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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972. Ciclo A

16º Domingo durante el año
23 Julio 72

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 24-43
Y les propuso otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: 'Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?'. El les respondió: 'Esto lo ha hecho algún enemigo'. Los peones replicaron: '¿Quieres que vayamos a arrancarla?'. 'No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, corren el peligro de arrancar también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero'". También les propuso otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas". Después les dijo esta otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa". Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Hablaré en parábolas, anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo. Entonces, dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña en el campo". El les respondió: "El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno, y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles. Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal,y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!

Sermón

Una de las enfermedades más características de nuestra época es la impaciencia, el no saber esperar, aguardar, tener calma. Todas las ambiciones, todos los caprichos, todas las ilusiones ansían ser materializadas en el acto. Quisiera tener esto ya, ahora, inmediatamente. Me resulta insufrible soportar el compás de la espera, la maduración, el lento crecimiento. Cuando por los caminos de la vida apenas puedo dar algunos pasos vacilantes, quisiera ya recorrerlos a grandes trancos; o perseguir con mis alas de aprendiz el vuelo de los cóndores.

El hermano menor no sabe esperar llegar a la edad del mayor para actuar como él El chiquilín quiere tener los mismos derechos y libertades del adulto. El adolescente agota prematuramente las vivencias reservadas a edades más maduras. Se despierta su inteligencia con dos o tres verdades mal asimiladas en el secundario o la universidad y, sin esperar la criba de la experiencia y la madurez, se pone a juzgar sobre cualquier cosa con el cartabón de su ilustrada ignorancia. Las parejas núbiles no esperan al matrimonio para jugar con sus debilidades disfrazadas de cariño. Cursos acelerados. Aprenda en tres meses. Si le gusta, cómprelo ahora y lléveselo. Pague después.

Todo lo que signifique esperar representa un martirio. Quiero estar bien y ahora tengo que estarlo. ¿Qué es eso de esperar, como nuestros abuelos? Ir acumulando los pesos poco a poco, mejorando paulatinamente. ¡Ya! debo tener todo servido a la mesa. El estar bien es el punto de partida, no, como antes, el punto de llegada después de laboriosa subida.

Y ¿qué de la impaciencia de los pueblos, alimentada por la demagogia? No se tolera ninguna situación intermedia, de trabajo, de ascenso, ahora, en este instante, todos deben estar bien. Hay que repartir la riqueza injustamente distribuida. Nadie piensa que antes haya que producirla. Y, lo mismo, cualquier clase de dirigentes, desde presidentes a directores técnicos. Tienen que ser perfectos. Si no tienen éxitos inmediatos hay que cambiarlos, son ineptos. A probar otra cosa.

Pero la realidad, señores, tiene su inercia. Ni yo, ni mi familia, ni mi club, ni mi país, pueden cambiar de un día para otro. El ser humano no es un ángel atemporal que, en un abrir y cerrar de ojos, pueda decidir su destino. El hombre es un ser ‘distribuido' en el tiempo y no puede prescindir del tiempo para construir nada duradero.

Sí. Todos leímos, cuando chicos, los cuentos de hadas en que la varita mágica hacía surgir repentinamente, en medio del desierto, hermosos castillos, o cubría, en un santiamén, las mesas vacías con viandas magníficas y soberbia vajilla. ¿Quién no ha aprendido luego, en la dura experiencia de la vida, que no existen varitas mágicas y que, para construir castillos, se necesita ir añadiendo, uno a uno, los ladrillos?

Pero los cuentos de hadas sigue martillando el subconsciente de las gentes y las fantasías, llenas de ilusiones destinadas al fracaso, de los aspirantes a ganadores del PRODE y de los compradores de billetes de lotería. O los revolucionarios de Utopía.

