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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2002. Ciclo A

14º Domingo durante el año
(GEP, 07-07-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré.  Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

Sermón

            Que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa es uno de los teoremas de la geometría que se aprende en todas las escuelas. Que dicho enunciado se atribuya a Pitágoras -por el mero hecho de su título: "teorema de Pitágoras"- también es harto conocido. Quién haya sido, empero, Pitágoras ya no solo escapa al conocimiento de la mayoría -que ni siquiera sabe quien es Bush o Napoleón a juzgar por la encuesta hecha recientemente entre estudiantes secundarios de Inglaterra- sino al de los mismos historiadores de la filosofía. Se trata de un personaje legendario que supuestamente vivió quinientos años antes de Cristo y cuya biografía fue escrita generaciones después de su muerte por adeptos de su escuela cuando ya se había perdido casi su memoria.

            Se le atribuye el haber sido enésima reencarnación de un espíritu que habría migrado por diversos personajes ilustres; el haber -bajo la forma de Pitágoras- viajado a Egipto, a Caldea, lugares donde aprendió arcanos saberes de boca de sacerdotes y de magos; haber conocido a Zaratustra, a Buda, a Confucio, a los yogas de la India; haber descubierto que el número estaba en el fondo de todas las cosas y, en base a ello, formado escuela de sabios y ascetas que, luego, escribieron volúmenes y volúmenes de difíciles escritos, que abrevaron en épocas muy posteriores las locuras de la cábala, la alquimia y la masonería.

            Pero lo que nos interesa de él hoy es su actitud elitista, común a tantos otros sabios de la antigüedad y de nuestros días, respecto a lo que llamaba la sabiduría, que consideraba intransmisible a la mayoría, reservada a un puñado de iniciados.

            Creó -al decir de la leyenda- en Crotona, la rival de Síbaris, al sur de Italia, donde finalmente recaló con sus huesos, una escuela de saber en la cual pocos podían ingresar y después de dificilísimas pruebas. No solo se medía en los postulantes la inteligencia, sino la aristocracia de la familia, la belleza corporal, el carácter, la propiedad en las maneras y en el hablar... Es que, como él decía: "no se debe esculpir a Mercurio de cualquier madera" ("non ex omni ligno debet Mercurius exculpi") frase luego proverbial en la literatura antigua.

            Una vez seleccionados, estos muchachos, estos efebos superdotados, pasaban un período de prueba de tres años. Recién allí, si eran juzgados dignos, podían acceder al grado de discípulos exotéricos o callados. 'Exotéricos' -de exo, afuera-, porque durante cinco años debían escuchar fuera las lecciones del maestro, que hablaba escondido detrás de una cortina. 'Callados', porque durante esos cinco años debían permanecer en silencio, -la ekemizía- sin poder hacer pregunta alguna. Solo finalizados estos ocho años de pruebas físicas y morales podían pasar adentro -eiso- de la cortina y se transformaba en 'eiso-' o 'esotéricos', ingresando ya plenamente en la confraternidad pitagórica. Ahí, sin embargo, esotéricos, debían, al comienzo, transitar el estado primero de 'acusmáticos' u 'oyentes', -'pitagoristas', les llamaban- para, finalmente, acceder al conocimiento verdadero (mázema en griego, de allí matemática) bajo la sola conducción del maestro, y, por eso, ahora si, llamados estrictamente 'pitagóricos'.

            Todo estaba organizado alrededor de Pitágoras de quien nadie pronunciaba el nombre y cuyas sentencias, por el solo hecho de decirlas él, eran inapelables: "Autós éfa", el famoso "Magister dixit", "Lo dijo el maestro." Frase en realidad tan poco sabia, tan poco científica.

            Pero hay que decir que, en esto, toda la antigüedad, tanto clásica como egipcia, babilónica, chamánica, druídica, postulaba que lo que se consideraba sabiduría era para poquísimos. La masa, el pueblo, estaba sistemáticamente excluida del verdadero saber. La 'gnosis' (el conocimiento) estaba reservada para los 'gnósticos'. El resto era considerado puramente 'psíquico' o, peor, hylico, material, pasional. Todavía Platón y Aristóteles continuaban postulando que la mayoría solo se dejaba llevar por la ceguera de la opinión y de las pasiones y que el saber verdadero lo alcanzaban exiguas minorías.

