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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1994. Ciclo B

16º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos    6, 30-34
Los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. El les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco.» Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.

Sermón

             Hay un dicho que, desde la época de San Bernardo, corre entre los religiosos que dice: "Máxima poenitentia, vita communitatis". La máxima penitencia es la vida de comunidad.

            Parece un diagnóstico algo severo respecto de la posibilidad de llevarse bien entre los seres humanos. Sin embargo ya en nuestra época y constituyéndose en una de las frases más célebres de este siglo Jean Paul Sartre ha afirmado algo muy semejante ¡y agravado!: "El infierno -ha escrito- son los otros".

            Y Sartre trataba de justificar su afirmación, y explicaba en qué consistía este infierno. Según él, este infierno estaba constituido esencialmente por la mirada de los demás. La emergencia y realización de cada hombre -decía- es una soledad combatida constantemente por la mirada de los demás.

            Porque -continuaba- aquello que hay de propio e individual en mi yo, el carácter de subjetividad, de mío, permanece totalmente cerrado para aquellos que me rodean. Cuando se conoce a alguien, se le conoce siempre como otro, como aquel que está frente a mi y de quien tengo una idea. Incluso, podría decir -como sostiene gran parte de la filosofía moderna- que soy totalmente incapaz de conocer al otro; solo conozco la idea que me hago de él. El yo, la subjetividad propia de aquel que se me enfrenta y que lo constituye radicalmente como persona, no lo alcanzo: solo lo puedo pensar como objeto de mi conocer, no como sujeto, no su subjetividad. No lo conozco a él, conozco el concepto que de él me fabrico, conozco una modificación de mi propia mente, de mi propio yo.

            Y eso es precisamente -para Sartre- lo que torna solitaria mi existencia e infernal mi trato con los demás, ya que ellos, al no poder conocerme en mi propio yo, en mi subjetividad, me objetivizan, me cosifican. La mirada de los demás me transforma en objeto, en cosa; me asesina. Sufro constantemente lo que Sartre llama la "honte", la vergüenza, de ser mirado. La mirada del otro me reduce a la esclavitud -como diría Hegel- de tener que ser para él lo que él piensa de mi.

            Pero más grave aún: porque al mismo tiempo que el otro con su mirada altera mi existencia, también altera mi universo. "El otro roba mi mundo", sostiene Sartre. No materialmente, como diría un marxista, sino simplemente porque lo mira, y al mirarlo lo organiza alrededor suyo, le confiere el sentido que su libertad elige, el ángulo de su propia mirada irreducible a la mía. Lo que yo soy y lo que las cosas son para mi, entran siempre en conflicto con la mirada del otro.

            ¿Qué puedo hacer? Devolverle la mirada -aconseja Sartre- a mi vez cosificarlo, hacer de él un objeto en el mundo, negar su libertad... Mi libertad de mirar, luchando con la suya.

            Con más profundidad escribía Hegel: "cada conciencia busca la aniquilación de la otra"... Y Freud, desde el psicoanálisis, sostiene algo parecido.

            Claro que así, entonces, realmente los otros son el infierno.

            Pero ¿será cierto que inevitablemente el trato con el otro tenga estas características sartrianas?

            No: la sana filosofía sostiene que, al menos en principio, el hombre tiene la posibilidad de conocer la realidad tal como es. El hecho de que la mayor parte de las veces no la conozca sino a través de sus esquemas, sus aprioris, sus tres o cuatro ideas adocenadas, o lo que él u otros conciban arbitraria o ignorantemente sobre ella, no se debe a una incapacidad intrínseca al modo de conocer humano, sino al mal uso de la inteligencia, a la ignorancia.

            Por eso, contra Sartre el sentido común dice: no necesariamente conozco de las personas y del mundo que me rodea solo lo que pienso de ellos: ese pensamiento puede ser un contacto real, objetivo, verdadero con la realidad, si con humildad y tesón intento lograrlo, descubrirlo...

            Pero, al mismo tiempo hemos de reconocer con Sartre que la mayoría de las veces -y más aún en este nuestro mundo actual- no conocemos ni juzgamos a los demás, a los acontecimientos y a los seres como son, sino según la idea que de ellos tenemos, según nuestros aprioris y prejuicios, según nuestros puntos de vista limitados, según las cuatro o cinco ideas paupérrimas que tenemos en nuestra mollera, según, incluso, nuestros deseos.

            Peor aún: vemos la realidad no con nuestra propia mirada, sino con la que nos presta la propaganda, el cine, la televisión, los diarios, Neustad, Eliachef, los periodistas, el influjo de nuestros conocidos, la falsa educación, a lo mejor recibida en la escuela, en el colegio, en la universidad... La mirada de los falsos pastores

            Y el problema se agrava si pensamos que la inteligencia, nuestra capacidad de conocer, no trabaja aislada: depende en su funcionamiento de nuestra capacidad de amar, de querer. Porque es verdad que el puro conocimiento es incapaz de entrar en el yo ajeno, sin transformarlo en objeto, en un él o, peor, en un ello que cosifico con mi mirada; pero el ser humano se abre al otro no solo en el conocer sino en el amar y, en el amor, tengo la posibilidad de hacerme uno con ese yo ajeno, compadecer con él, en una corriente de mutua simpatía o empatía unificante que me permite compartir la experiencia de aquel yo, la novedad de la persona que conozco y amo.

            Esto se da, por supuesto, en la hipótesis del verdadero amor, el amor que afirma al otro como otro, el amor de benevolencia, de amistad, no de mera concupiscencia: amor que busca el bien del ser querido, que lo afirma en su persona, lo respeta en su subjetividad y no lo usa para sí ni lo reduce a sus conceptos.

