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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

19º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 22-35
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Curaciones en la región de Genesaret. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.

 

Sermón
                 

Sin duda que la mirada que acostumbra echar el hombre masa contemporáneo sobre la realidad está sumamente empobrecida.

            No se ve ni oye solo con los ojos o los oídos, sino a partir de la cultura que cada uno posee. De distinto modo mira los restos de mármol y piedra destruidos del Palatino o el foro romano quien sepa historia o arte que quien nada ha leído ni gustado de ello. De manera diversa mira un paisaje de campo un agrónomo que un hombre de ciudad. Se pueden estar observando las mismas cosas y percibirlas de distinta manera según el saber y la ilustración de cada uno.

            El ciudadano actual, desprovisto de otra cultura que la económica, o la grosera que le sirve cotidianamente la televisión, difícilmente perciba de la realidad esos matices que, por ejemplo, descubre en ella el poeta, el filósofo, el artista, el patriota o, a otro nivel, el santo.

            Nuestra apreciación de lo que nos rodea y de los que nos rodean y, por lo tanto, el placer que nos pueden dar las cosas y personas que realmente valen, se empobrece en la medida de nuestra falta de cultura, de fineza de sentimientos, de perspectivas estéticas, y aún místicas.

            La realidad no es solo la que mide groseramente con números Cavallo, ni la que contabiliza en puntos de rating Neustadt; ni siquiera la que escudriña el microscopio. También es la que descubre la poesía, la tela del pintor, la mirada del enamorado, a lo mejor la del ecologista, del bohemio, o, finalmente, la mirada de Dios que se nos presta a través de los evangelios y el mirar de los santos.

            Un modo de mirar menos definible, pero también impresionante y profundamente humano, es el del músico. La exclusiva posibilidad que tiene el hombre de expresar y expresarse mediante sonidos directamente no significativos, como la palabra, sino sugerentes, expresivos, insinuantes, alcanza a veces más densidades y honduras que el mismo lenguaje hablado.

            Esa sensación de mar y tempestad en la cual nos sumergen de entrada los primeros acordes de El Holandés errante de Wagner; esa serenidad de campo, sol y lluvia a la que nos lleva las Sexta sinfonía de Beethoven; ese vértigo de altura, paisaje y vientos que nos embarga en la Sinfonía alpina de Ricardo Strauss.

            Y todos sabemos de la serena emoción religiosa que es capaz de provocar en nosotros el Canto Gregoriano, o los relatos de la Pasión de Juan Sebastián Bach o los Réquiem de Mozart o de Brahams o una Misa de Schubert o la oración infinita de un Bruckner o, actualmente, un Penderecki. Los ejemplos podrían multiplicarse sin fin, porque, ¡oh casualidad!, la gran música de occidente, es decir sencillamente la gran música, ha nacido en el seno de la Iglesia.

            ¡Qué tristeza la degradación del canto en nuestros templos, indicativa no solo de la pobreza cultural y de sentimientos de los que lo ejecutan y escuchan, sino simplemente del vaciamiento y banalización del Mensaje mismo!

            Entre tantos temas cristianos, también la gran música ha reflexionado muchas veces, a su modo, sobre el destino del hombre y de la naturaleza. Y quiero hacer hoy, en relación al evangelio que hemos leído, alusión a dos obras cumbres del arte musical, que ningún católico debería dejar de oir, saborear y meditar alguna vez: La Creación de Joseph Haydn y la Tercera sinfonía de Gustav Mahler.