            El pueblo judío de alguna manera fue una excepción en este contexto. La sabiduría -que para ellos consistía fundamentalmente en el conocimiento de Dios, del hombre y el camino para lograr la felicidad que era la Ley, la Torah-, había sido ofrecida a todo el pueblo. La reforma deuteronómica y, luego, la estructura sinagogal y las celebraciones litúrgicas del segundo templo, a partir del retorno del Exilio -quinientos años AC, misma época en que florecía Pitágoras- estaban concebidas para hacer llegar a todo el pueblo de Israel esa sabiduría plasmada en Escrituras que se hacían leer a todos cuantas veces se podía.

            Es verdad que Israel sentía, respecto de otros pueblos, un cierto exclusivismo que los hacía ser el pueblo sabio por excelencia, pero ello se daba -según sus teólogos-, por motivos de elección divina y no por ningún esoterismo nacional, ya que de hecho sus Escrituras, llanas y en estilo popular, estaban al alcance de cualquiera. Tanto que fueron despreciadas por los filósofos griegos como infantiles y poco serias.

            Sin embargo, ya en la época de Cristo, se había producido una cierta involución: había sectas, como la de los fariseos, los esenios o los apocalípticos, que se creían los dueños de la palabra y sabiduría de Dios. Sobre todo los primeros, junto con los escribas, es decir los abogados de la época, rodeaban la simplicidad de las intuiciones primitivas con tal cantidad de explicaciones, ampliaciones y reglamentaciones que, de hecho, tornaban inalcanzable esa sabiduría al pueblo simple, el 'am ha 'arets, el 'pueblo de la tierra' -como lo llamaban- o, lisa y llanamente 'los pecadores', ya que su ignorancia los hacía contravenir constantemente, aún sin darse cuenta, las leyes de pureza.

            Así, otra vez, la sabiduría quedaba en manos de unos pocos, capaces no solo de conocerla sino de practicarla y, sobre todo, de obviarla, de evadirla. (Es sabido que no hay como los abogados y los moralistas para saber eludir las trampas de las leyes que ellos mismos fabrican para lazo de nosotros, simples e ignorantes mortales.)

            Lo cierto es que, al modo de cómo hoy nosotros vivimos, entrampados en nuestros bienes e iniciativas por la inextricable máquina de robar y de impedir en que se han transformado la ley y el Estado, y oculto el conocimiento de la sabiduría por la confusión horrísona de los medios, cada vez más pedestres, mentirosos y mercenarios, por una educación que no educa, por Universidades que, en el orden del saber de las ciencias humanas, como la filosofía, la sociología y la psicología, son cada vez más farragosas y esotéricas, sumada la pretensión de igualdad de cuanta secta, gnosis oriental, chifladura carismática quiera venderse como religión legítima, avalada por nuestra inefable Secretaría de Culto... otra vez estamos en que, no por si misma, sino por una concebida orquestación del error y la mentira, la verdad, la auténtica sabiduría, vuelve a querer ser arrinconada como patrimonio de pocos.

            Porque se da el caso que, como hemos escuchado en el evangelio de hoy, la sabiduría, el saber mediante el cual el hombre alcanza la perfección, Dios quiere hacerlo patente no a una casta cualquiera de privilegiados, ni poseedores de determinadas características étnicas, ni culturales, ni de preciso mínimo de coeficiente intelectual, sino absolutamente a todos los hombres.

            Que el cristianismo haya producido la civilización más sofisticada y rica de la historia, que haya vivificado el pensamiento humano hasta alcanzar cumbres de conocimiento e intelectualidad que no ha producido ninguna ideología hasta ahora conocida, que los mejores cerebros de la humanidad se hayan gozado en su saber y edificado sobre él monumentos de mística y enseñanzas hasta entonces ignorados, que de allí haya salido el mejor arte, la más bella música, los más excelsos y heroicos actos humanos -porque "Magister dixit" no ha sido nunca la última palabra, sino la inteligencia tratando de entenderlo-, eso no quiere decir que no haya estado también siempre al alcance de los más humildes, los más sencillos, los menos 'sabios y prudentes' para el mundo.

