INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1983. Ciclo C

20º Domingo durante el año
Nuestra Señora del Carmen

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra»


Sermón

            Ni etnólogos ni antropólogos se han puesto de acuerdo todavía sobre el origen del vestido. Si fruto de la necesidad de protección o de pudor o de adorno; o, si de las tres, cuál la más importante. Todos son contestes sin embargo en sostener que, desde las más antiguas capas arqueológicas, el vestirse coincide con grados superiores de civilización. Estar cubierto o adornado artificialmente es distintivo de lo humano, característico de lo que nos separa de la pura animalidad.

En parte, justamente, porque, más allá de su papel puramente protector o práctico, el vestido aparece como señal de socialización. En cuanto surgen grupos humanos organizados, inmediatamente las distintas funciones se manifiestan en la manera de vestirse.

Desde la más remota antigüedad, de un modo se atavían los guerreros, de otro los artesanos, de otro los pastores, los médicos, los sacerdotes, los funcionarios. Más: de un modo se cubren los niños, de otro los adolescentes, los adultos, los ancianos. Con un tipo de hábito las mujeres, con otro los varones. De una manera, para la fiesta, de otra, para dar culto a Dios, de otra para el trabajo.

Aún hoy, decimos, cuando alguien elige una profesión, un oficio, o es elegido para un cargo: recibe la ‘ in-vestidura '.

El ropaje refleja la vida en sociedad. Es como el signo de un vivir armonioso, rico y complementario, que nace del trabajo en común, integrado, armónico, en donde cada cual cumple una función social y vital distinta y necesaria, de la cual está orgulloso, en una confraternidad de la cual se siente profundamente solidario, pero al mismo tiempo único,

Más aún, el vestido distingue cada tribu o clan y, más tarde, cada nación, cada región, incluso cada aldea. El traje regional, típico, que aún se podía ver, el siglo pasado en las distintas regiones de Italia o de España y que, aún hoy, se saca a luz en las fiestas nacionales o patronales, ya casi de modo folclórico.

El uniforme, el hábito, son signo de una sociedad bien ordenada en donde pervive el arraigo a la patria, el aprecio al propio oficio o profesión, el respeto a la persona pero en el orden, en el amor a la ‘polis', a la ciudad. Cuando yo era chico, hasta los guardas del tranvía y aún los porteros de departamentos y mansiones lucían contentos sus características gorras y chaquetas.

Cuando, en las antiguas culturas, en vísperas del año nuevo, había que volver, ritualmente, a recrear el orden, refundar el cosmos, se simbolizaba, antes, el caos primitivo al partir del cual la divinidad había formado el cosmos y regulado el ordenamiento social, por medio del ‘disfraz' que intercambiaba cargos y personalidades y los confundía. El rey se disfrazaba de plebeyo, el esclavo de rey, el hombre de mujer, la mujer de hombre, los niños de adultos, los grandes de niños. La indistinción que precedía el orden creado.

Antiguas fiestas que se vivían como ‘saturnales' en Roma, ‘bacanales' en Grecia. Ritos orgiásticos que, en casi todas las culturas –también las mesopotámicas y egipcias-, precedían a la afirmación del orden y que, nosotros mismos, hemos heredado en nuestros carnavales, previos a la restauración de la Pascua. En los Carmelos, el 28 de Diciembre, antes del año nuevo civil, es como una especie de ruptura carnavalesca en que una novicia hace de superiora y la superiora se viste de novicia, intercambiándose todas las jerarquías. Una caotización simbólica de una sociedad que el resto del año está perfectamente organizada.

Por eso el carnaval, entre nosotros los porteños, es una fiesta cada vez más deprimente y sus corsos menos populares. Las carnestolendas tienen sentido cuando lo normal del año es el orden y la jerarquía, y cada cual y todos sabemos, aún por cómo se viste, quién es quién. Pero, el falso igualitarismo contemporáneo hace del año un perpetuo carnaval.

