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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1992. Ciclo C

18º Domingo durante el año
(GEP, 2-8-92)

Lectura del libro del Eclesiastés 1, 2; 2. 21-23
¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo. También esto es vanidad y una grave desgracia. ¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.» Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Después les dijo: «Cuidaos de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.» Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha" Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?"  Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios»

Sermón

            "Mataiotes, mataiotéton, tà panta mataiótes". ¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! Es la famosa frase del Eclesiastés que todos conocemos de memoria y que hemos escuchado otra vez en la primera lectura.

            Libro de enorme influencia -el Eclesiastés- en la literatura mundial y en el pensamiento cristiano y que ha inspirado obras tan célebre como las famosas coplas de Jorge Manrique: "Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando como se pasa la vida como se viene la muerte, tan callando" "Ved de cuan poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que este mundo traidor aun primero que muramos las perdemos".

            El autor del Eclesiastés, conocido solo por su apodo Qohelet, el "predicador" o el "convocante", ha visto en la breve historia de su vida, cambios espectaculares. En su tiempo, Jerusalén, que, a pesar de su contacto histórico con los grandes imperios de Egipto, Siria, Babilonia y Persia, ha permanecido siempre siendo una ciudad de ambiente provinciano, apegada a su templo y a sus tradiciones, ha sufrido mutaciones enormes.

            El origen de estos cambios ha sido, por una parte, la introduc­ción de la cultura griega y, por el otro, las campañas fulgurantes -con la caída estrepitosa de imperios centenarios- de Alejandro Magno.

            Todos aquellos grandes o pequeños estados, más o menos poderosos, sobre todo los de la cuenca del Nilo y la de la Mesopotamia, históricamente enfrentados, junto con sus satélites fenicios, elamitas, sirios, mediterráneos, han sido de golpe unificados en una gran ecumene mundial por el hijo de Felipe de Macedonia. Llevado por sus ideas más o menos aristotélicas, más o menos estoicas, después de su victoria sobre Darío III Codomano en Isos y en contacto con la influencia de la falsa sabiduría hindú, Alejandro concibe el sueño de un gran estado mundial del cual él, endiosado, es la encarnación. Se viste como un dios Persa, e intenta unificar todo el mundo conocido bajo su égida y bajo el manto de la igualdad universal, rompiendo todas las barreras nacionales. Es conocido el famoso banquete de Opis, junto al Tigris, donde Alejandro da una gran fiesta ecuménica en donde, mezclados, sacerdotes griegos, macedonios y persas confunden sus libaciones y él, Alejandro, pronuncia su famosa oración al amor, cantando la fraternidad mundial.

            El idioma griego más o menos vulgarizado bajo el nombre de koiné se transforma en el lenguaje de comunicación internacional y los lazos comerciales bajo una sola moneda dan cohesión a todo este inmenso territorio, que va desde Grecia hasta los extremos confines de Egipto e India.

            A pesar de la división del imperio, después de su muerte, entre los generales de Alejandro, este sueño de unidad permanece: siguen manteniéndose los principios de unificación lingüística, cultural y comercial.

            Israel se encuentra en el epicentro estratégico, pero sobre todo económico, de la confluencia de estos nuevos intereses. Los viejos judíos ven que Jerusalén, poco a poco se ha ido helenizando, transfor­mándose, de la gran aldea que era, en una gran ciudad cosmopolita. Al mismo tiempo que, aprovechando la movilidad de los tiempos, muchos judíos han fundado comunidades, a veces muy poderosas, en casi todas las ciudades de ese nuevo mundo helenista, la ciudad santa se ha transformado en el punto de convergencia de todos los intereses hebreos. Jerusalén se enriquece. Se edifican enormes palacios para los nuevos ricos, para los banqueros, para los grandes comerciantes; aparecen teatros, hipódromos, gimnasios, escuelas con filósofos griegos y pedagogos extranjeros. La nueva cultura universal y la prosperidad parece ir tragando lo que restaba de las viejas tradiciones judías.

            Las antiguas escuelas del templo y la repetición del Pentateuco, de la Torah, no alcanzan a detener la marea de la nueva concepción del mundo. Es allí donde aparece precisamente hacia el 250 antes de Cristo, reinando en Egipto Tolomeo II, el autor del Eclesiastés, apodado Qohelet, "el que convoca", y del cual nuestra primera lectura de hoy.

            Abandona las enseñanzas exclusivistas del templo y, a la manera de los filósofos griegos, se pone a enseñar en el mercado, en las plazas, por las calles. Su lenguaje se parece más al de un pedagogo estoico o cínico, que al de una maestro de Israel. Se da cuenta de que para defender los viejos principios y para hablar de Dios tiene que adaptarse a la nueva época.

            Pero, al mismo tiempo, ha visto también demasiadas cosas como para dejarse fascinar por las novedades políticas y económicas de su momento. Así como símbolo de las riquezas orientales había sido el célebre palacio de Persépolis que, a pesar de las órdenes de Alejandro, había desaparecido en forma de cenizas destruido por un incendio, el mismísimo Alejandro símbolo viviente de lo humano divinizado, del po­der político, de la juventud y de la fuerza, había muerto tempranamente, el 13 de junio del 323, a los treinta y tres años.