            La primera -La Creación, de Haydn- fue estrenada en 1799 y es la obra que el maestro escuchará por última vez, antes de morir, en una versión dirigida en Viena por Salieri, el rival de Mozart, en 1809. Soprano, tenor, bajo, coro y orquesta, se ocupan -siguiendo el esquema del "Poema de la creación" del primer capítulo del Génesis, glosado con palabras del Paraíso perdido de Milton- de cantar alborozados, y rindiendo alabanza y gloria al Creador, las maravillas de la obra de Dios, de esta casa y jardín del hombre, que es la tierra y su cielo. Todas las obras sucesivas, comentadas por una exquisita filigrana musical, se coronan en un gran diálogo de amor entre el hombre y la mujer, Adán y Eva, en donde se exaltan la amistad, las felicidades domésticas, y el gozo moderado de una vida compartida. El gran finale estalla en un vibrante conjunto en donde la orquesta, el coro y los solistas entremezclan sus voces en una clamorosa celebración al Señor. ¡Amén. Amén!

            Ciertamente espléndido. Pero, quizá, todo excesivamente impecable. No solo por la mesura clásica de Haydn, que no se permite demasiadas expansiones, sino por su relato harto lineal, optimista, sereno. A pesar de estar parte de su letra extraída, como dijimos, del Paraíso perdido, de John Milton -que tampoco nadie debe perderse de leer, sobre todo si lo consigue con las magníficas ilustraciones de Gustavo Doré- a pesar de ello, digo, apenas hay una veladísima referencia al mal, y todo se desliza en una linealidad diríamos casi burguesa; grandiosa si, pero sin obstáculos, e incluso sin proyecciones más allá del límite de este mundo. Como si el vivir y el llegar a Dios fuera una cosa sencilla y simple. Y quizá lo haya sido en la época de Haydn, y para almas limpias como la suya.

            Lo de Gustavo Mahler, en cambio es distinto. Es verdad que en él ya se han desatado totalmente los moldes de lo clásico y su obra es casi la última y exacerbada representación de lo romántico. Pero, aún prescindiendo de la forma, su tercera Sinfonía en re menor, terminada en 1896, parece tener un vuelo más grandioso y dramático. También él quiere cantar allí a la Creación y a la vida humana, como Haydn, pero lo hace con la plena conciencia de sus propios conflictos interiores, de su ambición de alturas, y, al mismo tiempo, de la constatación de su propia miseria y limitaciones. Sin caer en el dualismo, Mahler es consciente del mal que hostiliza al bien, del pecado que se opone a la realización, de la pobreza que esconde el corazón, a la vez ávido de Dios, del hombre, de las debilidades que incidían nuestros deseos de heroísmo. Mahler nos hace acordar más al evangelio de hoy que Haydn.

            Ya en el extenso primer movimiento, que dura más de media hora, frente a los acordes de marcha triunfal que desencadenan casi desde el comienzo ocho cornos al unísono y que es el ritmo principal de toda esta gran introducción -y que describe el progreso ascendente de la obra creadora, de la naturaleza-, se escuchan como contraste, en siniestros quejidos de las trompas, los compases de una marcha fúnebre, nimbada con espantosos rugidos de los cobres dignos de la muerte del Fafner wagneriano, -y que describen al mal y al pecado que se opone a la vida-. Es verdad que todo termina con el triunfo de Dios, pero no se hace en una caminata burguesa, en un paseo a La Falda o a la Cumbre, sino en una batalla clamorosa, en medio de disonancias de tragedia y estrépito de enemigos. Y así lo expresa Mahler cuando casi hasta el final, desentonada, cacofónica, quiere imponerse la marcha fúnebre.

            Pero aún en el objetivo, allí a donde apunta toda la sinfonía, Mahler tiene quizá más vuelo que la obra de Haydn. El mismo Mahler lo confiesa en una carta a un amigo: "Mi sinfonía tercera es un inmenso poema musical que comprende todas las fases de la ascensión progresiva del hombre. Comienza en el corazón de la naturaleza inanimada y se eleva poco a poco hasta el amor a Dios".

