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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2005. Ciclo A

13º Domingo durante el año
(GEP 26/06/05)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo     10, 37-42
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".

Sermón

           La justicia romana tenía maneras más o menos ejemplares de aplicar la pena de muerte. La más común, reservada para delitos graves pero cometidos por ciudadanos romanos era la ejecución por medio de la espada. No era el degüello practicado por el Islam frente a las pantallas de televisión con cuchillas melladas y oxidadas, sino, dependiendo de la pericia del verdugo, el tajo limpio que, mediante una buena propina, obtenía el ajusticiado. Así murió San Pablo, por ejemplo, y su cabeza, según la tradición, salió tan limpiamente despedida que, rebotó tres veces en el suelo. De allí surgieron tres fuentes que aún se veneran, cerca de la vía Ostiense, más allá de la basílica de San Pablo Extramuros, en la pequeña Iglesia de San Paolo alle Tre Fontane, erigida en el siglo V y reedificada en el XVI por Giacomo Della Porta.

 Pero esta benévola forma de morir, perfeccionada durante la Revolución Francesa por el médico José Ignacio Guillotin, profesor de anatomía de la facultad de medicina de la Universidad de París, no era la que los romanos reservaban para los crímenes que consideraban nefandos, especialmente si cometidos por no ciudadanos: asesinato, rapto, profanación de tumbas, magia perversa, falsificación grave de testimonio, traición a la patria y rebeldía a las autoridades romanas. Para estos crímenes estaban reservados los llamados 'summa supplicia': el ahogamiento, la hoguera, la condena 'ad bestias' -a ser comidos por las fieras- y, la más común, la crucifixión.

 

 

 Jesús, al menos hacia el final de su vida pública, ya se daba cuenta de que, lejos de ser aceptada por Israel y sus autoridades, su predicación -si persistía en ella, si no se retiraba a tiempo, como tantos le aconsejaban- le llevaría a la muerte. Y no cabía duda de que, si así sucedía, lo que le correspondería sería morir crucificado. 'Muerte' y 'cruz', en este contexto, eran sinónimos. No hay que insistir en la calidad de tortura o sufrimiento de la cruz. Lo que predecía Jesús era, sencillamente, que sería asesinado por las autoridades judías, a lo cual él estaba dispuesto para ser fiel a la voluntad de su Padre.

De allí la frase no de 'morir' en cruz sino de 'tomar' la cruz -como acabamos de escuchar en el evangelio-. Era más que decir simplemente 'me van a matar'. Tomar la cruz quería decir 'estar dispuesto a morir'.

Y la frase venía del mismo rito de la crucifixión, tal cual se practicaba ordinariamente. El condenado debía tomar y llevar él mismo el travesaño de la cruz y recorrer un camino más o menos extenso hacia el lugar de la ejecución. Aunque la tradición cristiana luego recogió todos los abusos cometidos sobre Jesús desde el momento de su prendimiento, y nosotros mismos lo escenificamos en la devoción del Via Crucis, todavía, en las palabras de Jesús, 'tomar la cruz', no significa sufrir, sino que ya sabe que se encamina hacia la muerte y está dispuesto a enfrentarla.

Cuando Jesús tiene claro que intentarán matarlo ya está dispuesto a asumir el riesgo. Ya, de alguna manera, toma simbólicamente la cruz.

Pero tampoco puede desconocer, que sus seguidores, sus amigos, correrán el mismo riesgo. De allí que la frase que hemos escuchado, en su significado primigenio, dice: 'sepa el que quiera seguirme que ha de estar dispuesto a enfrentar el riesgo de la muerte'. No es, como piensan algunos frente algún problema disgusto o dolor, '¡debo tomar mi cruz!' Sino 'si quiero ser verdaderamente cristiano la piedra de toque de mi condición tal es si estoy dispuesto a morir por ello -aunque, de hecho, nunca me toque hacerlo-.

Y no se crea que esta sea un pretensión desmesurada. Al fin y al cabo aún en lo humano, de alguna manera, es la postura de muchas profesiones que exigen heroísmo: médicos que asumen el riesgo de contagiarse y mueren por curar enfermos; soldados que lo hacen por su país; cualquiera que quiera con auténtica vocación ingresar en un Colegio Militar. El verdadero guerrero no es simplemente el que aprende la mejor manera de matar al prójimo -cosa que puede hacer cualquier mercenario o delincuente- sino el que está dispuesto a dar la vida por su patria. Y, ya con estar en esa disposición interior, la da, porque la tiene ofrecida, aunque de hecho nunca tenga ocasión de entrar en combate.

