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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972. Ciclo A

15º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 1-23
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!". Los discípulos se acercaron y le dijeron: "¿Por qué les hablas por medio de parábolas?". El les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure. Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron. Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador. Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno".

Sermón

En realidad, hoy, el predicador no debería decir nada. El mismo Jesucristo se ha dignado explicarnos su parábola. “Allí donde el Verbo de Dios se ha pronunciado”-decía explicando esta misma parábola San Gregorio Magno - “el verbo del hombre debe callar ”.

Deberíamos escuchar y, luego, en silencio, meditar.

Pero ¿cómo hacer para lograr este bendito silencio, si es el soberano ausente de nuestro mundo? El silencio, desaparecido, no existe más.

En su lugar reina, tirano, el ruido. El bochinche se ha hecho parte inseparable de nuestra existencia cotidiana. No hay tiempo ni lugar donde no nos alcance la música o la palabra –o, mejor, la algarabía y la cháchara-. Y no hablo solo del estrépito que atraviesa el sentido del oído, sino también del que entra por nuestros ojos, del que pulula en nuestra imaginación, en preocupaciones, pensamientos inútiles, ilusiones, del bullicio que sale constantemente de nuestros labios.

La propaganda nos grita con sus afiches en cada esquina, en el techo del subterráneo, en las paredes de los rascacielos. La negrura de las noches -hechas para el silencio y la oración- se puebla del palpitar constante, en verde y rojo, de los carteles luminosos, de las vidrieras encendidas como diamantes. Los parlantes atruenan los barrios, las bocinas destrozan los nervios, la gente parece que no puede hacerse entender sino vociferando.

Y hasta en el interior de nuestras propias casa nos invade la televisión; y las radios nos persiguen hasta las cocinas y los baños.

Y ni siquiera se detiene el ruido a las puertas de nuestros templos. La liturgia, otrora serena, de la Iglesia, parece haber sido contaminada de verborragia, guitarras, bombos, cantitos ruidosos o pavos, alharaca.

No queda ni el recurso de irse al campo o afuera, porque nos siguen a todos lados las diminutas radios a transistores.

¿Y no vemos todos los días, caminando en la calle, parados en el colectivo, el extraño espectáculo de gente en simbiosis con sus radios a través de la cufia, ajenos a todo menos al sonido que llena sus oídos?

¡Llena! Así no se llena nada.

Vivimos una época de terrible vacío interior. Los hombres apenas piensan, no meditan, no se detienen, no reflexionan, no contemplan. Necesitan que alguien piense por ellos, ser llenados desde fuera: lo que dice la revista, el locutor, el periodista.

Solo lo que impacta nuestros sentidos desde el exterior nos hace reaccionar. Vivimos constantemente sacudidos por fuera, con la apariencia de vida del movimiento de las hojas muertas arrastradas por el viento; o de esas manos artificiales que e pegan en los parabrisas y que saludan cuando de mueve el auto. Adentro, propiamente, nada.

Las cosas ya no valen de por sí, sino por el ruido de que se rodean. Vende más no el mejor, sino el que hace la propaganda más eficaz. Gana las elecciones el que más estrépito ha hecho en la campaña electoral. Llega a la fama la actriz más escandalosa.

Pero el ruido no llena; y el hombre sigue vacío por dentro aunque se martillee los tímpanos y haga explotar de cambiantes colores sus retinas. ¡Quién no sabe la penosa sensación de vacuidad y tristeza que deja en la casa un televisor descompuesto, una radio que no funciona, una vecina charlatana que deja de visitarnos!

Hace poco leí un cuento de fantasía científica en que el autor imaginaba una ciudad del futuro. La gente se había acostumbrado tanto a la radio que, desde su niñez, les injertaban dentro del oído un diminuto receptor que funcionaba constantemente. Era, al mismo tiempo, una manera de manipular al pueblo. Un día –cuenta el autor- por una falla técnica, la central deja de transmitir. Y la gente queda en silencio frente a si misma, frente a los demás. Debe enfrentarse con su oquedad de rebaño, de seres solitarios sin verdadera comunicación humana. El vacío es espantoso: histeria, conmoción, pánico general. Por poco rato. El defecto es subsanado, se reanuda la transmisión y la gente -calma de inmediato- prosigue su vida de autómatas.

Y, sin embargo, las grandes cosas, señores, los grandes acontecimientos de la vida, nacen y crecen en el silencio.

“¡Dicen los sabios que un día os apagaréis!” –gritó el gusano de luz a las estrellas. “Y las estrellas no respondieron”.

En el silencio de la eternidad, el Padre engendra a su Hijo unigénito. En el silencio de los tiempos pronunció la palabra que creó al mundo. En el silencio de María, Jesús se hizo uno de nosotros. En la majestad del silencio de la Cruz, Cristo nos salvó.

Todas las cosas que valen realmente la pena han nacido del silencio: las obras del genio, las sinfonías, los inventos, la pintura, la poesía. El silencio elocuente de los enamorados.

Pocas palabras hay que merezcan ser pronunciadas y menos aún que merezcan ser oídas. Dios dijo todo lo que tenía que decir en una sola: la Palabra por excelencia, el Verbo. María apenas habla en el Evangelio.

La palabra que no pronunciamos –dijo un poeta- florece para los ángeles ”. “Cuando los labios callan, las almas se despiertan y emprenden su trabajo

Calla; o di algo mejor que el silencio”, decía Pitágoras.

Porque la palabra no es el ruido que producen nuestros labios, sino lo que significa en nuestras inteligencias y nuestros corazones. “¿Qué interesa el alboroto de tus labios, si mudo permanece el corazón? ” “Solo la palabra engendrada en el silencio vale la pena ser dicha

No hay peor mudo que el charlatán. Ni peor sordo que el que está escuchando constantemente. Ni ciego más ciego que el que está con los ojos abiertos todo el día.

Por eso, citando a Isaías, Jesús afirma: “Miran y no ven; oyen y no escuchan ni entienden”.

Es el silencio, lejos de las espinas sofocantes de la zarabanda cotidiana, -el silencio del que ora y medita: no solo carencia de ruido, sino plenitud de ser y de conocer y de amar-, la tierra fértil donde el sembrador siembra su semilla -susurro potente de Dios- y allí da fruto. “ Ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno.”

Y, si así es, “felices los ojos de ustedes, porque ven. Felices sus oídos, porque oyen” .

“Les aseguro que muchos”, ayer, hoy, mañana, “desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron” .

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