Lo decía la antigua sabiduría tana: “Chi va piano va lontano”. Los cursos acelerados poco sirven. Todo aprendizaje, todo crecimiento, debe respetar su ritmo natural. El niño no se hace hombre de un día para otro. Ni virtuoso con solo leer los mandamientos. La semilla no se hace árbol en veinte segundos. Soy perfectamente incapaz de tocar una sonata cuando me siento por primera vez al piano. No puedo ejercer la medicina, por mucho que tenga ganas de curar, sino después de largos años de aprendizaje. Ni me pongo a soplar y hago botellas.

Saltar etapas, prescindir de las estaciones intermedias; pasar de ‘a' a ‘d' sin tocar a ‘b', solo puede conducirme al fracaso.

El pueblo que quiere vivir como rico sin serlo, sin haber antes construido un país, se hunde cada vez más en el desastre. El que se compra un manual de ajedrez y pretende hoy mismo enseñar a Karpof, cae en el ridículo. El alumno que procura dar clases al profesor es un estólido. El mozalbete que intenta actuar como los mayores es irrisorio. El que, en la mesa del café o en los corredores universitarios diga tener fórmula mágica e instantánea para solucionar los problemas del mundo y de la Argentina es un papanatas.

No hay soluciones ni fórmulas mágicas instantáneas para ningún problema verdaderamente humano.

No: nadie sabe esperar.

Y, para peor, junto a esto, existe como una especie de intolerante perfeccionismo. Basta que ‘algo' vaya mal, para que ‘todo' vaya mal. No nos conformamos sino con lo mejor, nada de lo que tenemos nos satisface. Siempre quisiéramos más. Nunca estamos contentos con nada; a todo encontramos defectos, carencias, tachas.

En la ilusión del noviazgo construimos un ídolo de nuestro novio o novia: un proyecto estupendo de nuestro amor. Al primer desengaño de la realidad limitada –desengaño inevitable, pues no existe el varón ni la mujer perfectos- el ídolo se derrumba y, de maravilloso, pasa a ser pésimo.

El presidente que sube entre vivas y aplausos, suele retirarse entre gritos y abucheos. Hacemos nuestras esperanzas e ilusiones más grandes que las cosechas. Y, por eso, estamos siempre descontentos de nuestra situación, de nuestra mujer, de nuestro grupo, de nuestro trabajo, de nuestro país.

Y todo eso lleva necesariamente a la inestabilidad, al cambio, a la revuelta, a la intransigencia, a la intolerancia.

Algo de eso ha ocurrido también en la Iglesia. Vean ustedes hoy la fiebre de cambios que enloquece a los católicos. Nada está bien, todo debe ser cambiado, renovado, destruido, hecho de nuevo. Todo lo pasado es criticable. Y, en lo presente, el más leve descontento es pretexto para la defenestración y la mudanza. Ni siquiera se da tiempo a la adaptación, al amoldamiento. Lo que hasta ayer estaba bien, porque hoy hace arrugar la nariz al curita moderno o a la monjita progresista o al jovencito de melena, debe ser enterrado y suplantado por alguna genialidad más al tono de los tiempos.

Hay como un afán desmedido de modificar a la Iglesia en todo aquello que parezca inadecuado al mundo. La Iglesia tiene que llegar a ser una institución perfecta. Por supuesto, según ‘mis gustos'. La sociedad ha de ser perfecta. Mi mujer, perfecta. Mis amigos, perfectos.

¡Claro que tenemos que tender a la perfección! Y un día, esperamos, seremos perfectos. La Iglesia será perfecta y la sociedad también. Pero no aquí; en el Cielo.

Y, si bien es cierto que no podemos cruzarnos de brazos y resignarnos a cualquier cosa, también es verdad que el dogma del pecado original debería enseñarnos que es inútil e iluso pretender el paraíso en esta tierra –la cizaña crecerá siempre junto con el trigo- y que lo poco de bueno auténtico que podemos conseguir aquí no se construye en la impaciencia de las revoluciones y cursos acelerados, sino con el tesón perseverante de nuestros esfuerzos desplegados en el tiempo, “ como el grano de mostaza que un hombre sembró en su campo y, lentamente creció. Y se convirtió en un gran arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas”

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