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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2003. Ciclo B

23º Domingo durante el año
(GEP 07/09/03)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Abrete.» Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

Sermón

            Cuando evocamos el mundo griego y el romano, nuestra imaginación se puebla de las maravillosas esculturas de mármol blanco que exhiben los museos de Europa y de los restos bellísimos, también de níveo mármol, que se levantan tanto en Grecia, como en Sicilia, en Roma, en Paestum... Magníficos en sus líneas, en su pureza, en sus gloriosas memorias. Sin embargo, si pudiéramos estar presentes en los tiempos cuando dichas esculturas y monumentos eran objetos vivos para los hombres que los esculpieron y levantaron, nos invadiría una sensación de extrañeza, al mismo tiempo que, quizá, de decepción. Porque, en su origen, dicha alba pureza estaba recubierta de colorinches, estucos y adornos de mal gusto; los templos ocupados por multitud de ídolos, hechos de cabezas recubiertas de máscaras de oro, sí, pero de cuerpos fabricados con armazones de madera recubiertos de trapos, en donde -según las crónicas- anidaban ratas e insectos sin número, sus paredes con colgajos de ex votos de horrible factura, en el suelo restos putrefactos de sacrificios de reces y de pájaros, todo viciado por humaredas de antorchas, lámparas de aceite y grasa quemada, olores humanos sin desodorante, desperdicios tirados por la calle y, en las proximidades, gritos obscenos, chirriar de carruajes, cánticos destemplados, discusiones, suciedad y ruido por todos lados... Gracias a Dios, implacable, el tiempo ha depurado todos esos monumentos, estatuas y ruinas de su cáscara perecedera y horrible y hoy son contemplables en paz y majestad.

            Lo mismo sucede con la literatura y la ciencia de esos pueblos. Solo han pervivido los grandes clásicos. En Roma, Ovidio, Cicerón, César, Virgilio, Horacio, Plauto, Marcial, Apuleyo... Los escritores de cuarta, los comediantes populares, los panfletos, los pasquines, los poetas ocasionales o cortesanos, los plumíferos de mal gusto... no dejaron huella alguna, aunque fueron tanto más abundantes que los verdaderamente valiosos. Cronos todo lo decanta y va acuñando y salvando solo lo permanente, lo imperecedero...

            Algo de ello sucedió también con las ciencias y, especialmente, con la medicina. Cuando se escribe la historia de esta ciencia o arte, surgen a nuestra memoria entre los griegos Hipócrates-el del juramento médico-, cuanto mucho Herófilo, Erasístrato, las escuelas de Cos, de Cnido, de Pérgamo, de Esmirna... Y, entre los romanos, Celso, Dioscórides, Columela, activos en la época de Cristo y de Marcos, y posteriores, Rufo de Éfeso y, sobre todo, Galeno -el 'epónimo' de los médicos-, muerto en el año 200, al servicio de Septimio Severo.

            Ellos marcan como la prehistoria de la ciencia médica moderna, porque buscaban las causas naturales de los desórdenes de la salud. Si bien nunca descubrieron para qué servían cada uno de los órganos del cuerpo, y su saber se basaba en principios erróneos, -como el de que todo estaba presidido por los cuatro elementos primordiales: fuego, agua, aire y tierra, que respectivamente presidían los llamados humores: el fuego, la sangre; el agua, la flema; el aire, la bilis negra, (la 'melan-colía); la tierra, la bilis amarilla-. Sostenían, en general, que el desequilibrio de estos humores eran los que provocaban las enfermedades. Todo eso, aunque erróneo, representaba un notable avance sobre otras técnicas mucho más populares de obtener la salud, como la magia y el recurso a divinidades especializadas. Porque ambas técnicas presuponían que las enfermedades no se debían a causas naturales sino que eran obra de demonios o resultado de alguna maldición mágica, para cuyo remedio era preciso recurrir a la magia contraria. Por eso no solo eran visitados por ingentes masas los santuarios del dios Asclepio, de Epidauro, pero desembarcado en Roma, en la Isla Tiberina -donde todavía hoy funciona un hospital-, sino multitud de embaucadores profesionales que recetaban todo tipo de pociones, amuletos, conjuros, con los cuales pretendían expulsar o alejar a los espíritus fautores de la enfermedad.

