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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1995. Ciclo C

16º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 38-42
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocu­pada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada»

Sermón

            "Feliz el que tiene hijos varones, desdichado quien engendra mujeres" "Diez grandes porciones de estupidez llegaron al mundo, nueve las recibieron las mujeres, una el resto de la tierra" "Tantas mujeres, otras tantas brujas"

            Estas son algunas de las bonitas frases que enseñaban los rabinos en la época de Jesús y aún hoy figuran en el Talmud.

            Porque, a pesar de las enseñanzas bíblicas, la situación de la mujer en Israel, aún reconociendo fuera algo mejor que en otras partes, ciertamente, no era de envidiar.

            Una de las oraciones que se enseñaban a rezar diariamente al varón judío era: "Te doy gracias señor por no ser no-judío, ni siervo, ni mujer"

            Es que, en Palestina, la mujer apenas tenía derechos legales: su testimonio no valía en los juicios; el padre y luego el marido, disponían de ella a su guisa; heredaban solo la mitad de lo que los varones... Debían permanecer en las habitaciones destinadas ellas, franqueándolas solo para servir a los miembros masculinos de la casa, si eran llamadas; y, si salían a la calle, debían hacerlo con un doble velo que les ocultara totalmente la cara. Estaban sujetas a ser despedidas en cualquier momento mediante el libelo de divorcio, que era un privilegio exclusivo de los varones, con el solo requisito de la devolución de la dote, -lo cual a decir verdad por esos pagos estabilizaba considerablemente la situación-.

            Su vida cotidiana no era precisamente edénica. La legislación rabínica regulaba cuidadosamente los deberes de la mujer con respecto al varón: "La esposa ha de atender a las necesidades de la casa -leemos-: moler, coser, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama a su marido, prepararle la copa, lavarle la cara, las manos y los pies, y, en compensación de su sustento, hilar y tejer, darle todo el fruto de su trabajo, amén de obedecerle, procurarle placer, agradarle... y, finalmente," -añadía algo ingenuamente el texto-, "estar bonita para él" Cualquier trasgresión de estas normas, incluso de la última, era motivo legal de divorcio, según la escuela de Hillel.

            Pero ni siquiera religiosamente la pobre mujer se equiparaban al varón. Quizá porque no podía circuncidarse como éste. (Y en esto hay que reconocer que el judaísmo jamás llegó a la mutilación genital, la infibulación de las mujeres, como lo hizo y sigue haciendo el Islam.) De tal modo que jamás a una mujer se le decía 'hija de Abraham', como a los varones. Tampoco tenían acceso al templo más allá del patio de las mujeres, y solo en determinadas ocasiones. Solamente podían asistir al culto -en las sinagogas, detrás de unas rejas- pero no a la lectura de la palabra de Dios y, por supuesto, allí no podían abrir la boca. Estaban sometidas a todas las prohibiciones de la Torah y a todo el rigor de la legislación civil y penal, comprendida la pena de muerte; la única ley de la cual se las exceptuaba era, casualmente, ¡la del descanso del sábado! así podían atender a su marido e hijos o hermanos y a las tareas de la casa.

            Pero quizá la praxis que mejor muestra el poco aprecio del judaísmo a las mujeres era la prohibición absoluta que tenían de aprender. Dos bonitos preceptos de los doctores de la ley de la época decían: "Antes quemar la Biblia que dársela a leer a las mujeres" "El padre que da a leer la escritura a sus hijas les enseña vanidades" En todo caso, las escuelas eran exclusivamente para los muchachos, no para las jóvenes. Solo ellos tenían derecho a sentarse a los pies de los maestros y aprender. Uno de los más tempranos rabinos de los cuales nos hayan llegado noticias, José ben Yojanán de Jerusalén, hacia el 150 antes de Cristo, decía: "Habla poco con tu mujer y nada con la del prójimo". No se debía saludar a las mujeres por la calle, no era cosa digna del varón. Y era un deshonor, hasta para los alumnos de los escribas, detenerse a hablar con ellas.

            Nada de aprender letras: las hijas, en la casa paterna, debían formarse en los trabajos domésticos, coser y tejer particularmente, cuidar de los hermanos y dejarlos siempre pasar primero.

            En verdad que en todo esto el judaísmo contemporáneo a Jesús no se diferenciaba excesivamente de las civilizaciones de su entorno. También los griegos daban gracias a los dioses "por no ser bárbaro, ni esclavo, ni mujer". Pero el judaísmo era más culpable porque, en realidad, en la práctica y en las tradiciones rabínicas, deformaba el mensaje bíblico recibido.