¿Dónde está el hábito del sacerdote, el uniforme del guarda, el vestido de la dama, el traje del caballero, del doctor, del carpintero, del porteño, del entrerriano; los pantalones cortos del niño, los largos del adulto? No: todos iguales. El maduro sauneado, utrlaviolado y masajeado viste como el muchacho. El cura como el botellero. La señora como la ‘cocotte', el muchacho como la chica. Y voy a la fiesta igual vestido que a la cancha. O que a la Misa igual que a jugar al tenis –o peor-.

Ni siquiera, en el vestir, hay idiosincrasia nacional, porque todo el mundo, al final, viste como los yanquis. Los desfiles de modelos son los mismos en Buenos Aires, en Punta del Este o en París.

Sí, tipo de vestirse síntoma de caos, de desorden, de resquebrajamiento de los respetos y los arraigos; en donde, al final, las únicas diferencias no provienen de la función social igualmente digna, pero diferente, sino del dinero que gasto para vestirme. Cuando en el vestir ya no se diferencian los sexos, ni las edades, ni los oficios, ni las profesiones, ni los lugares y las circunstancias, sino solo la pobreza y la riqueza, es que algo grave e indigno está enfermando a la sociedad.

Carnaval que lleva a Maradona, vestido de ‘gentleman' a visitar y pedir cuentas a generales, obispos y políticos. Y, a Moria Casán, desvestida, a entrevistar candidatos a presidente.

Pero el vestido dice algo más que orden. Es como el signo de la condición espiritual y personal del hombre. El hombre es el único animal que se da cuenta de que está desnudo. Porque es el único, también, que nace incompleto, con la misión y la capacidad de crearse a sí mismo.

No todo se le da hecho como a la bestia. Debe realizarse con su inteligencia, creando cultura y civilización. El vestido es, pues, como el símbolo de ésta su condición espiritual. El hombre no es solamente aquello que de él ha hecho su herencia biológica, sino aquello que decide con su albedrío y realiza con su razón y su esfuerzo.

Pero, más aún, como el hombre está destinado a realizarse más allá de sus posibilidades naturales, el vestido puede transformarse en símbolo del llamado a un orden superior. Desde su desnudez animal y humana, Dios empieza a vestirlo, ya desde los primordios de la historia, con su Gracia. Según los Padres de la Iglesia, se trata de esas túnicas de piel que Dios le da, expulsado del Paraíso, en reemplazo de las frágiles hojas de higuera que el hombre se había tejido con sus manos.

En la plenitud de la historia, más allá del ‘manto de justicia' que prometen los profetas, todo será un ‘revestirse –según San Pablo- de Cristo'.

Y así, el vestido es símbolo de aquello con lo cual Dios quiere revestirme; más allá de aquello con lo cual yo ‘me' creo y crezco, a partir de mi humanidad puramente natural. La desnudez, en cambio, es signo de indistinción, de animalidad, de involución a lo bestial.

Porque me realizo como persona a través de mi esfuerzo humano, de mi ‘vestirme', de mi ‘dejarme vestir' por Dios.

Desnudo no puedo sino ser tratado como objeto y atraer las miradas, no como persona, sino como animal. Quien ha perdido la vergüenza y el pudor ha perdido su condición humana. No llore si, en lugar, de ser amada como persona es usada como cosa.

Y el vestido es también como la alegorización de lo ‘individual'; como la representación de la ‘persona'. Cuando, en la Biblia, Jonatán sella su alianza de amistad con David , le regala ‘su vestido'. Se entiende que eran vestidos bien singulares, no como los que, todos iguales, se compran en casa Muñoz o impone el maoísmo en China.

Lo mismo, cuando Elías nombra como sucesor a Eliseo , le entrega su manto. Y cuando Jesús dice “ si te piden algo, da hasta tu manto ”, está diciendo ‘ da hasta tu propia persona' .

