secreto, todo ha de ser revelado, conocido. Reconocer a Cristo significa vivirlo como lámpara encendida, que no se oculta debajo del celemín, de un cajón, sino iluminando a nuestro alrededor, aunque nuestra palabra o nuestra mera presencia cause la reacción homicida de los que no pueden soportar la luz.

            El que los pájaros del cielo no caigan sin que Dios lo quiera o el que todos los pelos de nuestra cabeza estén contados -en el caso mío, para mi desgracia, con avaricia-_no viene aducido para suscitar la esperanza falsa de que Dios me protegerá de los males que me podrán sobrevenir por llevar una conducta cristiana, o de cualquier otro mal, sino de que Dios estará muy especialmente a mi lado para dar sentido a ese mi enfrentamiento, mi lucha; y, eventualmente, mi dolor, mi fracaso, mi morir.

            Y es precisamente allí, cuando la gente vea que soy capaz de dar cualquier cosa, dar todo, dinero, puestos, honores, falsos amores, hasta la propia vida, por ser fiel a mi Señor, por reconocerlo abiertamente ante los hombres, por confiar en su promesa más allá de ilusas expectativas para este mundo, será allí, cuando mi testimonio se transformará en verdadero martirio -que eso quiere decir en griego la palabra martirio: testimonio- que me llevará, finalmente, a ser reconocido, por mi Señor, orgulloso de mi, ante su Padre que está en el cielo.

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