            Su muerte y sus funerales restan célebres en las crónicas de la antigüedad. Se tarda dos años en construir una enorme carroza que trasladará sus restos desde Babilonia al templo de Zeus-Amón, en el oasis egipcio de Siuah. Diadoro de Sicilia la describe: "En cada uno de sus ángulos la carroza estaba adornada de una Niké de oro llevando un trofeo. Su Techo, formado de escamas de piedras preciosas, descansaba sobre columnas de oro con capitel jónico...  Dentro de ese monumento funerario, verdadero templo ambulante, se había colocado el ataúd de oro que encerraba el cuerpo de Alejandro recubierto de aromas...  El carruaje iba conducido por 64 mulos robustos, enganchados en grupos de 16 a cada uno de los cuatro timones del carro. Cada uno de los animales adornado de una corona dorada y de un collar de piedras preciosas con campanillas de oro".

            El cronista siciliano cuenta también como la fama del imponente cortejo atraía desde muy lejos a una turba de curiosos que anhelaban contemplar esta maravilla. Las enteras poblaciones de las ciudades salían al camino y corrían detrás del cortejo para mirar el espectáculo.

            Es posible que Qohelet, nuestro autor del Eclesiastés, haya sido uno de ellos. Recordando al Alejandro vivo que marchara triunfalmente en sentido inverso por esos mismos caminos diez años antes, por primera vez le habrá surgido a la cabeza su famosa frase "Mataiótes mataiotéton", "Vanidad de vanidades".

            Y lo rememorara Manrique: "Esos reyes poderosos que vemos por es­crituras ya pasadas, con casos tristes llorosos fueron sus buenas venturas trastornadas... ¿Qué se hizo el rey Don Juan? Los infantes de Aragón ¿qué se ficieron? ¿qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron?... ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados y vestidos, sus olores?"

            De hecho todo el Eclesiastés es un llamado al lector a no dejarse engañar por la prosperidad y aparentes luces del nuevo orden del mundo. Escondida detrás de los oropeles de la riqueza, de la ciencia griega, de los banquetes y los placeres de los hombres, siempre perma­nece la poquedad del hombre, su fugaz vida destinada a la muerte. Allí está la experiencia del palacio de Persépolis disipado en humo, allí la magnificencia del gran hombre disuelto en ceniza. Precisamente el término "vanidad" traduce al griego mataiotes que a su vez traduce al hebreo hebel, que significa "aire", "viento polvoriento", "vapor", "humo". Eso es lo que finalmente queda del hombre y todas sus ambicio­nes a pesar del poder, riqueza y placer que haya podido acumular en esta vida.

            Qohelet, el Eclesiastés, por ello propone a los judíos a no dejarse engañar por la fascinación del nuevo orden y volver sus ojos a los valores trascendentes, a lo que permanece, a la sabiduría de Is­rael, a Dios.

            Es curioso como recurre en su pluma el término "provecho": diez veces aparece en el Eclesiastés y ninguna en todo el resto del AT: "¿Que provecho saca el hombre de todo su trabajo...?" Interesante que sea un término común de la época -"ophelos"-, en el vocabulario de los hombres de negocios. Y Qohelet debió escucharlo con frecuencia en la plaza del mercado, en las conversaciones de los mercaderes. Y es la conclusión final de Qohelet: el hombre finalmente no saca ningún beneficio, provecho o lo que sea, de todos sus afanes, porque su ganancia finalmente en todo caso será la muerte.

            "...los placeres y dulzores de esta vida trabajada que tenemos , no son sino corredores, y la muerte, la celada en que caemos", seguirá glosando Manrique.

            Cristo, en el evangelio de hoy, continúa ese mismo pensamiento. No quiere ni que él ni sus discípulos se inmiscuyan en problemas que finalmente no tienen ninguna envergadura respecto a lo importante. Cierto que el evangelio y el cristianismo jamás desconocerán la significación que tienen los bienes materiales para la vida del hombre, ni los aportes que la prosperidad y la técnica puedan hacer a una existencia más plena y humana. Pero en la línea de Qohelet mostrará siem­pre la subordinación plena que toda riqueza y bien exterior habrá de tener respecto a los fines verdaderamente trascendentes.

            El hombre está hecho para Dios y para llegar a Él en la fe, en la esperanza y en la caridad a El y a los hermanos. Los bienes de este mundo solo tienen valor permanente en la medida en que son instrumentados para un existir más santo. Si ellos, en vez de ser medios, se transforman en fines de la vida humana, condenan al hombre a permanecer en su caducidad y, finalmente, lo precipitan desnudo y sin nada a la eterna muerte.

            El cristianismo de ninguna manera desprecia los bienes de este mundo en la medida que bien sepamos usar de ellos, pero advierte que pueden transformarse en trampa mortal si a ellos nos apegamos, en la búsqueda o en el uso, desordenadamente.

            "Este mundo bueno fue, si bien usásemos del como debemos; porque, según nuestra fé, es para ganar aquél que atendemos. Aun aquel Hijo de Dios para subirnos al cielo descendió a nascer acá entre nos y a vivir en este suelo, do murió"

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