            Todo, en la sabiduría de Cristo, es patente, exotérico. Si alguien quiere ir más allá de las simples pero profundas verdades del evangelio para utilizar con él la más aguzada crítica de la filosofía y de la ciencia, puede hacerlo sin ocultación ni esoterismo alguno y encontrar en su mensaje continua coherencia y respuesta, como no la ha construido sabiduría alguna pagana: todo manifiesto, llano, luminoso, inteligible. Quien, en cambio, quiera quedarse solo con las verdades simples del catecismo, lo mismo encontrará en ellas el único saber que vale la pena tener para alcanzar la plenitud y lograr esa santidad que es lo único importante a alcanzar como destino de todo hombre proyectado por Dios hacia la vida eterna.

            Nadie queda excluido de este saber sublime. Nadie queda afuera del camino de la cristiana salvación ni por carencias intelectuales, ni por dificultades insalvables de poder transitarlo. Contrariamente a las falsas gnosis paganas, a las prescripciones fariseas, a los accidentados senderos del éxito en este mundo, a la sabiduría reservada del vanidoso saber catedrático de todos los tiempos, el cristianismo tiene el legítimo orgullo de haber sacado santos y sabios de todos los medios: santos reyes y santas amas de casa, santos ricos y santos pordioseros, santos blancos y santos negros, santos niños y santos ancianos, santos letrados y santos analfabetos, todos dotados de la sabiduría sencilla y simple del mensaje de Jesús.

            Ese mensaje único, pero que puede ser, sin vergüenza alguna, pluriformemente vivido: en la multitud creyente de los santuarios y las peregrinaciones, en la catequesis sencilla de los barrios de emergencia, en la liturgia sublime de las grandes catedrales, en la medulosa palabra de las encíclicas o en las sencillas frases de un boletín parroquial, en el canto llano surgido de la entraña del pueblo o en la polifonía grandiosa del gran compositor, en la mística crucificada del monje contemplativo o en la tarea cotidiana y abnegada de la oficina o del hogar, en la castidad entregada de las vírgenes o en el sacramento santo del amor matrimonial, detrás de los cristales de los lentes del teólogo y del filósofo o en la respuesta alegre y sencilla de los niños y aún de los minusválidos. Todos caben en la santa Iglesia, todos pueden alcanzar la sabiduría, todos la santidad.

            Y todo es precisamente porque ese saber vivido y asumido no se encuentra solo en los libros, ni en las facultades de teología, ni en los monasterios, ni debajo de las mitras, sino, antes que nada, en Cristo Jesús. "Porque -como dice San Pablo ( I Cor 1, 25) - la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres". Y esa sabiduría, esa Torah, se ha hecho carne sonrosada en el hijo de María y "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". El saber de Dios se hace cordial y amable -y por eso mismo es capaz de ser asimilado hasta los tuétanos- en el Hijo Jesús. Él es la amorosa revelación del Padre.

            "El que lo conoce, conoce al Padre", porque "conocer" en el lenguaje hebreo no es solo un saber teórico, sino un saber total, a la manera como dice la Escritura que el varón "conoce" a su mujer: en alma y cuerpo, en saber y amor. Es ese conocimiento amoroso de Dios el que se encarna en Cristo Jesús. Saber amable que no se estudia y menos se aprende sino amando. Con esos ojos del amor que a veces son mucho más agudos que los de la inteligencia. "Donde amor, allí visión" ("Ubi amor, ibi oculus"), decía San Bernardo. Por eso, en Cristo, la sabiduría divina se hace caricia para el hombre, paterno mimo, canto enamorado que solo puede reconocerse y saborearse también en el amor.

            Ese mismo amor que, porque es el verdadero motor de la vida cristiana, hace fáciles las cosas más difíciles, llevaderas las exigencias más arduas, livianos los desprendimientos más penosos: "yugo suave, carga liviana". No hay nada que el amor no supere ni explique ni le de luz, ni siquiera la muerte. Porque, en última instancia, la suprema sabiduría de Dios, abierta a todos, es la sabiduría de la cruz. Como también dice San Pablo: "mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos (I Cor 1,23)"

            Que en estos tiempos difíciles, sepamos, "afligidos y agobiados" como estamos, buscar a aquel que es "paciente y humilde de corazón", y en él encontremos, más allá de las complicaciones y dolores de este mundo, y de la confusión estridente de los políticos, los ideólogos, los periodistas y los vendedores de ilusiones truchas, el alivio de esa sabiduría exotérica y sencilla del amor de Jesús.

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