            Lo que se ha iniciado en el segundo movimiento cantando las flores de la primavera, las criaturas del bosque, la noche, las campanas de la mañana, termina, en el sexto, en un movimiento adagio, con reminiscencias de Parsifal, que se vuelca en pura interioridad y, finalmente, en éxtasis de amor hacia Dios, que Mahler no puede sino expresar en la inefabilidad de una orquesta que se va disolviendo poco a poco en el pianísimo y termina en un silencio atónito, casi carmelita, como la suave brisa en la cual Elías encuentra a Dios, y que dice más que cualquier Aleluya clamoroso. Realmente sublime.

            Pero lo más interesante de esta tercera sinfonía es, no este movimiento final, sino el anterior, el quinto, en realidad en donde estamos aún nosotros. Y allí, curiosamente, la figura que domina, es la de nuestro buen Pedro, cantado por la contralto, y representante, como en el evangelio de hoy, de nuestra pobre humanidad cristiana, de la Iglesia, de cada uno de nosotros.

            A Dios, sabe Mahler, no se llega por el camino suavemente ascendente de ninguna evolución sin rupturas, de ningún amor humano perfecto, de ninguna felicidad sin luchas y obstáculos. Por eso la vida humana no es tipificada por él, como lo hace Haydn, en el enamoramiento sin drama de Adán y Eva -en eso en donde se queda pedestremente Ricardo Strauss en su Sinfonía Doméstica o en la filosofía barata de la Mariscala de El Caballero de la Rosa-; Mahler tipifica la vida humana en la figura de Pedro. El hombre que quiere avanzar hacia Cristo, pero que se hunde en la tempestad de la vida, en el agua de su miseria, de su falta de fe. Y empero no se ahoga, porque es capaz de lanzar sin orgullo, arrepentido, el grito de "¡Jesús sálvame!".

            "Ach, komm und erbarme dich über mich!" "Ah, ven y ten piedad de mi!" canta acongojado Pedro en la música maravillosa de Mahler. Y entonces un coro de ángeles le contesta y le dice, "si has pecado Pedro, deja de llorar, ponte de rodillas y arrepiéntete". Y la alegría inunda el cielo: "Sie jauchzten frölich auch dabei, Dass Petrus sei von Sünden frei": "y cantan con gozo desatado, que Pedro ha sido perdonado". Y allí sí, desde el pecado y el perdón, se pasa al sexto movimiento del éxtasis del amor a Dios.

            También Mateo, como un gran compositor, ha recompuesto el relato que le ha llegado por tradición, de la barca y la calma de la tempestad, como una vívida sinfonía en donde, más allá de la anécdota, se resume simbólicamente la vida del hombre, el destino de la naturaleza... esta existencia precaria que flota en el mar tempestuoso de la vida.

            La imagen de la nave ya la había utilizado el poeta pagano Horacio para representar el fluctuante vivir del hombre. Pero al romano Horacio le faltaba no solo puerto, destino, -porque como buen pagano no sabía a donde iba-, sino que carecía de toda ayuda trascendente para protegerse del viento y del mar.

            Nosotros, en cambio, sabemos hacia que puerto magnífico remamos, el porqué de la naturaleza, el para qué de la vida, el propósito de la creación; y no solamente ello, sino que, en medio de los avatares de este mundo, de las dificultades de nuestras empresas y nuestros amores, de la debilidad de nuestros propósitos y la fuerza de nuestros pecados, de las insidias de nuestros enemigos de adentro y de afuera, de nuestros miedos de jóvenes frente a tanto arduo futuro y de nuestras resignaciones de viejos frente a tanto frágil pasado, podemos contar siempre con Jesús, aunque parezca ausente, aunque a veces semeje convertirse en un engaño de nuestros sentidos, en un fantasma, en una ilusión. Finalmente él está siempre allí: para que no nos hundamos, para sostenernos con su mano, para subir a nuestra barca, calmar la tempestad y terminar en el adagio sereno del puerto deseado, de la playa luminosa, del sol naciente, del telón abierto para siempre en la sinfonía final que ni Haydn, ni Mahler, ni nadie pudieron escribir, solo Dios. Aunque la cantaremos también nosotros.

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