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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1997. Ciclo B

20º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Juan     6, 51-59
Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo» Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.


Sermón

            En nuestros días, cuando tan importante es conservar la línea, pocos hay que desconozcan, al menos en sus líneas básicas, lo que es la nutrición. Aún en los diversos suplementos de los diarios no faltan semanalmente secciones dedicadas a la salud y los alimentos. Cualquiera sabe diferenciar los hidratos de carbono de las proteínas, y sus diversos efectos, sobre todo en cuanto son capaces o no de aumentar nuestro kilaje. Conocemos la anatomía y fisiología de nuestro sistema digestivo; tenemos nociones de los procesos complejos de digestión y asimilación que se producen en nuestro cuerpo. Sabemos que todo se reduce a un intrincado sistema químico fisiológico sin mayores misterios.

            Para el hombre antiguo en cambio en la alimentación había algo que excedía a lo meramente físico. No se trataba de añadir contenido a un recipiente, como agua a una jarra o arena a un balde, ni añadir elementos materiales como se suman los ladrillos para levantar una pared, sino que alimentarse suponía integrar en la propia persona, en el propio ser, aquello que se comía. Aristóteles atribuía esta extraña función a las potencias 'nutritivas' y 'aumentativas' -las llamaba- del alma vegetativa que todos los seres vivientes poseían y que ejercía esta función en las calderas del estómago, por medio del elemento fuego, transformando la comida en el propio cuerpo y haciéndolo crecer y desarrollarse. Lo misterioso de todo este asunto era precisamente que la materia alimenticia como tal desaparecía y el alma era capaz de transformarla en la propia persona.

            No es extraño que muy pronto el proceso del comer sirviera de metáfora para hablar de otras realidades que también servían al mantenimiento y al crecimiento de lo humano: por ejemplo el saber, el conocer, la sabiduría. Ya en la literatura mesopotámica y egipcias se habla de 'alimentos espirituales' o 'del hambre y la sed de la verdad'. Y hoy hemos escuchado, en la primera lectura, como el libro de los Proverbios utiliza esta misma metáfora para referirse a la sabiduría que propone la palabra de Dios: "Dice la sabiduría: venid comed de mi pan y bebed del vino que yo mezclé'. Y es precisamente este alimento de la sabiduría, de la ley de Dios, el que, como la comida material que permite la vida fisiológica, lleva al hombre al verdadero vivir: 'abandonad la ingenuidad, la ignorancia, y viviréis'.

            Es el pan de la palabra, de la ley de Dios, del decálogo, el que confiere al hombre la vida. Ya así interpretaban los rabinos los acontecimientos del desierto del Sinaí, el alimento del maná. Aquel misterioso pan caído del cielo, era en realidad símbolo del verdadero alimento que era la ley dada a Moisés. Comer el maná era en realidad cumplir con la ética del decálogo, con los mandamientos.

            Pero en este discurso del pan de vida que estamos leyendo estos domingos, en el evangelio de Juan, Cristo destruye esta convicción judía de que la vida verdadera pudiera provenir de alguna ética o moral, de alguna honorabilidad o decencia religiosa o rito, ni tan siquiera de la ética predicada por el mismo Dios en los diez mandamientos.

            La moral, los mandamientos, ciertamente sirven para la recta relación entre los hombres, para la expansión natural de la persona humana, para una cierta felicidad aquí en esta tierra, -leamos para ello a Séneca, a Epicteto, a Confucio, al mismo Moisés, o al moralista o, a lo mejor, al psicólogo o gurú que se quiera- pero sepamos que de ninguna manera seguir sus consejos y normas alcanza para obtener la verdadera vida, es decir la vida de Dios. Todo ello puede que sirva para mejorar la vida humana, pero no para alcanzar el existir divino.

            Y lo que Dios viene a ofrecer mediante Jesucristo es precisamente eso: su existir divino, su vida hecha carne en Él. "Y el Verbo se hizo carne". Ese Verbo en donde, según el mismo prólogo de Juan, está la vida.

            Ven no se trata de que -en nuestro evangelio de hoy- los judíos se escandalicen porque entiendan que Jesús quiera dar a comer su carne en una especie de rito antropofágico. No son zonzos; ya saben que Jesús está hablando de un comer metafórico. Lo que les escandaliza y rechazan cuando protestan "¿cómo este hombre puede darnos a comer su carne?" es que Jesús sostenga que la vida viene por él y no por la ley de Moisés. La palabra carne como la palabra cuerpo, en el mundo hebreo no es la parte material de hombre contrapuesta a la espiritual, a lo anímico, como en el mundo griego. Cuando Jesús habla de carne se refiere a si mismo como ser humano. Algo así como cuando le dice a Pedro 'no es la carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre que está en el cielo'.

