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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

21º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 22-30
En aquel tiempo: Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?» El respondió: «Tratad de entrar por la puerta estrecha, porque os aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, vosotros, desde afuera, os pondréis a golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos" Y él les responderá: "No sé de dónde sois" Entonces comenzaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas" Pero él os dirá: "No sé de dónde sois; ¡apartaos de mí todos los que hacéis el mal!" Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y vosotros seáis arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos»


Sermón

            No hace mucho tiempo el evangelio de hoy, convenientemente predicado, suscitaba sentimientos de profundo temor y, en muchos, deseos sinceros de conversión. Si bien no siempre la gente se desmayaba, como cuando al respecto predicaba el abate Massillón en París, el siglo pasado, insistiendo en la mínima cantidad de gente que se salvaría, por lo menos este evangelio era escuchado con seriedad.

            Si hoy hiciéramos una encuesta por la calle sobre cuáles son los problemas más graves de la gente a nadie se le ocurriría mentar el de nuestro evangelio de hoy; la respuesta probablemente sería en primer lugar, la desocupación, en segundo, los bajos sueldos, en tercero la estabilidad de Cavallo, el cuarto el Sida o algo semejante...

            Y si a alguno se le preguntara en que lugar de sus preocupaciones pondría el problema de la salvación, probablemente parpadearía sorprendido o lanzaría una sonora carcajada...

            Por cierto que esto no sería sino la constatación de que una enorme porción de la gente ya ha dejado de ser cristiana hace tiempo y que su interés por la Vida verdadera ha sido totalmente suplantado por el interés en las cosas de este mundo. Cada vez menos el hombre contemporáneo piensa en su fin, en el significado de su vida, en el sentido de su existencia. El mirar por el mañana con su perspectiva de vejez y de muerte se distrae lo más posible con el esfuerzo de lograr el pleno disfrute del instante, del hoy... Y el supermercado del mundo, aún entre los más pobres, mediante la ventana fascinante de la televisión, muestra a todos paraísos de objetos y de bienes a poseer en esta tierra, capaces de distraer totalmente la esperanza que se pudiera tener de cielo y de verdadera plenitud.

            Y esta perspectiva miope no la tienen solo aquellos que ya han dejado de creer, o se percibe únicamente en el ateísmo militante de los que niegan sin más toda trascendencia, o en la cantidad de bautizados que ya no practica; ésto está metido ya en los propios católicos más o menos practicantes, muchos de los cuales han dejado de tener como clara meta motora y objetivo de su existencia la salvación, el cielo, la santidad.

            Aunque no se niegue o descarte explícitamente, la salvación, el cielo, solo queda como vago consuelo para el día de la muerte de algún ser querido; tema obligado a ser mencionado por el cura en un velorio o en una misa de difuntos, pero de ninguna manera como el horizonte último hacia el cual, a conquistar, ha de encaminarse la vida del cristiano.

            Muchas causas han llevado a esta situación. La mentalidad del ambiente, forjada a golpes de ideologías anticristianas, y que no puede dejar de influir en el católico inmerso en ella. Pero quizá, peor, una dinámica de vida que ya no nos deja en paz: solo el que se saca el Prode puede dedicarse a pensar en el sentido de la vida. Los demás han de yugar para mantenerla; y no hay nivel ni status más o menos pudiente que no exija, para mantenerlo o para superarlo, constante inquietud y atención. Porque prescindiendo de aquellos que tienen que trabajar para apenas comer y subsistir, las cosas hoy se fabrican para que rápidamente dejen de servir de tal manera que ya tengamos que estar pensando en conseguir la nueva. Los más grandes hemos vivido una cultura menos cambiante, de cosas durables y de valores más permanentes, pero hoy las cosas, para los jóvenes son distintas. No hay descanso, no hay reposo, no hay nada que una vez obtenido satisfaga y nos de tiempo a pensar. El mundo de la computadora puede servir de ejemplo ‑como lo vemos en los diarios de estos días‑: cuando uno terminó de aprender bien un programa, ya salió uno nuevo que hace que sea anticuado el anterior, todos a comprar y aprender el nuevo Windows 95; cuando uno ya está por dejar su vieja 486 y cambiarla por una Pentium, ya sabe que está anunciada la P 5 que la supera, para el año que viene, y ya en proyecto la P 6. Así en todo, el que del video se pasó al video láser, ya tiene que aguardar que salga a la venta pronto el chip para el video alta definición y, en no mucho tiempo, el tridimensional. Lo mismo pasa con los autos, las comunicaciones, las posibilidades de diversión... El mismo mundo de la política o del espectáculo o del periodismo, nos obliga a una continua dispersión: a ver quien da la noticia más espectacular, quien introduce la novedad más llamativa, quien asombra más con sus actitudes, sus palabras, sus propuestas... de modo de tener más clientes, más compradores, más ratting, más votos, más espectadores... Se vive de la novedad.  Lo mismo pasa lamentablemente en el mundo de las relaciones interpersonales, cuando ya conquisté esta mujer, o este varón, ya empiezo a aburrirme y ya tengo que empezar a pensar como conquistar al próximo... Y sin embargo no son las cosas nuevas las realmente valiosas: el Quijote nunca envejece; el diario de ayer ya solo sirve para el botellero. La sexta sinfonía, la pastoral, siempre es joven; la canción de moda de la semana pasada ya no se vende más. La mujer que verdaderamente amo nunca se transforma en vieja.

