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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

20º Domingo durante el año
(GEP 16-08-92)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra»


Sermón

            El profeta Miqueas vive en el siglo VIII antes de Cristo en la campaña, al sur de Jerusalén. Las reformas emprendidas por el rey Ezequías, como consecuencia precisamente de la predicación de Miqueas, todavía están lejos. La impiedad, la corrupción y la injusticia reinan en Palestina. Miqueas, lo mismo que Oseas, proviene no de la ciudad, ni de los círculos sacerdotales, sino del campo.

            Allí, en ese medio campesino, las tradiciones familiares y los vínculos de sangre son profundamente vividos. Es en la familia donde se transmiten y se viven los grandes valores de la cultura de Israel. Las buenas costumbres son fruto de la robustez y salud de esos hogares de labriegos. De tal manera que, cuando a Miqueas para quien la familia es todo, su misión de profeta lo lleva a ir a predicar a las ciudades, para denunciar la perversión de las costumbres y los abusos que los ricos de la capital cometen con los productores del campo y los pobres en general, una de las cosas que más le chocan, sorprenden y repugnan en ese ambiente ciudadano es la desunión de las familias:

            No queda un solo justo en la ciudad!" -clama Miqueas (7, 6)- "Cada cual atrapa en la red a su hermano" "El hijo ultraja al padre, la hija se alza contra su madre, la nuera contra su suegra, y enemigos de cada uno son los de su casa".

            Era para él la descripción de lo peor que podía pasar a un hombre, de la inmoralidad máxima después de la impiedad, de lo que no debía de ninguna manera suceder en una sociedad. Desde esa época, esas palabras de Miqueas eran enseñadas en todas las sinagogas, en el templo, en la familia, en las escuelas. Todos los judíos sabían que lo más terrible que podía suceder a cualquiera era nacer o vivir en una familia dividida, sin amor, sin diálogo, sin solidaridad.

            Si el evangelio de hoy, pues, nos causa aún ahora una cierta desazón ¡cuánto más a los que judíos que escucharon a Jesús y al mismo tiempo recordaban las frases de Miqueas!

            ¿Qué era este Mesías que, contrariamente a lo esperado, no solo no venía a instaurar el dominio político de Israel sobre las demás naciones -eso era la paz que esperaban los judíos- sino que ni siquiera los iba a dejar tranquilos en casa. Todavía nosotros podemos tener el consuelo de "¡y bué con mi suegra me va mal de todas maneras!" pero, en aquella época, la suegra -que para los judíos era solamente una: la madre del marido, no la madre de la mujer- era sumamente respetada y querida.

            Cierto que cuando Lucas escribe su evangelio el recuerdo de las palabras de Jesús se entiende más fácilmente. Ya se ha producido la terrible escisión entre judíos y cristianos y la persecución iniciada por el judaísmo oficial es tremenda y hasta sangrienta. Los primeros cristianos, casi todos judíos, pierden sus empleos, son expulsados no solo de las sinagogas sino de sus lugares de trabajo, de sus casas, de sus propiedades. Los rabinos decretan que sean excomulgados, es decir tratados como leprosos, como publicanos, que ningún judío pueda casarse con ellos, ni invitarlos, ni frecuentarlos. El hacerse cristiano para muchos significaba tener que cortar definitivamente con entrañables vínculos.

            ¡Y todavía!: yo recuerdo, cuando era muchacho, vivía en el sexto piso de casa un judío observante, excelente y decentísma persona: cuando una de sus dos hijas se convirtió al catolicismo y se casó con un católico, este hombre puso un aviso en el diario de que su hija había muerto y durante varios días recibió visitas de pésame de sus amigos -que por su parte sabían lo que había pasado- y nunca más volvió a verla hasta su muerte, hace no muchos años.

            Pero, además, la iglesia para la cual escribe Lucas ya ha experimentado también los problemas que viven los cristianos convertidos desde el paganismo. ¡Cuántas costumbres, normas y formas de actuar de griegos, sirios y romanos, tanto en lo religioso, como en lo familiar, lo ético, lo económico, que el que seguía a Cristo no podía aceptar ni imitar y que lo distinguían, separaban y apartaban de los demás, aún de los de su familia!

            No: en época de Lucas, en donde ser cristiano ya era remar contra corriente, ser perseguido, e incluso pagar con pobreza, exclusión, destierro y hasta sangre el querer seguir a Cristo, el evangelio de hoy era el consuelo de una realidad dolorosamente vivida y el aliento a seguir siendo fiel al Señor; porque, después de todo ¿no sería mejor, para conservar la paz, la tranquilidad, la fortuna, el amor de los hijos, transigir, decir a todo que sí, aceptar las costumbres de los demás, adaptarse al ambiente, mimetizarse con la sociedad?

