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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1974. Ciclo C

14º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 1-12. 17-20
En aquel tiempo: El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Id! Yo os envío como a ovejas en medio de lobos. No llevéis dinero, ni alforja, ni calzado, y no os detengais a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, decid primero: "¡Que descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a vosotros. Permaneced en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. En las ciudades donde entréis y seáis recibidos, comed lo que os sirvan; curad a sus enfermos y decid a la gente: "El Reino de Dios está cerca de vosotros." Pero en todas las ciudades donde entréis y no os reciban, salid a las plazas y decid: "¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre vosotros! Sabed, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca" Os aseguro que en aquel día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad» Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre» Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No os alegréis, sin embargo, de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo»

Sermón

Pace e bene’, ‘El Señor te de su paz’, eran los saludos favoritos de San Francisco de Asís cuando se encontraba con alguien. Y era que había asimilado bien el mensaje de Cristo. Ese Cristo que, después de la Resurrección, apareciéndose a los apóstoles, les saludaba diciendo “La paz esté con vosotros” y que, en el evangelio de hoy, propone como preámbulo y fin de la predicación apostólica. “Cuando entréis en casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Esa paz que también el sacerdote, durante la Misa, pide para todos cuando pronuncia “La paz del Señor esté siempre con vosotros” y que era la manera propia de saludar del obispo en la antigua liturgia quien, en lugar del ‘Dominus vobiscum’ como el simple sacerdote, saludaba ‘Pax vobiscum’.
Esta insistencia respecto de la paz nos ha de hacer sospechar que la paz que nos ofrece Cristo ha de ser algo más importante y valioso que la paz que vociferan los políticos desde sus tribunas, o la paz con la cual se llenan la boca los inútiles señores de la ONU, o la que está implícita en el lema hippie de ‘quiero el amor y no la guerra’, o la que pregonan los así llamados ‘pueblos amantes de la paz’, como curiosamente bautizó Stalin a los soviéticos mientras masacraban con su bota enteras naciones, ni por supuesto la paz que cantan en endechas lúgubres los poetas entre los cipreses de los cementerios, ni la paz del que no lucha y se rinde por cobardía.
No. Nada tiene que ver la paz de Cristo con esas paces de las cuales hoy tanto se habla grandilocuentemente. Porque jamás se habló tanto de paz y nunca como hoy menos paz hay en el mundo: discordias, disensiones, desunión en las familias, en el trabajo, en el seno de los partidos, en la sociedad de clases antagónicas: luchas, robos, secuestros, guerrilla, asesinatos, rebeliones, guerras; termina una comienza otra. Nuestro siglo ha producido más número de víctimas en sus guerras que la suma total de víctimas de todas las guerras anteriores de la historia humana.
Y uno se pregunta si este fracaso en la obtención de una paz como nunca deseada y declamada no se deberá a una equivocada manera de buscarla o de entenderla ¿No será que como siempre estamos buscando la cosa exterior cuando lo primero es mirar adentro?

También los discípulos de Cristo, cuando Él les anunciaba la proximidad de su Reino, pensaron que este sería una construcción social: la restauración del gobierno temporal a la manera de un David o Salomón. Tanto es así que ‑cuentan los evangelistas‑ a espaldas de Jesús se peleaban para ver qué puestos, qué ministerios les tocaría a cada uno después del golpe. Tarde se dieron cuenta de que el Reino al cual Cristo se refería asentaba sus reales no en las estructuras temporales sino en el corazón de cada uno.

Pero esto en el fondo lo saben todos respecto de la paz. No estamos hablando de combates cuando le decimos a alguno: “Hacé el favor de dejarme en paz”. Ni cuando, siendo chicos, nos peleábamos o poníamos los discos demasiado fuertes y venía mamá y nos decía: “Pero ¿será posible que no se pueda tener un minuto de paz en esta casa?”. Ni cuando una persona angustiada viene al sacerdote y le dice: “Padre, no tengo paz”.
Y ¿no es hoy común decir de una persona que vive inquieta, torturada: ‘es un tipo conflictuado’? Es decir uno en cuyo interior hay guerra, conflicto y falta de paz.

Y es allí, en el interior de cada hombre, dónde Cristo quiere traer la paz y de donde todas las demás paces exteriores han de derivarse. Y es allí, justamente, donde el mundo moderno crea conflictos permanentes, de los cuales los otros, los que salen en los diarios no son más que síntomas y efectos, a los cuales, por otra parte, cada uno apenas puede alcanzar para apaciguarlos.