            Pero precisamente, en este mundo de propuestas llamativas y cambiantes, de productos funcionales y descartables, de continua atracción por la novedad y por lo que trataré de adquirir o cambiar mañana, de 65 canales que puedo constantemente zapear, la propuesta de la salvación parece anacrónica, descolgada, si no aburrida o incolora.

            Quizá justamente porque es incolora. Porque la salvación no es ni más ni menos que el mismo Dios, el disfrutar a Dios y de hecho Dios es precisamente ello: inodoro, incoloro e insípido por definición. Es invisible para nuestros ojos y por ello dificilmente deseable. Nuestros sentidos han sido programados por millones de años de evolución para percibir solo algunas cualidades del mundo creado: las ondas electromagnéticas que van del rojo al violeta, alguna gama de vibraciones sonoras de lo grave a lo agudo, cuatro o cinco gustos, una pobre paleta de olores... determinados tamaños: no podemos ni ver un átomo ni abarcar distancias siderales, solo vemos de los volúmenes la cara que nos presentan, etc. etc. Y por eso nuestro cerebro en su estado actual no está hecho para ver y sentir a Dios, que no tiene ni color, ni olor, ni volumen, ni tamaño; ni siquiera está hecho para imaginarlo, solo para pensarlo o simbolizarlo... Recién a través de la metamorfosis pascual de la muerte podré percibirlo como es, cuando yo mismo y mi cerebro sean transformados. Mientras tanto solo soy capaz de encontrarme con Dios a través del símbolo o del pensamiento o de las cosas creadas si no me distraigo en ellas, y, en la economía cristiana, mediante Cristo, su palabra y los sacramentos... La fe solo potencia mi modo de pensar y simbolizar pero no me hace ver a Dios.

            ¡Que competencia puede haber pues entre el Dios que solo puede ser simbolizado, pensado y amado, con las cosas de este mundo que pueden ser disfrutadas y sentidas, vistas y palpadas, adquiridas y usadas...!

            Algo de eso ha influido en la predicación de muchos de nosotros ‑obispos y sacerdotes‑: cómo es tan difícil predicar a Dios y la salvación al mundo de hoy, sumergido en preocupaciones temporales, hablémosle de cosas temporales: prediquemos cosas que se puedan entender: derechos humanos, fraternidad, buenas costumbres, amistad, justicia social, democracia, viva el amor... y dejemos de lado lo que no van a entender, lo que no tiene mercado, lo que no me puede hacer llenar la iglesia ...

            Démosle guitarra eléctrica, bombo, sentimiento, convulsiones carismáticas. O, peor, pongamos a Dios al servicio de sanaciones, promesas de trabajo, arreglo de problemas sentimentales, ilusiones mundanas, milagros...

            En otras épocas, por lo menos, la dificultad de hablar del cielo se compensaba con la facilidad que se tenía para hablar del infierno. Si era difícil referirse a la salvación en forma positiva era harto fácil hablar de lo infernal. ¡Qué de torturas espeluznantes en la predicación, qué de imágenes pavorosas en la pintura, en los viejos libros de devoción! Qué sublime, pero que tedioso, a lo mejor, para algunos, en La Divina Comedia del Dante el tercer libro, el del Paraíso, en cambio, qué divertido el primero, el del Infierno.