            Cuando se instauró y mientras duró la civilización cristiana, de todos modos, el envangelio de hoy, salvo en casos extremos, sonaba algo teórico, al fin y al cabo todo el mundo, aunque más no fuera en principio, aceptaba las misma reglas de juego, la misma ética... Pero, en esta era postcristiana en la cual vivimos, otra vez pagana, vuelven a ser actuales, a diversos niveles e intensidades, para todos, las palabras de Cristo. ¿Hasta donde, si soy médico, abogado, policía, comerciante o cualquier otra cosa puedo entrar en lo que entra todo el mundo sin vulnerar mis principios cristianos? Y si no quiero entrar ¿hasta donde estoy dispuesto a sacrificar amistades, ventajas, negocios, ascensos, por mantenerme fiel a Jesús?

            ¿Hasta donde en mi propia familia debo tolerar situaciones, actitudes, modos de actuar y de vivir incompatibles con mi ser cristiano y que si enfrento inevitablemente me traerán disgustos, cuando no enemistad y distancia?

            ¿Hasta donde si soy padre, debo enseñar a mis hijos a ser cristiano, cuando se que si lo son en serio en muchas cosas se van a poner en desventaja frente a los demás, van a sufrir, van a tener que luchar?

            O, al revés, ¡cuántos padres que quieren avivar a sus hijos porque les parece que se portan demasiado bien o son ingenuamente nobles! ¡cuántos hijos que se rebelan a sus padres si les exigen disciplina cristiana en el hogar!

            O en las amistades, ¿hasta cuando y hasta donde puedo seguir siendo amigo de una persona o de un grupo que me coloca en situaciones, conversaciones, diversiones, modos de actuar, que no son precisamente cristianos? No se diga nada del noviazgo.

            Y, entonces, ¿hasta donde exigir, hasta donde transigir, donde decir que si, donde que no...? Y si, finalmente, se me plantea impostergable y clara la disyuntiva ¿con quién voy a romper, con Jesús o con el grupo, con el amigo, con el novio, con el negocio?

            Y aún en la intimidad de mi yo, ¿acaso no se plantean también conflictos?: allí donde siento que también yo estoy dividido, entre mi gana de ser bueno, de ser cristiano, y mi egoísmo, mi pequeño o grande vicio, mi pereza, mi comodidad, mi tentación. ¿No me quitan acaso la paz mis pecados, mis transgresiones? o, mejor dicho, ¿no me quita la paz Cristo que no quiere dejarme tranquilo con mi descansada mediocridad?  Si peco, no estoy tranquilo con mi pecado. Y si no peco no estoy tranquilo del todo con mi no pecar. No: no necesito ir a un analista para saber que el tratar de ser cristiano me crea conflictos y represiones no del todo asumidas... la espada y no la paz.

            Por supuesto que sabemos muy bien que la paz que nos trae Cristo es de un orden superior y definitivo y que puede coexistir con la lucha, la espada y el conflicto con todo aquello que en mi y en los demás no es de Cristo, es todavía pagano, natural, mundano...

            Y es allí en última instancia donde va la palabra mordiente y quemante de Cristo en el evangelio de hoy: no nos quiere hablar solamente de la posibilidad de rencillas domésticas, de peleas familiares: para Cristo como para cualquier judío la familia es algo demasiado sagrado como para referirse a ella aludiendo a disensos de conventillo. En el mismo sentido de Miqueas Jesús ve en la familia el máximo de los valores humanos. Justamente por ello la pone ahora en la lista de las cosas valiosas que, en la gran opción por Cristo, aún a ellas uno tiene que estar dispuesto a renunciar. "El que no es capaz dejar padre, madre, hijos, hermanos, campos y aún su propia vida por amor a mi no es digno de mi." Es sencillamente la distancia enorme y abisal -e infranqueable si no lo es por la gracia- entre lo natural y lo sobrenatural, entre la creatura y Dios, entre lo temporal y lo eterno. Y si, finalmente, hasta la vida uno tiene que entregar por el Reino y el que quiera conservarla la perderá, también la familia que es parte substancial de la vida es algo relativo comparada con ese Reino y que solo adquiere sentido trascendente si elevada al orden sobrenatural.

            Nada menos dividido y mas unido que una familia verdaderamente cristiana, nada más noble y dichoso de ser vivido, nada que Dios más quiera y ame que una familia así, quien lo duda.

            Pero todo, aún los máximos valores humanos y sobre todo cuando no son cristianos, entran a ser relativos frente a Dios, frente a Jesús.

            El evangelio de hoy, pues, es simplemente otra manera que tiene Cristo de decirnos que solo Dios es Dios, y que Jesús es Dios.

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