Lo cierto es que no a todos los cristianos el Señor les concederá el honor externo de sellar su vida de seguimiento de Jesús con el martirio. Estadísticamente los mártires son casos extremos y poco probables, salvo en épocas especiales. Sin embargo todo cristiano que lo sea verdaderamente debe estar dispuesto, aun cuando la posibilidad sea lejana, a morir por el Señor, y asumir todos los riesgos de vivir coherentemente con su fe. Y digo que el martirio es un honor, porque una rápida muerte, un paredón, puede ser menos difícil que el martirio aparentemente más pedestre, de la entrega a Dios de todos los días hecha, a veces en condiciones sumamente arduas, en el cumplimiento de nuestros deberes, en nuestra vida de oración, en nuestro no admitir componendas con el mundo o con la corrupción o la bajeza, y en la persecución física o psicológica que habremos de enfrentar inevitablemente de los enemigos de Cristo, cuanto menos nos dejemos engañar por ellos.

Tampoco a todos se les pedirá esa forma de martirio que es vivir por Cristo la pobreza efectiva, o el celibato, o la obediencia plena a sus superiores, como a través de los tres votos evangélicos lo hacen los monjes y las monjas. Al contrario: de por si no es bueno que el cristiano no prospere, ni tenga familia, ni crezca en auténtica libertad. Ordenadamente todos deberían poder contar con abundantes bienes materiales, con amores familiares humanos, con franca libertad. Pero todo cristiano tiene que estar dispuesto a renunciar a todo ello, por amor a Dios, si se presentan las circunstancias que nos obliguen a hacerlo. Como, por ejemplo, en cuánto el celibato, una separación, o la enfermedad del cónyuge o la propia, o el que, por cualquier razón, debamos permanecer solteros. También eso es vocación y llamado de Dios a testimoniar nuestra fe. O, en cuanto a la pobreza, la que puede ocasionarnos la negativa a entrar en un negocio turbio o una propuesta deshonesta, o, simplemente, una quiebra, una calamidad natural, un gobierno inepto o un gobierno ladrón.

'In dispositione animi', afirmaba Santo Tomás de Aquino, 'según la disposición interior', todos los cristianos hemos de vivir los consejos evangélicos y la posibilidad de la cruz, y no tendríamos derecho a reclamar a Dios, al contrario, si excepcionalmente, nos pidiera alguna renuncia efectiva.

Así lo de tomar la cruz y seguirle no es sino la explicación de la frase primera de nuestro evangelio de hoy: "El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mi.". No se trata de una disminución de las exigencias del amor familiar y la veneración paterna, al contrario. Es claro, para Jesús y su ambiente judío que, en el terreno de lo humano, no hay mandamiento más grande que el de 'honrar padre y madre'. Este ocupa, el primer lugar entre los mandamientos de la segunda tabla, los que no se refieren directamente a Dios. Aunque, por supuesto, siempre respaldados y subordinados a los mandamientos de la primera tabla referentes al Señor. Tan importante lugar tiene el cuarto mandamiento que lo único capaz de ponerle límites es el del amor y obediencia a Dios. No mi comodidad, no su mal comportamiento, no el que no hayan sido buenos padres, no el que me hayan abandonado, no el que se hayan vuelto seniles, solo el que, de cualquier manera, sean obstáculo para yo poder obedecer al mandamiento del amor a Dios o me impidan cumplir su santa Voluntad.

Por otra parte, cuando yo amo a Dios más que a mis padre o a mis hijos, como pide el evangelio, es cuando realmente también los amo a ellos. No es algo tan poco común: ¿cuántas veces, no tenemos que decir que no a nuestros hijos, negarles ese o aquel permiso, impedirles tal actividad o tal diversión, no aceptar en ellos tal situación irregular, enfrentando su enojo, quizá su distanciamiento, porque sabemos que eso no es lo que Dios quiere para ellos? ¿Acaso, así, haciendo lo que Dios pide, no los estamos amando mejor que si asintiéramos a todos sus caprichos e irregularidades? El verdadero amor a nuestros padres y nuestros hijos y nuestros familiares jamás se opondrá al verdadero amor a Dios.

De ninguna manera Cristo contrapone el amor a la familia y el amor a Dios ¿cómo habría de hacerlo cuando, habiéndole preguntado uno cuál era el mandamiento más grande de la ley, respondió que éste era amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, haciendo, casi, de este amor al prójimo -recto, por supuesto- como la demostración y la prueba del primera amor? Y ¿quién más 'prójimo' que nuestros padres y parientes? No se trata de oponer los amores sino de ordenarlos.

Los teólogos medioevales precisamente se ocuparon de estudiar este orden según el cual la caridad tiene prioridades. Todos ellos lo tratan. Como es el más conocido, pueden Vds. leer, en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino -en la segunda sección de la segunda parte- la cuestión 26. Allí, en trece artículos, Tomás se ocupa de ordenar las prioridades de nuestros amores.