            Digamos que, como parte de las enfermedades se deben a factores psicofísicos, estas técnicas podían fortalecer el temple del enfermo y ayudarlo a superar algunas de sus dolencias. (De ello se valen todavía sanadores y curanderos contemporáneos.) En realidad, salvo las intervenciones propiamente quirúrgicas que los médicos 'hipocráticos' -los científicos, digamos- realizaban con algún conocimiento anatómico, en lo demás -y con sus principios erróneos arriba mencionados-, tenían tanta eficacia como los sanadores y magos.

            Tanto es así que el famoso Plinio el Viejo, autor de su famosa Historia Natural, hablando de los médicos, cita a Catón que le escribía: "Son la ralea más inicua e intratable. (...) Se han conjurado para asesinarnos a todos con su medicina... ¡Evita trato con los médicos!"

            Pero es verdad que la medicina entonces estaba totalmente en pañales. Tanto es así que uno de los más famosos farsantes del siglo primero antes de Cristo en Roma, Asclepíades, fue un maestro de retórica procedente de Bitinia que, bajando a Roma y no ganando un peso como retórico, se hizo pasar por médico. Lo curioso es que solo con el recurso de cinco reglas básicas: 'ayuno', 'abstinencia de vino', 'masajes', 'caminar' y 'guiar carros', ayudadas por extravagantes placebos, y otros emplastos y ensalmos, logró la curación de muchos, sin haber leído nunca ni una sola palabra de Hipócrates.

            Y no se vaya a creer que los médicos hipocráticos no mezclaran su supuesta ciencia con otras recomendaciones, (algunas repugnantes y Vds. perdonarán que las mencione). Por ejemplo Dioscórides receta: 'si uno es picado por un escorpión: majarlo y comerlo'; 'para la diarrea de los niños supositorios de excrementos de ratones'; 'sangre de golondrina para las cataratas'; 'uñas, pelos y exudados de los cuerpos humanos en los gimnasios para cataplasmas sobre el ciático'; 'sangre de perro para la hidrofobia' y 'de tortuga para la epilepsia'; 'vino y estiércol de cerdo para las congestiones'; 'la propia orina para la picadura de víbora' y así siguiendo ... Lo mismo que amuletos para protegerse de enfermedades. Como protección contra las fiebres: infinidad de tipos de piedras energéticas -(parece que no ha pasado el tiempo)- o determinadas plantas colgadas de la puerta de la casa, o en collares al cuello, en la muñeca, en los tobillos -ya habla de una cinta color púrpura-. Lo mismo, diversos polvos de plantas o entrañas de animales desecadas contra las pústulas, contra la hidropesía, contra los peligros del parto, o, al revés, como anticonceptivos, sobre todo si se mezcla la yerba indicada, 'arrancada preferentemente en noche sin luna', con hígado de mula. Todo esto se encuentra no en los libros de magia, insisto, sino en los de Dioscórides, supuestamente médico, no mago, contemporáneo de Marcos.

            El mismo Plinio, tan crítico de los médicos -y, por supuesto, de los magos- es curioso como admite que existan palabras, gestos, acciones curativas, que muestran cuán lejos estaba de menospreciarlos totalmente. En su misma Historia natural, en donde da pie para la creencia de augurios y pronósticos astrológicos, cuenta, sin criticarlas, de las costumbres de recitar determinados conjuros antes de viajar, desear la salud al que estornuda, derramar agua bajo la mesa cuando se menciona al fuego durante una comida, cortarse el pelo determinados días para evitar su caída (lástima no haberlo sabido antes), o llevar determinados elementos para evitar accidentes imprevistos.

