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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2003. Ciclo B

18º Domingo durante el año
(GEP 03/08/03)

Lectura del santo Evangelio según san Juan   6, 24-35
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?". Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello". Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?". Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo". Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo". Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.


Sermón

              El Partido Liberal Italiano ha iniciado una causa por discriminación y atentado a los derechos individuales a la Iglesia a causa del documento de la Congregación para la Doctrina de la fe que, defendiendo la institución del matrimonio, condena -sin meterse en el fuero interno de las personas- las legislaciones que tratan como 'nupcias' a las uniones aberrantes entre individuos de un mismo sexo.

            Pero la insistencia procaz en la institucionalización y defensa de estas degeneraciones no viene sin causas. En un relevamiento de pensadores más o menos famosos del siglo pasado al cual se dio amplia difusión en la prensa, realizado en una reunión de filósofos en Estados Unidos, hace un par de meses, se llegó a la conclusión de que, más de la mitad de aquellos, consideraba que el sentido de la vida consistía en pasarla lo mejor posible en este mundo y hacer libremente lo que se le antojara; otra gran parte -psicoanalistas, existencialistas, nihilistas-, que la vida no tenía ningún sentido o, más bien, que el sentido de la vida era la muerte; otra parte, pensaba que la vida adquiría sentido ayudando a los demás y, en todo caso, preparando una humanidad mejor en el futuro; un resto insignificante defendía que la vida humana debía tener, necesariamente, un sentido trascendente.

            Ahora bien, en un contexto ideológico semejante, en donde los que se suponen han de dirigir el pensamiento profundo de la gente afirman que la vida carece de sentido o solo cuenta el placer individual que cada uno pueda extraer de sus breves o largos años de existencia y que, en todo caso, el respeto a la libertad omnímoda de cada uno y su conciencia es el sumo bien ¿con qué criterio se va a pedir que las leyes se modelen sobre pautas morales?

            La moral, aún prescindiendo de Dios, solo tiene fundamento si existe una naturaleza humana dotada de fines, de sentido, de necesidades que surgen no de su puro libre albedrío sino de los resortes más profundos de su fisiología y psicología.

            Sin hablar aún de su sentido trascendente: si no existen 'hambres naturales' que llenar; si, objetivamente, no existen alimentos que son incapaces de satisfacer las ansias naturales del hombre -o, peor aún, envenenarlo-, la moral, la ética, que es la ciencia que descubre las opciones que mantienen y perfeccionan lo humano del hombre y señala las que lo deshumanizan y embrutecen, no tiene sentido. ¿En nombre de qué voy a decir que es inmoral el uso de drogas, la poligamia sucesiva o simultánea, el utilizar el sexo como a cualquiera le plazca, el robar, el mentir, si no hay pautas inscriptas en nuestro ser que hagan mejor lo uno que lo otro?

            Es verdad que algunas conductas no sería tan difícil de probarlas malas, utilitariamente, por sus consecuencias, por ejemplo: ¿qué economía puede crecer si se tolera o institucionaliza mediante impuestos confiscatorios o retenciones excesivas o justicia morosa el robo? ¿qué sociedad transparente y de confianza construirse con publicidades adrede falaces y mentirosas, y periodistas mercenarios que avalan la mentira? Pero ¿cómo demostrar esto a las mayorías cuando precisamente los ladrones y mentirosos son gran parte de los que gobiernan y manejan los medios? También la infelicidad de los más, las familias destruidas, los chicos de la calle, los huérfanos con padres vivos y ¡horror! la prostitución infantil, la explotación sexual de millones de personas y menores, también eso sería suficiente prueba de que el uso irracional de la sexualidad es perverso, pero ¿qué les importa a los que gozan de esos vicios y están sostenidos por las ideologías antedichas y, menos aún, a los que, de todo ello, levantan jugosísimos negocios?

            Por otra parte, desde estas teorías, en las abominaciones que aparentemente no hacen daño a terceros ¿porqué no dejarlas en paz?... Por supuesto que, con ese criterio, nadie debería impedir que cualquiera se suicidara, pero es que, cuando las abominaciones alcanzan estado público y, además, son repulsivamente aprobadas por 'leyes' -que por supuesto no son leyes-, aunque no hagan directo daño a terceros, lo mismo hacen mal a la sociedad en su pervertidora ejemplaridad, en el acostumbramiento -sobre todo de los mentalmente desprotegidos- a las acciones más nefandas.

            Eso tienen que saber los que hablan de moralidad, de honestidad, de virtudes cívicas, y piensan que, con predicarlas, están haciendo acción pastoral. Es inútil predicar la moralidad cuando los fundamentos mismos de ésta están liquidados por el liberalismo, por el relativismo, por ideologías que pregonan que la naturaleza humana no existe, que todo es cuestión de costumbre, de los tiempos que cambian, que la vida del hombre no tiene ninguna programación que le sea innata y, fuera de la cual, la persona no se realiza.