            La sagrada Escritura en cambio nos muestra una evolución constante a partir de las concepciones patriarcales, androcéntricas y machistas de los primeros tiempos, en la prehistoria de Israel, hasta la equiparación plena de varón y mujer. Ya el relato de la formación del hombre de Génesis 2 -en contra de las concepciones mesopotámicas de su época que las contaban entre el ganado- diferencia a la mujeres de los animales, al decir que el varón después de haber visto desfilar ante si a los animales, solo encuentra 'en ella' ayuda adecuada y la reconoce como su costado: carne de su carne y huesos de sus huesos. Aún allí, empero, hay una cierta supeditación de la mujer respecto del varón: es una ayuda para él, y no él una ayuda para ella, y, además, atribuye a la mujer la debilidad que lleva al hombre al pecado e introduce el mal en el mundo. Es recién en el poema de la creación de Gn 1, compuesto varios siglos después, donde la mujer alcanza plena paridad personal con el varón, en el famoso versículo: "Dios creó al hombre, varón y mujer lo creó".

            Pero la fuerza de los atavismos y el influjo de las culturas no bíblicas que lo rodeaban habían deformado esta afirmación luminosa y liberadora en el judaísmo de la época de Cristo. Más: hay que decir que, a pesar de Cristo, los mismos evangelistas inconscientemente se dejan llevar por reflejos culturales machistas de su época, como cuando dicen "eran tantas personas, sin contar las mujeres y los niños". O el mismísimo San Pablo, rememorando quizá las sinagogas de su niñez o por respeto al patriarcalismo romano, en el célebre exabrupto: "las mujeres en la Iglesia, que se callen".

            Incluso -vean Vds.- que en los relatos más antiguos de la resurrección son las mujeres sus primeros testigos, pero en nuestros evangelios, compuestos varios años después, según el criterio judío de que no vale el testimonio femenino, solo los discípulos varones son creídos, cuando se hacen ellos mismos testigos de la resurrección.

            Observen Vds. que la tradición cristiana fue hasta maliciosa con María Magdalena, primer testigo de la resurrección -y, según otras fuentes extracanónicas, apóstol importantísima de los primeros tiempos- cuando, para rebajarla, la identificó falsamente con la pecadora arrepentida. Admirada por arrepentida -lo cual no estaría mal si hubiera sido así-, pero no como lo que realmente fue: apóstol.

            Son, pues, éstos datos los que nos muestran la extraordinaria libertad del Señor en su concepción de la mujer tal cual lo dejan aparecer nuestros evangelios. A pesar del asombro de sus discípulos no desdeña detenerse a hablar con las mujeres, como nos lo muestra el episodio de la samaritana junto al pozo de agua; ni tiene empachos en llamar a las mujeres "hijas de Abraham"; ni de contarlas entre sus discípulos y, probablemente, de enviarlas entre los 72, de dos en dos, a predicar. (Y no habrá contribuido poco a este su aprecio y consideración, la excepcional figura de mujer que tuvo como madre.) Los Hechos de los Apóstoles, luego, nos muestran cantidad de mujeres recibiendo y transmitiendo el evangelio: Priscila, Apfia, Lidia, Evodia, Síntique, sin hablar de todas las que menciona san Pablo, entre ellas Febe, de la cual el mismo Pablo afirma que es diácono y presidente de la Iglesia del puerto de Corinto. Y hay autores que sostienen que la epístola a los Hebreos ha sido escrita por una mujer.

            El pasaje del evangelio que hemos leído hoy es típico de la clara posición de Cristo. Allí está Marta, piadosa judía, cumpliendo escrupulosamente los deberes de la mujer tradicional, cuidando de su huésped varón, llevando adelante hacendosamente los deberes domésticos de su sexo. Su hermana María, contra todas las normas, en la parte de la casa reservada a los varones, escucha al maestro. Y Marta se escandaliza, tanto por la osadía de María, como por la actitud de Cristo, que debería haberla echado y regañado por su desenfadada actitud. Porque el texto no afirma simplemente que María oyera a Jesús, sino que está 'sentada a sus pies', lo cual, en el lenguaje de la época, significa simplemente que está en la actitud de un alumno, de un discípulo frente a su maestro y que éste lo acepta como tal. Inaudito para un rabino de Israel; inaudito para una mujer.

            Marta, como buena israelita, ha de salir pues por los fueros de las buenas costumbres.

