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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2002. Ciclo A

17º Domingo durante el año
(GEP 28-07-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".

Sermón

            Ahora que los bancos argentinos se han vuelto el lugar más inseguro del mundo volvemos a hablar de dónde esconder nuestro dinero y se repiten delitos que eran comunes en la antigüedad. En muchas viejas crónicas de la antigüedad se habla no solo de los escondites rarísimos que utilizaban las personas para proteger sus bienes, sino del malvado proceder de los ladrones que raptaban y torturaban a sus víctimas para obligarlos a revelar el lugar escondido.

            Con la diferencia de que antes de existir el papel moneda el dinero estaba representado por monedas de oro que no se corrompían y joyas que apenas se deterioraban. Por lo cual era sumamente seguro enterrarlos en cajones o vasijas de barro sin que sufrieran ningún daño. De hecho, arqueólogos o excavadores afortunados del Oriente Medio aún hoy siguen encontrando tesoros en óptimas condiciones enterrados hace decenas de siglos. Nadie hoy enterraría por mucho tiempo, en el húmedo jardín de su casa, dólares, por mejor envueltos que estuvieren. Y nuestros colchones -o lo que los supla- con sus contenidos no durarán ciertamente lo mismo. Por otra parte será lo primero que revisen nuestros nietos cuando nos muramos.

            Cristo pues se refiere a un hecho que se consideraba como el máximo de la suerte en aquellas épocas. Al modo como hoy decimos "se sacó la lotería" entonces se decía "encontró un tesoro".

            Aquí, en nuestro evangelio se trata de un tesoro de un desconocido, muerto probablemente mucho tiempo antes, inubicable, sin herederos y el cual el dueño del terreno ni tiene idea poseer. Justamente la parábola insiste en esta falta de conocimiento de quienes ignoraban la existencia del tesoro, y en la inteligencia y sagacidad del que lo encontró y desenterró. La metáfora apunta a la agudeza de aquel que sabe reconocer el Reino, aún escondido, en su pequeñez, imperceptible y despreciable para el mundo, y que se da cuenta, a pesar de esas pobres apariencia, de lo que este significa y de lo justo que es hacer todos los esfuerzos posibles para adquirirlo.

            Ya sabemos de negocios semejantes: el terreno que no sirve para nada, pero de pronto, alguien versado en geología, se da cuenta de que puede tener petróleo. Lo adquiere y hace su fortuna. O el ingeniero que anticipa la posibilidad de hacer en tal lugar un camino. O el corredor de bolsa que avizora que acciones que no valen nada subirán vertiginosamente cuando aparezcan determinadas circunstancias. ¡Cuántos negocios se han hecho por haber sabido ver lo que otros no vieron! Miles de beduinos pasaron con sus camellos sobre inmensos lagos de petróleo sin saber la riqueza que existía a sus pies, hasta que de Occidente no se lo señalaron. Solo aquel viejo anticuario se apercibió del valor de ese pergamino que luego condujo a los descubrimientos de Qumram, mientras algunos árabes ignorantes los usaban para envolver objetos.

            ¡Felices vuestros ojos porque ven; felices vuestros oídos, porque oyen! escuchamos a este mismo capítulo de Mateo dos domingos atrás. Se trata de ver lo que otros no ven; de descubrir lo que otros no perciben; de detenernos a oír lo que otros son incapaces de escuchar. Esa perla que solo el que sabe se da cuenta que vale más que todo lo demás.

            Porque no es verdad que todos sean aptos para apreciar todo tipo de bienes y bellezas. Y si quizá lo seamos por naturaleza, no lo somos por educación, por haber sido estimulados y educados diversamente. Pónganle una sinfonía de Beethoven, una sonata de Mozart, una ópera de Wagner a cualquiera acostumbrado solo a la música -si se puede llamar así-, bailantera y se aburrirá como una ostra. Y si le dicen que, por no haber estado atento a los diarios, se ha perdido de escuchar a Rostropovich o a Barenboim, le importará un ardite. Como el porteño que nunca ha visitado nuestro no tan modesto Museo de Bellas Artes, ni el Palacio Noel, ni siquiera el Colón... Yo conocí a italianos que vivían en Roma que nunca habían visitado San Pedro.