            Mérito impar del pueblo de Israel fue descubrir los resortes principales de la salud del actuar humano y plasmarlos en los 'diez mandamientos', epítome de todo bienestar personal y social de los hombres. Motivadamente atribuyeron dichos mandamientos a Dios y, legendariamente, a Moisés, ya que la naturaleza humana -habían llegado a la conclusión, después de siglos- dependía de infinidad de leyes psicológicas, fisiológicas, químicas, físicas, anteriores a ella y evidentemente 'creadas'. Todas las leyes de la naturaleza -descubrieron- dependían de la Mente Creadora que daba consistencia al universo y lo pensaba en su ser y actuar. Vivir humanamente, alcanzar la vida y el bienestar, no lo podía conseguir el hombre sin ajustar libremente su propia mente y acciones a esas normas. Especialmente las normas que regulaban el vivir propiamente humano: la moral.

            Por eso, fácilmente, los hebreos identificaban estas leyes con la vida. La moral, los mandamientos, la Ley, la Torah, en hebreo, era, sin más lo que daba auténtica vida al hombre.

            De allí a equiparar la ley, la moral, que hacía humano el vivir del hombre, al pan que le daba su sustento físico no había más que un paso. Y de hecho se dio. Ya los redactores del Pentateuco, cuando hablaban del maná del desierto, obtenido por Moisés -tal cual lo hemos escuchado en la primera lectura-, se referían a la Torah, los mandamientos, el obrar según Dios, o "las obras de Dios" como dice hoy nuestro evangelio.

            Pero, precisamente, este evangelio nos muestra que ni siquiera hablar de la moral como algo que surge de la naturaleza o que viene de Dios es suficiente para garantizar la vida. En el juego queridamente ambiguo de contrastes que Juan redacta entre el pan de Moisés, su ley, figurada por el maná; y el pan de Cristo, su ser 'humano-divino', figurado en la multiplicación del pan, el Jesús nos muestra que la moral dejada a si misma, la ética, la Torah, es totalmente insuficiente para asegurar precisamente aquello hacia lo cual debería conducir al hombre: la Vida. Es pan perecedero. "Vuestros padres comieron de ese pan y murieron" dirá Jesús el domingo que viene.

            Sin duda que la moral, la Torah, la ética son las únicas capaces de llevar a los hombres y la sociedad a la felicidad temporal, a que mejoren el vivir del ser humano en este mundo y sus estructuras y, sin embargo, de por si, son totalmente incapaces de llevarlo allí donde lo invitan sus hambres más profundas, y a donde Dios le llama, acompañando ese llamado con la gracia de Cristo: la participación de lo divino.

            Las leyes morales son un mero saber racional, descubrimiento de la inteligencia humana indagando en su ser, así como el resto de las leyes de la naturaleza son descubrimientos de las respectivas disciplinas científicas. El hecho de que las principales de aquellas leyes formen parte de la religiosidad de Israel y hayan sido reveladas para ayudar al hombre a conocerlas, no quiere decir que sean asertos que surjan de la religión. Son estrictamente racionales. Sin el cristianismo o el judaísmo también valen: no son cuestión de fe, sino de razón, ¡de sentido común! Claro que han sido asumidas por el cristianismo, que asume todo lo bueno y lo cierto de los hombres y sus culturas. Jesús viene a plenificar la naturaleza, no a suprimirla. Pero, a pesar de ello, esa ley natural, plasmada básicamente en los diez mandamientos, siendo capaz de dirigir más o menos la vida del hombre en este mundo, es totalmente incapaz de elevarlo más allá de su naturaleza, que librada a si misma y a su ética está destinada fisiológicamente a la muerte.

            El respeto a la ley natural, a la Torah, cuanto mucho puede lograr, decíamos, la felicidad relativa de este mundo. Si actúo éticamente tengo derecho a que se me considere, a que mis hijos salgan derechos y me honren, a que mi marido o mi mujer me amen, a que nadie me mienta, a que se respete mi vida, mi honor, mi salud, mis propiedades, a que el fruto de mi honesto trabajo y capacidades converja hacia mi felicidad y la de los míos... ¡por supuesto! Incluso es probado que llevar una vida moral, temperada, justa y prudente, normalmente aumentará mi calidad de vida y la prolongará en salud, en estado físico. Pero de allí, a que merezca hacerme trascender la biología humana o conseguir la vida de Dios ¡de ninguna manera!

            Cumpliendo los mandamientos jamás encontrarán Vds., en el antiguo testamento, que al hombre se le prometa más que una vida pacífica, feliz y prolongada. La muerte no fue nunca ningún cuco en el Pentateuco. Quizá la muerte del joven, pero no la del anciano cargado de años y de hijos y de bienes.