Ponerse al servicio del Rey, es usar sus colores, su uniforme. La palabra ‘librea' -que hoy tiene sentido algo peyorativo- viene del verbo ‘liberar', ‘regalar'. La librea es el vestido ‘liberado', ‘regalado' por el señor que, así, se identifica conmigo y yo con él. (Cómo, algo más pedestremente, ‘vestir la camiseta' de Boca o de River –o de CASI, para que no suene tan mal-.)

Cuentan antiguas tradiciones que, allá por el siglo XII, después de la caída de San Juan de Arce , los religiosos que Vivian como ermitaños en el monte Carmelo, al norte de Palestina, expulsados por los malones musulmanes, debieron dejar Tierra Santa y se trasladaron a Europa con muchísimas dificultades y penurias, fundando varios conventos. El general de la Orden –llamada “ de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo ”- San Simón Stock , viendo cómo la Orden allá, lejos de su terruño original, tendía a disolverse y desaparecer, rezó fervorosamente a la Santísima Virgen. Ella se le apareció, un día, vestida de marrón –como Vds. pueden ver en la imagen que está encima del altar en el retablo- y le entregó, como prenda de esperanza, el actual hábito de la Orden: una vestimenta igual a la que Ella llevaba puesta.

Vestimenta cuyo distintivo más notable es el escapulario marrón. ‘Escapulario' viene del latín ‘scapulae', que significa ‘espalda'. Designa propiamente a una especie de manto alargado, agujereado en el medio, tipo poncho, que cae desde el cuello hacia adelante y atrás, cubriendo todo el cuerpo. Era prenda usada normalmente para trabajar, a modo de overol o delantal, para proteger el resto de la ropa.

Fíjense Vds. En otras apariciones, la Virgen suele mostrarse vestida de Dama, de Reina, de Señora. Aquí se aparece con un escapulario, uniforme de trabajo. Además, marrón: el color de los sayales más bastos, más ordinarios, más resistentes. María se aparece no con su uniforme de gala, de desfile, de parada, sino con su uniforme de combate. Y es ese uniforme de combate, su traje, el que regala, ‘libera', a los carmelitas.

Más aún: en ese vestido María se regala a Sí misma. Es el símbolo de Su persona que Se entrega. Es el uniforme que, usado, declara que el que lo usa está comprometido especialmente con María, forma parte de sus amigos, es -como Juan- de aquellos que ‘la reciben en su casa'.

Pero es, también, hacerse ‘de María' especialmente en el trabajo y el combate.

No es vestido de gala, es hábito de lucha y de sudores, de trinchera y de fuego.

Y ese vestido, que cubre nuestra desnudez y poquedad de gracia mariana, que es signo de amistad con Ella, que pone bajo Su protección y amparo, que llama a primeras filas y a vanguardias, más allá de a los religiosos y religiosas carmelitas a quienes se lo entrega de modo privilegiado, quiere hacerlo extensivo, también, a todos los cristianos que quieran vestirlo, llevarlo, orgullosos de Su librea.

Para ello, simbólicamente, el escapulario se reduce a los dos pequeños cuadriláteros de paño marrón unidos por cintas o hilos que todos conocemos y que todos podemos recibir.

Pero recuerden aquellos que ya lo han recibido o quieran recibirlo. Ponerse el escapulario de combate de la Virgen –el mismo que vistieron sobre sus uniformes los soldados de San Martín que lucharon en Chacabuco y Maipú después de que su General nombrara a la Virgen del Carmen patrona y Generala del ejército de los Andes y le cediera su bastón de mando; el mismo que, junto con sus uniformes de soldados argentinos, está enterrado sobre los cuerpos de nuestros soldados muertos en las Malvinas- ponerse este escapulario –digo- que tantos santos carmelitas honraron con su vida, el manto mismo de la Virgen, no es solo ponerse bajo Su amparo, sino, con Ella, revestidos de Ella, compromiso de honor, de trabajo y de batalla.

Porque, recibido, puesto, vestido, a vos también Jesús te está diciendo: “Esa es tu madre, llévala a tu casa”.

Menú