            Nuestra vertiente sadomasoquista gustaba oir hablar del averno como hoy se complace en ir a ver películas de terror... Pero, al menos aquello era saludable.

            Pero ¡quién se atreverá hoy a hablar del infierno, aunque haya sido nuestro siglo el más fértil de la historia en eso de inventar torturas!  Primero, porque a cualquier persona educada de nuestros días toda esa imaginaría simbólica no puede sino provocar risa. Segundo, porque lo poco que se pueda pensar de su existencia parece contradecir a ojos vistas lo que el evangelio nos muestra de la misericordia de Dios.

            Y, por eso, la cosa para la mayoría de los cristianos ya se da por resuelta. Dios ‑que es tan buenito‑ no puede permitir que nadie se condene. Todos se salvarán. Entonces, ¿para que hablar de algo que ya está asegurado? Y no cuentan acaso, para reasegurarnos, que los que supuestamente al borde de la muerte vuelven a la vida todos vieron un largo túnel con una luz azul al final y un brillo deslumbrante con figura de Cristo esperándolos...

            Para qué gastarnos en hablar de algo que tenemos seguro, no solo los cristianos, sino también, en alegre ecumenismo, los no cristianos; para qué ni siquiera tratar de convertirlos, de llamarlos a la fe...

            Y por Dios, quien será tan abominable, egoísta o envidioso que no quiera que todos se salven. ¡Ojalá sea así: que todos se salven, incluso los demonios, como pretendía Orígenes, aunque por ello fue condenado por la iglesia!

            Pero todo eso entonces ¿no hace inútil la revelación, el cristianismo, la predicación? ¿Acaso no es ese el objetivo del cristiano, la salvación? ¿Acaso no es ese el bien que en caridad tengo que procurar a los que amo? Para qué la urgencia que resuena siempre en la predicación de Cristo del estar alerta, del convertirse, de sus llamadas a temer la condenación, la gehena, el juicio... Por más simbólico que sea lo de la oscuridad y el rechinar de dientes, lo de la gehena del fuego y el juicio final, ‑símbolos necesarios para avizorar lo que de otra manera no se podría entender, como decíamos recién, porque pertenece a una esfera de realidades para las cuales todavía no están preparados nuestros sentidos y nuestra mente‑ ¿no habrá detrás de esas imágenes alguna realidad terrible, alguna posibilidad de fracaso, de frustración final, de muerte enfrentada con la vida y, si no una realidad terrible, una nada, comparada con la oferta del cielo, más terrible aún..?

            Por otra parte ¿quién ha dicho que el cielo sea algo debido al hombre, cuando para ello ha hecho falta la encarnación, el misterio pascual, la muerte de Cristo, y según San Pablo requiere una opción consciente, una oblación plena de uno mismo, el cumplimiento de los mandamientos del amor, una vida acorde con la gracia...

            ¿Quien dice que humanamente merezcamos más que esta vida que llevamos y que bien parece conformar y llenar las aspiraciones de la mayoría de la gente?, ¿no es acaso el cielo inmerecido, gracia, don sobrenatural... En que cromosoma, nosotros homo sapiens, descendientes de los monos, tenemos inscrito el programa de ser hijos de Dios, hermanos de Jesús, herederos del cielo; que ciencia humana podrá llevarnos más allá de nuestra caduca naturaleza y nuestra biología...

            ¿Que es la salvación sino una mentira si no nos salva de nada; para qué tomarnos en serio algo que ya nos es dado simplemente por naturaleza, por el hecho de ser hombres, por una imposición de Dios que no encuentre algún tipo de respuesta en nosotros?

            Jesús se niega rotundamente a referirse al número de los que se salvarán. Pero tampoco dice, aquí ni en ningún otro lado, que todos se salvarán. Y más bien hoy sus palabras adquieren un tono de urgencia, de amorosa advertencia, de fraternal temor: sea lo que fuere de cuántos se salven ‑y ojalá sean todos‑, la puerta es estrecha y muchos querrán entrar y no lo conseguirán.

            Y todo esto no es para asustarnos sino para que tomemos en serio nuestra vida y nuestro existir cristiano, para aumentar la alegría del combate y el gozo de la victoria.

            Dios, que hasta a su Hijo entregó por nosotros, nos tenga piedad.

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