            Entre otras cosas pasa a describir los efectos benéficos que poseen las excrecencias y humores procedentes del cuerpo humano. La saliva ocupa un lugar importantísimo. Dice literalmente: "la saliva del ser humano en ayunas es la mejor defensa contra los tósigos". Otra aplicación: escupir sobre los epilépticos durantes sus ataques. También, si alguien ha sido excesivamente presuntuoso en su trato con los dioses, le ayudará a obtener su perdón escupir en su propio regazo. 'Escupirse en la mano', sostiene, 'aumenta la fuerza del golpe que se piensa asestar' -costumbre que aún se usa entre los compadritos de barrio-. La saliva se recomienda también para los diviesos, para la lepra ulcerosa, para las enfermedades de los ojos y los dolores del cuello, (aunque ha de tenerse cuidado de aplicar la saliva en la rodilla derecha o izquierda con la mano del mismo lado). Si una serpiente está por morder y uno logra escupirle en la boca abierta, sus fauces quedarán abiertas.

            Tengamos en cuenta que las propiedades de la saliva estaban fuertemente avaladas a altísimo nivel. Tácito y Suetonio narran que, en Alejandría, un ciego que logró acercarse al emperador Vespasiano le pidió que le tocara sus ojos con saliva. El emperador lo hizo y el ciego se curó.

            Añadamos que, a los millones de amuletos, pociones, piedras, templos terapéuticos, una de las formas mágicas más importantes de curar era el recurso a ensalmos, frases en lenguas ininteligibles, 'abracadabras', que ejercían inmediatos efectos. Se han encontrado en Egipto cientos de papiros mágicos de época helenista y romana con conjuros a Osiris, Isis, Anubis, Ra, Adonai, Hermes, Zeus, Helios... e incluso a Jesús, Espíritu Santo, Logos ... -cuantos más nombres mejor- con órdenes de sonidos extraños, supuestamente conocidos por los dioses, para forzar su intervención. Pronunciar estas palabras, que no querían decir nada, exactamente, era esencial. "Ablanathanablana, blanathanablana, thanablana, blana", leemos en una de entre tantas... "Kok, Kouk Koul libera a Thais de su estado calenturiento... ahora, ahora, rápido, rápido, Kok Kouk Koul", dice otra. Y no hay que reírse demasiado: si Vds. se compran algún libro de magia en alguna de esas librerías que para eso existen en la calle Corrientes encontrarán fórmulas y ensalmos parecidos...

            El asunto es que la Roma imperial, en el aflujo de extranjeros y el apiñamiento de su millón de habitantes, la mayoría en condiciones antihigiénicas, era caldo de cultivo de cuanta enfermedad había en el mundo. Por eso proliferaban estas magias, supersticiones y sanadores, que, según Dion Crisóstomo, junto con los médicos, voceaban sus poderes en tarimas puestas en el foro y en las esquinas más transitadas de Roma. Ni siquiera los senadores prescindían tener, encima y debajo de sus togas, decenas de amuletos. Nerón se había rodeado en el Palatino de un verdadero ejército de magos sanadores, hasta que un día le dio la locura y mandó ajusticiarlos.

            Bien, todo esto es para describirles el ambiente en el cual Marcos, hacia el 68, gobernando Nerón, escribe el episodio del evangelio de hoy a sus cristianos de Roma. Era inevitable que para desterrar todo este disparate quisiera presentar a Jesús como el único autor de la salvación y de la verdadera salud, ajustando su actuación a algunas pautas de la medicina romana. De hecho ni Mateo ni Lucas, que escriben en un medio más judío, recogen ni esta acción ni este milagro. En sus comunidades hubiera sonado mucho más a magia.

            Pero Marcos no es ingenuo. Todo lo escribe con un objetivo claro. Empecemos por que se trata de un milagro hecho para sanar no a un judío, sino a un gentil. En los versículos anteriores, que la liturgia no ha leído, Jesús acababa de sanar a una dama fenicia. Ahora lo hace con un pagano de la Decápolis, quizá a un romano. La salvación rompe los límites del mundo judío.

