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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo C

21º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 22-30
En aquel tiempo: Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?» El respondió: «Tratad de entrar por la puerta estrecha, porque os aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, vosotros, desde afuera, os pondréis a golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos" Y él les responderá: "No sé de dónde sois" Entonces comenzaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas" Pero él os dirá: "No sé de dónde sois; ¡apartaos de mí todos los que hacéis el mal!" Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y vosotros seáis arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos»


Sermón

            "Señor ¿cuántos se salvarán?" La pregunta de Pedro responde a interrogantes que nosotros mismos solemos hacer cuando se nos ocurre reflexionar sobre estas cosas y especialmente cuando empezamos a barajar números. Las multitudes de seres humanos que inmediatamente se presenta a nuestra mente cuando se nos habla de la India o de China o de lo que será la población del mundo después del año 2000. Esos accidentes que de pronto hacen morir a cientos de personas en un atentado, en un accidente de tren, en el hundimiento de un lanchón en el Ganges; los guarismos que nos brinda la UNICEF de niños que mueren por día en el mundo; o también de la cantidad de abortos ¿que hace Dios con toda esa gente, en el supuesto de que todos son personas, seres humanos, en principio llamados a la participación de la vida divina? No hablamos tanto de los cristianos, de los bautizados, -aunque también de ellos- sino de los que nunca han conocido ni conocerán a Cristo, peor, de los de los que nunca, por no haber alcanzado el uso de razón podrán realizar conscientemente un acto de fe capaz de abrirse al don divino.

            Claro que el problema del número es puramente psicológico. Como en nuestro experiencia no podemos alcanzar en amistad más que a un puñado de congéneres, las multitudes nos parecen anónimas, inmanejables, en el fondo inhumanas, ya que humano es solo, para cada uno, lo que podemos manejar con nombre y apellido. Los demás no existen, solo son noticias en los diarios, números estadísticos. Por eso nos parece impensable que Dios se ocupe de cada uno de la infinidad de los seres humanos que han poblado y poblarán la tierra. Tampoco podemos imaginar a esas multitudes ubicadas con nosotros en el cielo. Pero el hecho de que nosotros apenas podamos contar más allá de nuestros dedos y que tengamos pánico a las muchedumbres nada prejuzga respecto de Dios ni del cielo: Primero porque el ámbito geográfico del cielo y su supuesto espacio y aún los nuevos cielos y la nueva tierra son ámbitos inimaginables y sería ridículo el concebirlos a la manera como los antiguos hebreos lo parangonaban al valle de Josafat; segundo porque la mente de Dios no mira masas, sino que, como dice san Juan, a cada uno nos llama por su nombre. Si Dios detiene su atención para que existan aún en cada átomo, en cada estrella del infinito cielo, en el más mínimo de nuestros pensamientos, cuanto más veinte hombres le darán lo mismo que millones y millones. Y la eternidad, que no admite división y al mismo tiempo es infinita, da para que Dios la dedique toda entera, sin fisuras, al mismo tiempo y permanentemente, a cada uno de los salvados, como si no tuviera a ningún otro de quien ocuparse.

            Pero es verdad que Pedro -al fin y al cabo casi un aldeano y en una población palestina que en aquel tiempo no superaría unas decenas de miles de población- tenía menos problemas que nosotros para imaginarse estas cosas. Con lo que ya es claro que mejor es no imaginarse nada, ya que nuestras percepciones normales de esta tierra no tienen demasiado parangón con aquello en lo cual seremos transformados y lo que Dios nos dará y seremos en el cielo. Cuando ese gran teólogo que era San Buenaventura, comienza para sus estudiantes el tratado sobre los fines últimos, decía, "de esto hablaremos lo menos posibles, porque el cielo está tan más allá de nuestra posibilidad de pensarlo que es mejor desearlo y buscarlo que describirlo o tratar de imaginarlo".

