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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1999. Ciclo A

14º Domingo durante el año
(GEP, 04-07-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré.  Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

Sermón

Solemos pensar que en la época de Jesús el pueblo era ignorante y analfabeto. Sí lo era en gran parte de lo que constituía entonces el imperio romano; pero de ninguna manera entre los judíos. Aún en los caseríos más pequeños, allí donde existía una sinagoga, los niños de Israel debían concurrir, a partir de los cinco años, a aprender a leer y escribir, y debían hacerlo, generalmente, hasta los trece años.

Esto obedecía a que, a diferencia de otras naciones, Israel, desde la época del exilio, siglo VI antes de Cristo, dependía en su conciencia nacional, en su ser, de la Escritura, del Pentateuco. Ya desde aquella remota época la pertenencia o no al pueblo judío no se supeditaba al nacer o vivir en un territorio determinado -como nosotros los argentinos, que en estos tiempos es lo que apenas nos une-. Lo que hacía de patria común de los judíos no era una superficie cuadrada, sino una cultura y una manera de ubicarse en el mundo, en cualquier parte, con idiosincrasia propia: según el texto de la Ley. La Ley en la acepción judía; es decir, fundamentalmente, el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia de nuestros días. No solamente normas, sino modo de ver, forma de juzgar y de actuar.

Los textos, por supuesto, no estaban difundidos masivamente, como después de Gutenberg. Era caro comprar un manuscrito. Para eso se reunían en grupos, llamados precisamente 'reuniones' -o, en griego, 'sinagogas'-, que adquirían no solo el rollo manuscrito de la ley, sino el lugar -que también luego se llamó sinagoga- donde reunirse para leerla. Los pueblitos pequeños podían tener apenas un ejemplar y, por lo tanto, también un solo edificio donde guardarlo y reunirse. Las ciudades más grandes tenían más. Jerusalén, por ejemplo, en época de Jesús, tenía entre 400 y 500 sinagogas. Varias por cuadra; algunas pertenecientes a judíos que vivían en el extranjero y que las usaban solo cuando peregrinaban a Jerusalén.

Pero es claro, poco a poco, la lectura y explicación de la Escritura exigió que hubiera quienes se dedicaran a estudiarla de modo especial. Sobre todo teniendo en cuenta que el mero texto del Pentateuco, tan arcaico, no solo a veces se hacía difícilmente comprensible, sino que no respondía a situaciones e interrogantes nuevos. De tal manera que a las viejas leyes, debieron añadirse lentamente, interpretaciones y comentarios que, poco a poco, alcanzaron una envergadura tal que desbordaban totalmente la capacidad de asimilación y la memoria de las mayorías y solo podían ser conocidos por quienes se dedicaban a su estudio. Esta legislación complementaria -que pronto adquirió la misma autoridad del Pentateuco- transmitida al comienzo por tradición -'la tradición de vuestros mayores' la llama Jesús- se fue reuniendo posteriormente en diversos volúmenes que son los que finalmente integran hoy el llamado Talmud (la 'enseñanza', la 'instrucción'), el gran libro sagrado de los judíos, compilado en su forma actual después del siglo VI de nuestra era.

Esto ya era materia, pues, de especialistas. De tal modo que, a los trece años, cuando la mayoría de los judíos paraban sus estudios para ponerse a trabajar, ¡y a casarse! había un grupo minoritario que se decidía a continuar aprendiendo y estudiando la llamada Ley, la Torah: el conjunto del Pentateuco y las tradiciones. Debían para ello inscribirse como discípulos en escuelas a cargo de ilustres conocedores de la ley, llamados 'doctores'. Doctor etimológicamente quiere decir eso: 'enseñante', 'docente'.

Algunos doctores tenían aulas propias, pero la mayoría de las escuelas de Jerusalén funcionaban, por ejemplo, en los pórticos del atrio del templo, especialmente en el larguísimo pórtico de Salomón, el extendido corredor techado que bordeaba ese enorme patio. Es allí cuando, a los doce años, ya casi terminando los estudios primarios, lo encontramos a Jesús dialogando con esos profesores. Lo cual no era tan inusual para los muchachos de su edad.

Escuelas de este tipo las había por todo el imperio romano -allí donde hubiera una comunidad judía más o menos importante-, aunque las más prestigiosas estaban en Jerusalén, el Oxford o Cambridge de la época. Eran verdaderas facultades, ya que los doctores se reunían en colegios o gremios -a la manera del Colegio de Escribanos- y determinaban cuando un discípulo avanzado podía tomar alas propias e instalarse a su vez como profesor, es decir, como doctor. Y le daban el título, al parecer, imponiéndole las manos, a la manera como hoy se ordena a los curas.