            Lo que Jesús les está diciendo, pues, es que la vida divina no es alcanzada al hombre por el antiguo maná, por la ley de Moisés, por la moral, "vuestros padres comieron de ese pan y murieron"; sino por Él, Jesús, el Hijo del hombre venido del cielo, y entregado como hombre hasta la muerte.

            En la entrega de la carne, de la humanidad de Cristo en la cruz, porque la humanidad de Cristo está unida al Verbo, la palabra de Vida, porque "Él ha sido enviado por el Padre que tiene vida y vive por el Padre", por eso en la entrega de su carne, es entregada al hombre la mismísima vida divina, esa incapaz de ser alcanzada por el hombre por más esfuerzos políticos, económicos, éticos, médicos, técnicos, científicos que haga...

            Eso es lo que escandaliza a los judíos, que un hombre se atribuya el desmesurado papel de trasmitir la vida divina.

            Pero es justamente así como ha querido Dios abrirnos a la posibilidad de acceder a su existencia: no se trata de la fórmula ingenua de un premio o un castigo de ultratumba que se recibe si nos portamos bien o mal: se trata de una oferta de existencia más allá de la naturaleza, y a la cual el hombre no tiene el más mínimo derecho por mejor que se porte, por más exquisitamente que cumpla la moral o buenísimo sea. Se trata de un ofrecimiento producto del puro y gratuito amor de Dios y que nos hace en Jesucristo.

            Y recibimos a Jesucristo, la palabra de Dios, no solamente en cuanto lo escuchamos y conocemos, o leemos sus palabras, o tratamos de hacer de su ser y de su actuar nuestra norma externa de conducta, sino en cuanto en la fé, la esperanza y la caridad lo asimilamos íntimamente a nuestra propia vida, en lo que tiene de humano, pero también en lo que tiene de divino. Aquí vale más que nunca la metáfora del comer y del beber. Porque a Sócrates, a Confucio, al gurú, a Moisés, podemos escucharlos, estudiar lo que dicen, y hasta tratar de hacerles caso, pero a Jesús debemos comerlo, digerir su vida y enseñanzas, hacerlo uno con nuestra propia vida, "el que come mi carne y bebe mis sangre permanece en mi y yo en él". Eso no se logra solo sabiendo algo de catecismo, leyendo de vez en cuando la escritura, tratando de portarse bien, ni siquiera tragando materialmente la eucaristía; eso se obtiene solo en oración y amor, en meditación y lectura, en el saboreo cotidiano y largo de su palabra y su presencia, en unión de amante y amado, en esa consonancia y simpatía que se alcanza en la compañía silenciosa y prolongada, en amistad que es compromiso y entrega, total adhesión y dación incondicionadas.

            Es de este comer y beber que habla principalmente el discurso de Jesús. Pero es inevitable que al leerlo el cristiano piense de inmediato también en la eucaristía, ese signo eficaz de la gracia donde palpita realísimamente la presencia amante y entregada de Cristo. Esa liturgia eucarística donde primero el creyente afirma su adhesión a la palabra de Dios de las lectura bíblicas en la proclamación del Credo y significa su propio entregarse a Dios y a los demás en la oferta del vino y del pan. Jesús hace suya esa ofrenda y consagrada la transforma en su propio ser, en su propio vivir y es esa vida la que nos retorna en la comunión. Nada de eso es mecánico, mágico, es el movimiento de vocación de Dios y respuesta del hombre plasmado en signos sacramentales. Es el diálogo de amor de cada uno y Jesús expresado en gestos de vino y de pan. Si para el fiel eso queda solo en rito externo, la eficacia de la presencia divina se diluye.

            Es solo tratando de vivir en serio nuestra condición de cristianos como comulgar con el pan de la eucaristía alcanza su plena significación y eficacia y se nos da la vida. No se entiende que alguien quiera comulgar y, al mismo tiempo, no intente vivir una conducta en sintonía con Jesús y en consonancia con la doctrina de la Iglesia. No se comprende cómo, quien no lleva una vida regulada por la palabra de Cristo y de su Iglesia, pretenda acceder a la comunión eucarística. Toda comunión que no sea signo de nuestro querer identificarnos plenamente a El, su vida y su doctrina, en entrega de amor a Dios y a los demás, es un gesto de por si mentiroso e hipócrita, por más buena intención o ignorancia que se tenga al hacerlo. Al que por cualquier razón está en una situación irregular frente a la ley de Dios y de la Iglesia, más le vale unirse a Jesús en la humildad de reconocer que uno es impotente para adecuarse totalmente a él, y por lo tanto no comulgar con el pan eucarístico, y comulgar, en cambio, en el sentimiento de ser un pecador que se reconoce tal -frente a aquel que precisamente vino a llamar a los pecadores- y por lo tanto a lo mejor siendo más digno de la misericordia de Dios que aquel que comulga alegremente con su boca y con su estómago y hoy en día hasta con su mano pero no con su corazón.

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