            Pero ¿es común este tipo de amor en nuestra sociedad actual? ¿no son más bien nuestros vínculos con los demás relaciones cerradas de egoísmos que se encuentran, cada uno tratando de absorber al otro para si, para el propio provecho? ¿no son acaso el amor sentimental o erótico los únicos que parece conocer nuestra era; quereres por esencia egoístas, concupiscentes, narcisistas, como ya sostenía Aristóteles y reafirma Freud?

            Y entonces, si el verdadero amor no abunda, ni la mirada humilde, sin aprioris deformantes, es evidente que la descripción sartriana coincide con lo que es, en su mayor parte, la sociedad que nos rodea y nuestras mutuas relaciones. Ovejas sin pastor asesinadas por la mirada de los lobos.

            Claro que así nos encontramos sumergidos en el infierno de los demás. La mirada cosificante de los otros me atropella constantemente. La sociedad masificante me vende un modelo 'standard' de ser humano y a él tengo que ajustarme. Si no soy como los demás piensan que debo ser, sufro la vergüenza, la honte, del ser mirado. No puedo ser auténticamente en mi libertad: se me imponen pautas de conducta, maneras de ser, de amar, de comportarme, de vestirme -o desvestirme-, de ser varón o de ser mujer, ajenas a mi manera profunda de ser, a mi vocación cristiana, a mis deseos innatos de nobleza... Los medios masivos de comunicación, la moda, lo que hace todo el mundo, miran sartrianamente a mi yo... Actuar de modo distinto a lo que la mayoría espera o hace, me convierte en un bicho raro, mirado, avergonzado...

            Incluso en las relaciones interpersonales la decadencia del amor hace que se me acerquen no amigos ni verdaderos amadores, sino sanguijuelas o, peor, amos. Queriéndome no como soy, sino según la idea que tienen de mi, según la medida de sus propios deseos, según sus esquemas de dominio.

            ¡Terrible esfuerzo el de tratar de actuar según la falsa imagen que de mi los demás fabrican! ¡terrible y tiránica exigencia la de que los demás sean según nuestra mirada..!

            Claro que también el amor auténtico ha de hacer crecer al ser amado y, por ello, de alguna manera, ayudarlo a transformarse... pero en el respeto a su ser, a su libertad, a su intimidad.

            Y allí tu mirada puede ser más eficaz que tu palabra: mira y trata a cualquiera como a un señor y, poco a poco, lo transformarás en tal; trata y mira a tus hijos como a hombres capaces y libres y responsables y, poco a poco, lograrás que sean así. Trata a cualquiera como a una basura y poco a poco lo corromperás...

            En esta sociedad procaz que enseña a mirar a toda mujer como objeto erótico y, poco a poco, a eso las lleva, empezá vos a mirarlas y tratarlas como damas... En esta sociedad en donde el valor del hombre se mide por su éxito y su poder, empezá vos a mirar a tu prójimo como a hijos de Dios, y así también empezarás vos a devolverles su verdadera dignidad...

            Pero ¿quien nos mira así? Vivimos rodeados de falseantes y posesivas miradas de seres hambrientos y egoístas y superficiales; de propagandas de toda laya, de bochinches, de ruidos y de músicas estruendosas, de palabras y más palabras, -invasión de imágenes, de colores, de noticias- de miradas y miradas que quieren prestarnos los demás y que nos confunden y nos aturden y nos enseñan a mirar mal... del infierno que son los otros al infierno que somos para los demás...

            "y era tanta la gente que iba y venía que no tenían tiempo ni para comer..."

            Y entonces, además de aquellos pocos -los que los tenemos- que realmente nos aprecian y nos aman y nos miran como somos, no con asesinas miradas, ¿no habrá quien seguramente pueda devolvernos la conciencia de nuestro profundo ser y del ser de los demás?

            ¿No será la mirada de Dios -la mirada que crea todas las cosas, devela su intimidad, conoce hasta las entretelas del ser de la realidad y de las personas- ¿no será esa su mirada, la única objetiva, la única capaz de, prestándonosla, ayudarnos a ver las cosas como son, y la verdad más honda de mi mismo y de mi prójimo?

            ¿No será el mejor modo de volver a la objetividad, a la percepción última de lo que las cosas y mi prójimo y yo mismo somos, encontrarme con la mirada de Dios?

            Esa mirada que El me presta cuando describe la realidad mediante su palabra, su enseñanza, los evangelios y la mirada de sus discípulos los santos...

            ¡Qué necesario, hoy más que nunca, escuchar a Jesús diciéndonos: "Vamos, vengan Vds. solos, a un lugar desierto, para descansar".

            Si: descansar de tanta sucia mirada, de tanta confusión, de tanta timorata y poco cristiana vergüenza y timidez, de tanta vana inquietud: "porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer".

            Necesitamos el silencio, necesitamos la oración.

            Ese hombre mayor que se pasaba horas delante del Santísimo en la capilla de Ars, y a quien Juan María Vianney le preguntó en qué pasaba tanto tiempo. En nada, -le contestó- El me mira y yo lo miro.

            Admirable definición de la oración.

            Encuentro de miradas: la mirada amorosa del Dios que me ama y con su mirada me recrea, y mi propia mirada mendicante, tratando de asimilar su mirar...

            Quien quiera hoy conservar su libertad cristiana, su identidad católica, su mirar respetuoso y sereno, y ennoblecedor de los demás, su consideración objetiva y realista del mundo y de los acontecimientos, su gana de no transformarse ni en cosa ni en infierno para los demás, tiene, imperiosamente, todos los días que orar.

            Mirar a Dios; dejarte mirar por El.

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