            Por eso, cuando Jesús se dirige a ella -Marta, Marta-, lo hace con cariño y no tampoco para regañarla. No será Cristo, quien ha crecido en admiración a su madre, señora de su hogar, el que haga renegar a la mujer de ese su papel materno señero, indispensable, fundamental en la sociedad y la psicología humanas; pero le hará ver que todo ese ajetreo es inconducente si, antes que como mujer, simplemente como persona, como ser humano y, a un pie de igualdad con el varón, no eleva su mente a los verdaderos fines, en amistad con Dios y lucidez de inteligencia y, desde allí, cumple sus funciones femeninas -sean estas las que fueren- y sobre todo los maternas, como verdadera persona, no como sierva de los varones, ni como pareja de su amante.

            Porque, en todo caso, el cristianismo no ensalza la maternidad solo como la matriz biológica que sirve de incubadora gestante a los embriones, ni de instintiva protección a sus cachorros, sino como aquella persona humana de signo femenino que, amorosa, consciente y creyentemente, transmite a su hijo, amén de la vida biológica, la humana y la divina.

            Y tanto más persona y más cristiana ha de ser la mujer, cuanto más quiera ser verdaderamente madre. Ninguna madre, si quiere ser verdaderamente libre -y formadora de varones y mujeres libres-, puede reducirse a ser solo la nodriza de sus hijos.

            Justamente un cierto falso feminismo -el que quiere ahora imponer sus pautas en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer que se realizará en septiembre en Peking- habla de la maternidad, de la madre, como de la fregona pañalera que, en sus ratos libres, atiende de varias maneras a su hombre. Quizá sea esa la imagen de mujer de muchas pseudocivilizaciones -varias, lamentablemente, contemporáneas- pero ciertamente no es la querida por Cristo.

            La progenitalidad, la paternidad, tanto viril como femenina, pertenece a la esencia misma de lo humano, pero esto ciertamente no se agota en lo biológico ni lo material. Así hoy nos lo enseña Cristo, refiriéndose no solo a las mujeres, sino a todos aquellos seres humanos e ideologías que proponen como fin del hombre la pura satisfacción de las necesidades materiales sin elevarse a la única necesidad que hace al hombre hombre y que es la de realizarse como persona frente a Dios, siendo, a su vez -y a su imagen-, dador de vida.

            Vivimos un mundo descristianizado, o a donde el mensaje cristiano aún no ha llegado, en donde la mujer como tal es relegada a un papel inferior en lo que respecta a sus instintos maternos, quitándole incluso el que sea maestra de sus hijos, llevándola a ella al trabajo, y a los hijos a jardines, escuelas o a la televisión; que exalta a lo femenino en sus atributos meramente eróticos al servicio de la genitalidad de los varones; y que, en el ámbito de lo puramente económico, que es la única dimensión que hoy se considera valiosa, so pretexto de igualdad, la obliga a competir con el varón en inferioridad de condiciones. Ciertamente contra ello hay que reaccionar y en este sentido existe un legítimo feminismo cristiano.

            Pero el Nuevo Orden Mundial concibe las cosas de otra manera: pretende influir en la mencionada próxima Conferencia sobre la Mujer en sentido perverso, en feminismo extraviado, apuntado a quitar de lo masculino y lo femenino toda connotación procreadora, familiar, personalizante, definitoria; reduciéndolo a lo puramente erótico, en donde valen todas las combinaciones, ahora denominadas eufemísticamente géneros, -maricas y maricones, machorras y marimachos- y permitiendo, so capa de libertad sobre los propios cuerpos, cualquier forma de placer, con tal de que sea higiénico, no contagioso y, sobre todo, estéril; e incluso admitiendo para ello el que, contra natura, el hombre y la mujer no solo se mutilen a si mismos en formas aberrantes de esterilización, sino que puedan asesinar a su prole en el refugio hoy inseguro del vientre materno... o en la probeta.

            Desde el evangelio de hoy, Cristo llama, tanto al varón como a la mujer, -en un mismo plano de igualdad, dignidad y personalidad- a otra cosa, sean o no padres y madres biológicos, -en santo matrimonio o en casta soltería-: a vivir sus talentos respectivos en don de si mismos, en actividad creadora, dadora de vida, desde la inteligencia, libertad y significado trascendente que, en sus respectivas profesiones, huyendo de la propaganda y ajetreo vano de este mundo, les da la palabra de Dios, escuchada en instrucción y oración pertinaz y cotidiana, a los pies del único Maestro de varones y mujeres: Jesucristo, Nuestro Señor.

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