            ¡Y lo peor es que ni saben lo que se pierden! ¡No sienten la desazón de no haberlos visto todavía! Sé, en cambio, de quien todavía lamenta el no haber podido ir a ver -por estar enfermo- la última vez que se dio en Buenos Aires, El Ocaso de los Dioses. Cada vez que lo recuerda se mortifica. Por supuesto que cientos de miles de personas en Buenos Aires no asistieron a ninguna de aquellas funciones y ni les importa ni tienen idea de lo que se perdieron.

            O esa estampilla inhallable que, para el coleccionista, vale una fortuna, y, a lo mejor, el ignorante tira a la basura. Los frescos de iglesias románicas de Europa que curas ignorantes hacían tapar con cal. El cuadro de Leonardo encontrado en una antigua granja sirviendo de estante de alacena...

            Algo parecido ocurre con los valores: pocos hoy pueden apreciar lo sublime de un gran amor, pocos tienen las agallas para vivirlo, sumergidos por los medios en el tedio del sexo despojado de querer, y sin darse cuenta de lo que pierden. O el valor de la virginidad que, en nuestra civilización postcristiana, pocos hoy son capaces de apreciar, ni de llorar perdida. O la maravilla de tener una buena familia, que muchos en nuestros días nunca podrán apreciar y ni siquiera extrañar, porque nunca la tuvieron ni la tendrán. O, porque no han recibido ni ahondado su fe, la indiferencia ante la desdicha de haberse perdido una Misa, una comunión, un rato de oración, un sacramento... o, casi peor, la indiferencia ante el haberlo hecho.

            Tantos, pues, que, en el orden de lo que hace verdaderamente al hombre y a su salvación eterna, ni tienen idea de su enjundia, ni sabrán nunca lo que se perdieron. (El infierno, dejando de lado la simbología terrificante que apuntaba a lo objetivo de la pérdida, será misericordiosamente algo así. "La carencia de la visión beatífica" lo define la Iglesia. Pero ¿quién se da cuenta de lo que es la visión beatífica? y entonces ¿cuántos sentirán el carecer de ella? En realidad, y gracias a Dios, nadie podrá percibir nunca subjetivamente todo el horror objetivo de esa pérdida. Pasarán a la perdición eterna tan contentos, sin sentirlo. Como el pescado devuelto al mar de Galilea vivito y coleando, por inservible, ¡qué más quería!)

            En realidad toda la vida cristiana consiste en ir haciéndonos aptos para los verdaderos valores, para la auténtica felicidad. Dios no es una sinfonía, una obra de arte, un amor, que pueda vivirse enanamente, hace falta, como aquel que se prepara a un concierto, a escuchar verdadera música, apreciar arte, conocer y amar personas, hace falta entrenamiento, dejar de lado el mal gusto, los procederes baratos, los valores inferiores, los falsos amores, los placeres groseros que no nos permiten acceder a los altos, para un día poder apreciar para siempre el amar y ser amados por Dios.

            La vida cristiana verdadera consiste en ir adaptando nuestros ojos y oídos, nuestra mente y nuestro corazón al gozo definitivo de tenerlo a Dios. La fe, la esperanza y la caridad son las fuerzas que Dios nos regala, más allá de nuestros talentos naturales, para ir adaptando nuestra mente y nuestros sentidos a apreciar su Ser, para comenzar a vivirlo aquí en la tierra en el amor a los hermanos y en el amor a El.

            Y si Dios permite ciertos males en el mundo es para que no desperdiciemos nuestra capacidad de amor y nuestra búsqueda de tesoros, perlas y felicidad en cosas que no pueden dárnoslos. Cada cual aprecia lo bueno, lo bello, lo sabroso, en la medida de la sutileza de su paladar, de su sentido estético, de su gusto moral, de su preparación. No es el mismo placer el que produce un poema sinfónico de Ricardo Strauss al que estudia música, al que se especializa en él, que para un simple amateur. Por eso, dice la Iglesia, que cada uno participará de la gloria divina plenamente, pero distintamente: en la medida del amor, de la caridad que haya alcanzado en esta tierra. Desde el máximo merecido por los corazones de Jesús y de María, pasando por el de sus santos, hasta la nada del que nunca aprendió a amar.

            Háganos Dios un corazón tan grande que sea capaz de, si es necesario, para obtenerlo, llenos de alegría, vender todo lo que poseemos, todo lo que tenemos, y lo compremos.

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