Decía San Agustín que “la paz es la tranquilidad en el orden”. ¿Cómo va a haber paz, pues, si nuestro interior está ‘des‑ordenado’, si no encontramos en él nunca tranquilidad? Y ¿cómo ‘ordenar’ si no hay un norte, una meta? ¿Cómo dar paz a un hombre desorientado que no sabe lo que quiere: hoy desea una cosa mañana la otra, hoy apunta a babor, mañana a estribor? Aunque el mar esté calmo el barco se sacudirá como azogado.
Pero así estamos acostumbrados, porque el mundo no nos ofrece un norte, sino mil pequeños y fragmentados nortes que hasta se oponen los unos a los otros. Nos oferta constantemente cosas nuevas y apetitosas que desear y ambicionar; y aquello que creímos que una vez obtenido nos iba a satisfacer no nos satisface y buscamos en seguida otra cosa y envidiamos al que la tiene y odiamos a quien creemos nos impide conseguirla.
Nunca estamos conformes con nada: ni con el trabajo que tengo, ni con lo que gano, ni con el marido que me tocó, ni con la maestra, ni con el gobierno, ni con el cura, ni con nosotros mismos.
Y, además, aún más o menos conformes, aun teniendo un norte claro ¡qué difícil estar conformes siempre y tender hacia el norte sin tensiones! ¡Qué experiencia cotidiana la de nuestra profunda división interior! Estamos convencidos, sabemos que debemos hacer tal cosa o no hacer tal otra, pero somos débiles, hacemos lo contrario ¡Cuánta guerra entre lo que quiere nuestra inteligencia y lo que desean nuestros sentimientos! Sabemos que tenemos que estudiar, queremos estudiar, rezar, levantarnos temprano, pero la pereza protesta, a veces nos domina. Queremos a nuestra mujer, sabemos que debemos serle fieles, pero la concupiscencia de otras, tantas veces, nos atrae, nos quita la paz. Como dice San Pablo (Rm 7. 21s): “No hago lo que quiero sino lo que aborrezco. No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. Advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón”.

Si, señores, antes de dominar el bochinche exterior, los conflictos entre los hombres, hay que aprender a sosegar las luchas interiores.

Y es allí donde viene Cristo a instaurar su Reino y traernos su paz. “No como la da el mundo” (Jon 14, 27).
Y por eso dice Santo Tomás que tanto la alegría como la paz son frutos del amor cristiano, de la Caridad. Porque la Caridad es justamente la virtud que fija nuestro norte en Dios, que nos ordena, que nos hace amar y desear y ‑desde ya de algún modo poseer‑ por sobre todas las cosas a Dios. Y Él es el único que puede tranquilizarnos, conformarnos, darnos paz. Porque ya lo decía San Agustín: “estamos hechos para Ti señor y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Ti”.

Por eso, algo de razón tiene quien no está conforme con su marido, su trabajo, su sueldo, su gobierno, su maestro, porque nada de eso puede realmente conformarnos. Solamente Dios puede llenar nuestras ambiciones y es inútil tratar de colmarlas con las cosas que se nos ofrecen esta tierra. Pero si poseemos a Dios por la caridad en nuestros corazones, entonces, en el fondo, nos dará lo mismo tener buen o mediocre marido, poca o mucha plata, un Fiat 600 o un Torino, más de uno ochenta centímetro de altura o menos de uno sesenta. “Nada te turbe,/ nada te espante,/ todo se pasa,/ Dios no se muda./ La paciencia/ todo lo alcanza; / quien a Dios tiene/  nada le falta:/ sólo Dios basta” decía hermosamente Santa Teresa.
Lo mismo respecto a la discordia interior: el mismo San Pablo, después de describir la lucha entre lo que quiero y lo que no quiero, terminaba diciendo “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de esto? ¡Gracias a Dios: Jesucristo Nuestro Señor!” Si, también el amor a Cristo, su imitación, su gracia, la caridad, irá pacificando paulatinamente nuestros conflictos interiores para que finalmente instauremos la paz adentro de nosotros en la hegemonía plena de la fe y la caridad sobre nuestras pasiones.
Todas las demás paces, si no construidas sobre ésta, son pamplinas y ninguna sociedad humana ni familia, ni ciudad, ni Estado, ni mundo podrá ser realmente pacíficos si no se construyen sobre hombres pacificados.
Se lograrán quizá temporalmente remedos de paz. No la única y auténtica paz que solamente Cristo puede dar.
Que la paz del Señor este siempre con ustedes.

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