            Con lo cual también queda pospuesto el problema de si se salvará o no el sacerdote azteca que ignorantemente clavaba su puñal de pedernal en el pecho de sus víctimas creyendo que con ello agradaba a sus dioses o lo que sucederá con el negrito de Africa que antes de saber hablar y de que le llegue un misionero es devorado por un león, ni con los miles de abortos cotidianos, ni si se salvó mi tía abuela o el jefe de mi oficina. Juzgar de la justicia de Dios es tan lejano a nuestras posibilidades como el comprender las extrañas cosas que a veces decide con su sabiduría, o como tratar de describir, a lo Dante, un mapa del Cielo. Precisamente la Divina Comedia, siendo como es una cumbre de la literatura mundial, nos muestra la total ineptitud humana para describir lo que está más allá de nuestro tiempo.

            Con lo cual razonablemente Jesús ignora la pregunta de Pedro y nos deja a todos con las ganas de saber algo al respecto y, en lugar de responder a su vana curiosidad, nos advierte sobre el como y el modo de conseguir la entrada.

            Está claro que todo depende de que el dueño de casa abra o cierre la puerta. Sabido es que la plenitud celeste a la cual Dios nos invita está mucho más allá de nuestras humanas posibilidades. El "vos podés", "está a tu alcance conseguirlo", "proponételo y llegarás" de los programas de autoayuda y de las diversas formas del yoga y del new age aquí no tienen la más mínima aplicación. El hombre por sus propias fuerzas y con su sola valía no llega más que allí donde reina lo humano: podrá llegar a las profundidades del mar o a los más lejanos planetas de cualquier galaxia, pero de ningún modo puede llegar, librado a si mismo, a los dominios de Dios. Eso escapa a sus programaciones, a las posibilidades de su cerebro, incluso a los deseos más desorbitados de su mente. Dios podría dejar perfectamente al hombre en su condición natural sin ofrecerle más que la vida en este mundo y una piadosa muerte y 'se acabó', sin herir ninguna justicia, sin que nada el hombre pudiera reclamar. Nadie podría quejarse de que allende la vida humana, más allá de la muerte, no hubiera nada. De hecho gran parte de la humanidad vive sin dramas esa sencilla convicción.

            Por eso no está demás repetirlo una y otra vez: la vida eterna no es natural al ser humano, es sobrenatural; compartir la vida divina no surge de lo humano, ni de sus virtudes, ni de sus energías, es pura y simplemente gracia. Dios no comete ninguna injusticia si no la da.

            Una vez dicho esto -que solo si al dueño de casa se le ocurre por amor abrirte la puerta tenés algún derecho a tratar de ingresar en ella- Jesús ahora te indica que mientras tengas tiempo, te apures y esfuerces por tratar de entrar. Tarde o temprano esa puerta se va a cerrar: permanecerá abierta solo el tiempo que goces de libertad en esta vida. El día que te mueras, o el día, en que entres en coma o antes, por un accidente vascular o mera senilidad, dejes de tener libertad y no puedas tomar ninguna decisión, allí ya la puerta se habrá cerrado para vos. Mejor que ese día te sorprenda adentro y no afuera porque te negaste a seguir a Jesús, a aceptar la oferta de su liberalidad.

            Pero aún aceptando la invitación tampoco te dice el Señor: entren, entren nomás, ingreso irrestricto, sin condiciones, sin exámenes previos, sin cuota: basta hacer la cola, basta asistir a clase o truchar exámenes para que al final a todos les den el título.

            Es la terrible pedagogía de nuestros tiempos. Todo te lo presentan fácil, sin esfuerzos, sin ni siquiera premios ni castigos: no hay que poner notas, porque eso discrimina y además crea complejos de inferioridad o superioridad inadmisibles en una sociedad igualitaria. Por supuesto no tampoco a las amonestaciones -así lo quieren nuestros inefables concejales que, desde que son diputados, son peores que antes, pero con más sueldo-. Y los padres corriendo a facilitar todo al chico; a protestar a los maestros si éstos son severos con ellos, a escuchar cómplices las quejas de sus hijos frente a la dificultad de la materia o a la maldad del profesor, a mirar para otro lado cuando no lo ven nunca estudiando, a costearles todos sus gustos y diversiones... Todo fácil, todo liso, todo a favor del viento.