Aunque no llegaran todos a doctores, es decir profesores capaces de tener discípulos, todos salían con el título de escribas. (Sería la diferencia que existe hoy entre un Doctor en Jurisprudencia y un Abogado, aunque aquí a todos se los llame 'doctores'.) En tiempos de Jesús estos escribas y doctores habían alcanzado una importancia e influencia desmesurada: dirigian sinagogas y tribunales, legislaban en materia política, comercial y religiosa, eran los consejeros obligados de todos los judíos. De hecho eran más importantes que los sacerdotes. Los sacerdotes, en realidad, eran meros sacrificadores de animales en el templo. Era un cargo hereditario que no exigía demasiada ciencia, y su oficio se desempeñaba solo en el único templo de Jerusalén. Los escribas, oficio de vocación al cual cualquiera podía acceder, estaban, en cambio, distribuidos por todo el mundo, allí donde hubiera judíos, tenían ascendiente universal. Eran enormemente respetados por el pueblo, que iba a ellos a solventar todas sus dudas doctrinales, legales y religiosas. De tal manera que terminaron llamándolos "monseñores", en hebreo "rab-í" o "rab-ino"; o, también, "maestros", en el sentido etimológico de la palabra, de 'magis', más, 'magister', 'el que es más que uno' -nada que ver con muchos de nuestros lamentables maestros actuales y sus carpas-.

'Escribas', 'maestros', 'rabinos', 'doctores de la ley', son, pues, en nuestro evangelio, expresiones casi sinónimas.

Ciertamente estos doctores se suponía que no eran meros eruditos o conocedores de la ley, como los abogados de hoy en día, sino que, se entendía, debían obligarse a vivir, al menos públicamente, de acuerdo a la ley que enseñaban. Se reconocían por la austeridad de su indumentaria y por llevar casi constantemente, en la frente y en la manos, 'filacterias, que para ellos eran más grandes que para el común de la gente; por el tono recogido y sentencioso de su lenguaje y, en principio, por la pureza y honestidad de sus costumbres. Se imponían a si mismos -decían-, en vocabulario técnico, el yugo de la ley o -también decían- la carga de la ley.

El problema es que también querían imponérsela a los demás.

La mayoría de estos escribas y doctores de la ley formaban parte, en efecto, del partido de los fariseos. Etimológicamente, los 'separados', los 'distintos'. Y eran precisamente distintos porque, como escribas y doctores, sabían al pie de la letra hasta el punto y la coma de la ley con todos sus comentarios y vericuetos. Aunque entre ellos había honestos y sinceros eso no quiere decir que todos lo fueran. Como, con el tiempo, adquirieron descomunal poder e influencia, muchos se hacian escribas o fariseos para poseer ese poder y no para cumplir en serio con Dios.

Por otra parte, es sabido que el que mejor conoce la ley es el que más atajos encuentra para no cumplirla. No por nada los mejores asesores de impuestos -para eludirlos- son los ex empleados o ex funcionarios de la DGI.

Lo que era un peso insoportable para el pueblo que pedía consejo o justicia -como hoy para el que quiere cumplir con todos los absurdos impuestos que se imponen y todas las reglamentaciones que excogitan legisladores y concejales (muchas veces para después coimear en las exenciones)- era sencillísimo para estos fariseos y doctores de la ley, que se movían entre artículos y contrartículos como peces en el agua.

El judaísmo se había convertido así en propiedad de los escribas, de los jurisconsultos, de los teólogos, de los que sabían, de "los sabios y los prudentes"... Los demás, la inmensa mayoría del pueblo, se encontraba condenada a vivir perpetuamente en la infracción, en lo que los doctores de la ley llamaban 'impureza', en el 'pecado'... La gente de la tierra, los 'am haares', los pequeños, los llamaban despectivamente los fariseos. La única manera de acercarse a Dios era mediante el conocimiento de la Torah que ellos tenían y el seguimiento imposible de las normas que había para cada ocasión, para cada momento del día, para cada acción en la familia o en el trabajo... Cumplir era impracticable. Un peso insoportble. Se sentenciaba a la mayoría a la lejanía de Dios, a sentirse permanentemente en pecado, en falta, a desesperar de la misericordia de Dios, que solamente podía obtenerse en el negocio del cumplimiento de la ley, de la moral, de la legislación farisaica...