Y, para ello, lo primero que hace es recordar la definición de la caridad. La caridad es -dice Tomás- una forma de amistad. Y la amistad es el mutuo amor según el cual los amigos participan de unos mismos bienes. De allí que la caridad, el amor teologal o sobrenatural, la amistad divina, es el mutuo amor de Dios y sus hijos adoptivos, en la cual amistad Dios nos hace partícipes y herederos de su felicidad. Ese es el gran bien del cual participamos con El en amistad: el existir divino, la infinita riqueza de su ser, de su plena felicidad.

De allí que la caridad, el amor o la amistad con Dios, sea lo que funda cualquier otro amor de caridad. Porque cuando esa caridad la encaminamos al prójimo, lo fundamental de ella será tratar de hacer que esa felicidad divina compartida llegue a aquellos a quienes amamos. Lo cual de ningún modo podría hacerse en desmedro de la caridad o amor que debemos a Dios, porque perderíamos precisamente aquello que debemos participar a nuestro prójimo: la felicidad divina o, en otras palabras, en este mundo, su anticipo: la gracia. Sería, pues, contradictorio el que por amar al prójimo dejáramos de amar a Dios, ya que por principio sin ese amor no hay caridad, no hay verdadero amor. A menos que lo que queramos participar sean solo bienes inferiores, con lo cual entonces no habría sino amores inferiores, despojados de grandeza, ausentes de caridad.

Después de presentar a la caridad, Tomás de Aquino, estudia su recto orden y, como curiosidad, les enumero -sin responderlos- algunos de los títulos de los artículos o preguntas que se hace: (3) "Si cada uno ha de amar más a Dios que a si mismo. (4) "Si ha de amarse más a si mismo que al prójimo". (5) "Si ha de amar más el bien espiritual del prójimo que a su propia vida corporal". (6) "Si algún prójimo deba amarse más que otro". (7) "Si debemos amar más a los mejores o a los más unidos a nosotros". (8) "Si hemos de amar más a los de nuestra propia sangre que a los demás". (9) "Si se ha de amar más al hijo que al padre". (10) "Si hay que amar más al padre o a la madre". (11) "Si debe amarse más al cónyuge que al padre y a la madre". (12) "Si hemos de amar más a quienes nos hacen bien o a quienes hacemos el bien".

         Interesante ¿no? Pero dejaremos las respuestas para otra ocasión. O, como nos contestaba nuestro profesor de Física en el Nacional Buenos Aires cuando le hacíamos alguna pregunta atinente a su materia: "¡Averigüe!" Y no estaría de más hacerlo, en esta época de tanta confusión y en donde si, por un lado, el egoísmo lleva a todos al 'sálvese quién pueda', por el otro, a los cristianos que quieren vivir la caridad, las carencias espirituales y materiales del prójimo son tales y tantas que uno no sabe por quien empezar, y en dónde necesariamente ha de poner límite a su acción y al círculo de sus amores, ya que no tenemos ni tiempo ni capacidad para amar a todo el mundo.

Pero terminemos diciendo -para completar nuestro comentario al evangelio de hoy- que la caridad, el amor cristiano, es tan de orden sobrenatural y tan elevadamente superior a cualquier altruismo o filantropía estériles que se queden en lo puramente humano, que aún cuando se trate de los mandamientos de la segunda tabla referentes al prójimo jamás pueden desprenderse del primero.

Siempre, en el amor a los demás, ha de estar implícito nuestro amor a Dios. "Tratalo como si fuera yo mismo", escribimos a alguien cuando le encomendamos una persona muy querida. Así hace el Señor con todos sus hijos o posibles hijos: "trátenlos como si fuera yo mismo": Aún un vaso de agua dado a alguien por ser hermano de Cristo es como si se lo diéramos al propio Cristo. El Señor, en el amor, se hace uno y solidario con aquellos a quienes ama. No podés tocar a ninguno de tus prójimos, sin rozarlo a Jesús. No podés ofender a ninguno de ellos injustamente sin que el mismo Jesús ponga la cara por él.

Y, aún a este hijo o hermano caprichoso de mi amigo, he de tratarlo como corresponde, por amor a mi amigo. En el caso del cristiano, por amor a Jesús. Y eso no quedará sin recompensa delante de Dios.

Al fin y al cabo, no encontraremos la Vida custodiando celosamente la nuestra -vulnerable, finita y mortal como es-, sino regalándola a Dios, perdiéndola por Cristo, en su amor, y en el amor a nuestros hermanos.  
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