            Cuando aparece la primera dificultad, allí la rebeldía, el volverse atrás, el echar siempre la culpa a los demás de los propios yerros, el ser incapaces de enfrentar con serenidad los obstáculos, los inconvenientes, las situaciones fatigosas prolongadas. Lo mismo les pasará en el matrimonio: al primer berrinche o choque: separación. Total para eso me casé para ser feliz y si ya éste o ésta me fastidian, ¡chau! y a otra cosa. Me prepararon para lo fácil, y resulta que la vida, al menos el vivir como corresponde a un ser humano, es difícil, dura, costosa. Si no lo experimento en mis actividades opcionales: ser un buen deportista -que puedo prescindir de ello-, un buen lector -que hay quienes jamás leen un libro-, un buen científico, un buen padre de familia, un buen amigo, todas actividades que exigen tenacidad, empeño pero a las que puedo obviar, el mundo de lo económico en cambio me demostrará a palos que la única manera de ir adelante es esforzándose, lo quiera o no lo quiera. Allí si tengo que entrar -y eficientemente- en la casi esclavitud de la empresa, de la competencia, de que no me desplacen los demás, de no quedarme atrasado en las nuevas técnicas, de mantenerme siempre en forma y juvenil para que a nadie se le ocurra echarme por viejo -o por vieja-. Lo de la igualdad quedó atrás; lo de lo hacer lo que se me antoja también. Aquí si que, si no tengo hábitos de disciplina desarrollados desde joven, si no sé aplazar las ganas de divertirme, si no estoy capacitado para enfrentarme con atolladeros, si no poseo una cierta ascesis, me sumaré al número no solo de los marginados, sino de los amargados y resentidos, que pueblan esta civilización en que desde chicos nos enseñaron que todos éramos iguales y todo era fácil cuando resultó de hecho que somos profundamente desiguales y ningún éxito verdadero se alcanza sin voluntad y desvelos.

            Pero el facilismo también impera en las relaciones del hombre con Dios, no solo por la superoferta de cultos y religiones hechas a la medida de cualquiera y para todos los gustos y tendencias, sino porque aún en el catolicismo la pendiente es cada vez más a todo allanar. Siempre se encontrará una razón -e incluso un cura- que exima del mandamiento o del precepto. En nombre de las costumbres, de la misericordia de Dios, del aggiornamiento, de la inculturación, de los nuevos tiempos, de la juventud, cualquier disparate puede encontrar carta de ciudadanía en la moral cristiana, en la liturgia, en la música sagrada, incluso en la doctrina. El asunto es hacer fácil, atractivo, llevadero, el cristianismo al hombre de hoy. Toda exigencia parece poco cristiana, toda negativa, intransigencia, toda sacralidad tediosa ...

            Cristo en nuestro evangelio pone las cosas en su lugar. No contesta si muchos o pocos serán los salvados: Ni te alarma con tremendistas amenazas de condenación, de inminentes fines espantosos del mundo, de pavorosos castigos divinos que solo podrás evitar si rezás esto o aquello, ni te dice que por este solo pecado o por aquel o porque no hiciste abstinencia el viernes te vas a asar perpetuamente en el infierno, pero tampoco te tranquiliza con lo de que, ¡tan, tan bueno, es Dios! que por una especie de decreto o amnistía final más allá de tus pecados o de tu fe o de tu caridad o de tus obras, decidirá la salvación de todos.

            Cristo hoy te habla de una posibilidad real de salvación, sí, pero en la cual está implicada tu responsabilidad, en donde no basta simplemente llamarse judío o cristiano o lo que sea, y en donde lo fundamental será, como respuesta a Dios, no solo haber comido y bebido con él y escuchado sus enseñanzas sino haber obrado de acuerdo a ellas.

            La salvación es un asunto serio. Por más misericordia que haya, nunca será lo mismo un santo o una santa que un truhán. Nunca será igual ser cristiano que infiel. Que Dios no permita, pues, que nos quedemos fuera del banquete; y, en estas épocas de incredulidad y misión, que Jesús y María nos hagan instrumentos suyos para que de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, vengan muchos a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios.

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