El pasaje del evangelio que hemos leído hoy nace en polémica con toda esta mentalidad. En polémica muy concreta, porque la mayoría de esos sabios y prudentes, doctores de la ley -salvo excepciones- no aceptan a Jesús; lo rechazan. Es en cambio la gente sencilla -lo cual no quiere decir la gente no inteligente o no preparada- la que le recibe. El conocimiento de Dios -replica nuestro evangelio de hoy- no se obtiene en la Torah, en la ley, en la moral, sino en el rostro amabilísimo y queridísimo de Jesús, en el Hijo. Allí reconocemos a Dios, el Señor del cielo y de la tierra, no solo como creador, como legislador, como juez, como gobernante, sino como Padre. Allí en ese amadísimo semblante del hijo de María, entrevemos el misterio sublime de esa paternidad divina que se despliega en puro amor.

A Dios no se lo halla en los códigos y en los libros y en los tratados de teología, sino, viviente, en Jesús. El es el único que conoce al Padre; no hay ningún otro lugar en donde lo podamos encontrar plenamente, ningún tratado, ninguna ideología, ninguna otra religión. Nadie lo conoce -dice nuestro evangelio- sino El "y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". No una conferencia, no una prédica, no una larga y erudita bibliografía: Cristo vivido y rezado y amado y seguido...

Atraen a Jesús no los que hablan bien de Él, sino los que lo siguen.

"Vengan a mi", "síganme", no "estúdienme", "piénsenme", "obedézcanme"... Es la atracción misteriosa de los santos, de los hombres y mujeres de Dios... El Padre Pío, cuyo santuario este año fue el lugar de mayor peregrinaje del mundo -¡más que Lourdes!-: millones de personas, sin propaganda, sin libros, sin especiales enseñanzas... La difusión prodigiosa de una madre Teresa de Calcuta, huérfana de retórica y filosofías y teologías, pero rica de Dios, llena de Jesús....

Allá si va la gente sencilla de toda condición, sea instruida o no. No a las clases de teología, no a las cátedras de moral...

Nadie dice que el estudio no sea necesario, que el saber no es importante y que una enorme deficiencia de pensar e instrucción aqueja a los católicos que, también por ello, caen en manos de las sectas y de la incredulidad... Pero con el puro entender no podemos llegar a Dios. El puro saber puede convertirse en un mero gozo estético para el católico instruido, una ocasión de vanagloria, de irónico desprecio a los demás, una mayor ocasión de pecado -porque 'al que más se le ha dado más se le pedirá'-, si no es acompañado por el seguimiento de Cristo, por la simplificación de todo saber en el momento de encuentro lleno de humildad y de ternura con Jesús al pie de su cruz, en el silencio elocuente sin teologías ni discursos del sagrario, en el apretón de amor de la comunión con El y en la proyección de ese amor -abrazado, besado y absorbido en oración- a los nuestros, a los demás.

La pobre razón humana se marea en el abismo de luz del rostro de Jesús donde se revela y asoma el amor del Padre. Fabrica tratados y divisiones, forja conceptos y definiciones, edita libros, escribe artículos, funda Facultades, dialoga con la ciencia, con la filosofía, con otras religiones... y puede perderse o marearse en ese maremagnum de saber y de nociones....

Aún el mismo que, tratando de encontrar la fe, indaga y lee, o, intentando descubrir el sentido del mundo, analiza y calcula, corre el riesgo de extraviarse en la literatura complicada de los llamados filósofos, en sus distintas lucubraciones, en su vocabulario difícil, en sus respuestas eruditas, sus dudas, sus escepticismos ...

Solo, tu intelecto es incapaz de encontrar a Jesús. Siempre habrá una pregunta más que te hagas, una duda que te quede irresuelta, un campo de saber que todavía no has podido estudiar. Hasta que no te decidas a seguirlo, hasta que no te entregues a Él no lo hallarás.

No vayas a la escuela de los escribas, no te hagas del partido de los fariseos, no te pongas a estudiar solo en los libros las cosas de Jesús, ni corras a escuchar a tal o cual predicador. Ve a El, a Jesús. Síguelo; sigue al que te llama...: "Ven a mi", tú, afligido y agobiado, tú que no encuentras respuestas en los libros, tú que no eres convencido ni por las clases ni por las oratorias ni los argumentos, tú que dudas, tú que estás lejos, tú que sufres y las palabras de consuelo te suenan vacías, tú que temes sus exigencias... "¡Ven!"

En El -no mirándolo, sino siguiéndolo, de la mano de María-, en El encontrarás la claridad, todo se simplificará: tu saber y tu moral y tu cultura y tu filosofía y teología y tus dudas y tus perplejidades y tus búsquedas y tus penas y oscuridades... En El encontrarán luz y sentido. En su paciente y humilde corazón hallarás por fin alivio, con su yugo suave y su carga liviana.

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