            Tan está más allá de nuestras posibilidades y proyectos la vida eterna que aún ciertas antiguas mitologías que, fuera del ámbito bíblico, proclamaban la existencia de una especie de más allá, o lo concebían como un lugar sombrío y fantasmagórico o, como en algunas épocas los egipcios, o en las últimas etapas el antiguo testamento, como una prolongación utópica e indeterminada de las bondades de la vida humana.

            Lo que es peor es que los judíos, poco a poco, se fueron dando cuenta de que cumplir con la moral de un modo pleno y sin fisuras era imposible, salvo quizá para un pequeño número de perfectos o que se creían perfectos. Tanto es así que cuando San Pablo, en el capítulo 4 de la epístola a los Gálatas -que es necesario leer para entender el evangelio de hoy- menciona a la Ley, lo hace peyorativamente: "la ley" dice "es fuente de maldición" y, en última instancia, lleva a la muerte.

            Lo que viene a ofrecer Jesús, "marcado por el sello del Padre", es otra cosa: no la moral, el alimento perecedero que, aunque mejore la vida de este mundo, lleva finalmente al morir, sino el que permanece hasta la Vida Eterna. Y la Vida Eterna no es una vida prolongada sin fin. La eternidad es una dimensión propia de Dios sin reloj alguno. Allí no hay tiempo que valga. La eternidad es el modo propio y exclusivo del vivir divino. Una cosa es ser inmortal, a lo cual podría llegar algún día la medicina, otra la eternidad que es el vivir propio de Dios, felicidad infinita.

            Ese vivir de Dios no hay ser humano capaz de alcanzarlo ni con su ciencia, ni con su técnica, ni con su ética: solo por inexplicable don divino. Es la misericordia de Dios, Su amor infinito el que puede darnos el alimento que nos lleve a vivir su eternidad, no alguno de nuestros presuntos méritos, no el ser buenos -o 'buenitos'- en un sentido humano.

            Y entonces, "¿qué debemos hacer para realizar las obras de Dios que llevan a la vida eterna?", preguntan los judíos a Jesús. "¿Cómo cumplir los mandamientos de Dios para alcanzar la Vida?" Y Jesús les responde "no los mandamientos, no las obras, sino la obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado". Lo que lleva a la verdadera Vida no es la moral, la ley, la Torah, sino la fe, la actitud del hombre que acepta humildemente, como quien lo recibe por pura gracia, por don, por 'perdón', el Pan de Vida que es Jesucristo.

            Solo la gracia, el espíritu de Jesús, como dice Pablo, salva, lleva a la Vida verdadera. Más aún: solo con el espíritu de Jesús el hombre se hace capaz de llevar adelante como corresponde, en este mundo, las obras de la moral, haciéndolas, además, meritorias por la Caridad.

            Cuando los hombres de Iglesia, pues, se horrorizan por las leyes aberrantes que tienden a destruir los fundamentos éticos del bien común de la sociedad hacen muy bien. Han sido lamentables ciertos silencios cómplices y arrugadas frente al poder político y la opinión pública manejada por una prensa y un periodismo y libretistas medularmente anticristianos, silencios de algunos eclesiásticos prestos a callar en todo, con tal de no padecer enfrentamientos que los hicieran ser poco aplaudidos por el mundo. Así han pasado, sin causar la reacción debida, las leyes del divorcio-de las cuales pasado ya el tiempo estamos sufriendo las trágicas consecuencias-, las diversas de salud reproductiva, la equiparación del concubinato al matrimonio, la uniones contra natura, el libertinaje pornográfico, leyes como las de convivencia urbana, la falta de respeto por la propiedad privada, la inseguridad zaffarónica y tantas cosas más. Lo importante, para algunos clérigos, parece ser que todo el mundo se sonría y, cuanto mucho, el repudio -con el cual todo el mundo está de acuerdo y por ello no recoge enemigos-, de injusticias sociales y pobreza, cuyo motor principal, lamentablemente, son las mismas doctrinas socialistas que defienden y el saqueo del Estado.

            La Santa Sede, en los últimos años, ha tenido que salir a campear por la buena doctrina y las buenas costumbres que aquí, salvo puñados de laicos bien intencionados y uno que otro obispo, no se han sabido defender.

            Sin embargo, el evangelio de hoy, nos advierte muy claramente que no basta la moral, la ética. Defender los mandamientos en un mundo vacío de Dios, descristianizado, apóstata y lleno de enemigos de Cristo, es absolutamente inconducente. Antes hay que proclamar a voces, que solo Jesús es el Pan de vida -no cualquier falsa religión, ni burda forma de religiosidad de autoayuda y supermercado, ni, mucho menos, cualquier compendio degradado de moral.

            Jesús es el único Pan de vida. El pan de Dios que desciende del cielo y da Vida al mundo. Solo "el que viene a mí jamás tendrá hambre y el que cree en mi jamás tendrá sed".

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