            Sin embargo la resonancia del hecho va mucho más allá de lo puramente físico. El contexto es el de la teología judía que nos lo brinda nuestra primera lectura de Isaías: "No temáis, Dios viene a salvaros". Y como señal de ello, Isaías, poéticamente, añade: "Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se despertarán los oídos de los sordos..." Claro que, supuestamente, un pagano no podía repetir estas palabras que no conocía, por eso la gente de la cual habla Marcos, después del milagro exclama: "Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos." Pero la referencia a Isaías es obvia. Por supuesto que no se trata de cualquier sordera ni cualquier mudez.

            Con un toque de humor, y un poco de falta de respeto a la autoridad del emperador, Marcos -que a cada lectura se nos revela un tipo más simpático-, hace tocar como Vespasiano la lengua del tartajoso con la saliva de Jesús. Pero también hace oír a sus oyentes un sonido tipo abracadabra: Ephphathá. Y así habrá sonado de extraño a los oyentes romanos de Marcos que, pasada la sorpresa, son tranquilizados: "calma, Jesús no es un repetidor de conjuros, se trata de una palabra bien inteligible en su arameo natal: 'Ábrete'". Y el auditorio habrá sonreído, aliviado. No, no se trata de un mago. Se burla, en todo caso de los magos. Y no se trata de un ensalmo dirigido a ningún Dios, Él mismo es el Hijo de Dios y Él es el que directamente ordena a los oídos que se despejen. "Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente". Y la gente quedó tan asombrada, tan locuaz, tan elocuente, que, aunque Jesús les decía que "no dijeran nada a nadie", "ellos más lo proclamaban" -otro toque de humorismo marcano-.

            Sí, muy lejos de la magia, porque, en realidad, Marcos apunta a dos blancos: el uno, desacreditar a todos los charlatanes curadores de la época y otro, alentar a la pobre comunidad cristiana amedrentada y balbuciente luego de la sangrienta represión de Nerón. Animarlos no solo a oír a Jesús sino a proclamarlo sin miedo.

            Porque nuestra traducción es mala: el original griego no habla de un 'sordomudo', sino de un 'sordo' que era, a la vez, 'tartamudo'. Cristianos atemorizados que rehusándose, por miedo a sus exigencias en esas terribles circunstancias, a escuchar la palabra de Dios, cuando tienen que hablar de ella -si lo hacen- apenas tartamudean, tartajean, balbucean. Pero ¡no!: "tienes que estar tan contento de ser cristiano, a pesar de todas las dificultades", les dice Marcos, "que aunque el mismo Jesús te dijera que no lo hagas, debes salir como loco a proclamarlo".

            Tan entendió así la tradición, espiritualmente, este gesto de Jesús que se conservó en las ceremonias del bautismo: antes de la profesión de fe el sacerdote mojaba su pulgar en saliva y con ella tocaba las orejas y la boca del bautizando diciéndole la misma palabra de Jesús: ¡Ephphetha!

            Quiera Dios que el tiempo anticristiano que nos toca vivir no nos contagie de sus enfermedades y nos vuelva sordos a la palabra de Dios y tartamudos con nuestro testimonio. Que ella vivifique siempre nuestra manera de ver y de pensar en contra de las corrientes impuestas por el mundo y sus prepotentes medios de comunicación y deseducación. Que no balbuceemos nuestras convicciones cristianas. Que no temamos defender a nuestro Señor y a nuestro pueblo de los sembradores de mentiras, de los falsos sanadores del país, de los magos socialistas de la economía, de los mentirosos de turno. Que aunque todos los poderes del mundo se confabulen para acallarnos, siempre tengamos las agallas para proclamarlo bien fuerte, con nuestras palabras, con nuestras obras y, si es necesario, escupiendo en nuestras manos, con nuestro puños.

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