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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

23º Domingo durante el año
(GEP, 05-09-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»

Sermón

Las formas de oración que aún hoy mantienen los judíos ortodoxos se remontan a la piedad sinagogal del siglo primero, muy probablemente contemporánea a Jesús. Además de introducciones y diversas alabanzas salmódicas esta oración, tanto a la mañana, como al mediar el día, como a la tarde, se estructura en dos partes fundamentales: una a modo de profesión de fe, la conocida 'Sema Israel', 'Escucha Israel', a la manera de nuestro Credo, y, otra, a modo de oración, las 'Semoné esré' o 'dieciocho bendiciones', a la manera de nuestro Padre Nuestro y sus siete peticiones. Y así como el Credo y el Padre nuestro identifican la fe y la plegaria del cristiano, así la 'Sema' y el 'Sermoné esré' identifican al judío, todavía en nuestros días.

Esta oración sinagogal que, mientras estuvo en pie, realizaban los judíos también en el templo, en el patio de los varones, fue compartida por los primeros cristianos provenientes del judaísmo durante muchos años, probablemente con el solo añadido del Padrenuestro. Los Hechos de los Apóstoles atestiguan esta costumbre de los primeros cristianos de acudir cotidianamente al templo a orar. Es que en esa primera generación de judíos cristianos existía la profunda convicción de que ser seguidores de Jesús de ninguna manera era incompatible con el ser judíos y conservar sus leyes y costumbres. Y si es verdad que, al comienzo, creían que todos los judíos se convertirían a Cristo, siendo éste la plenitud del don y la palabra de Dios al pueblo elegido, aún cuando, a poco, constatan que la mayoría de sus connacionales lo rechazan o le son indiferentes, todavía piensan que, lo mismo, ellos, seguidores de Jesús, continúan siendo judíos. Al menos como una rama más de las tantas que había entonces: fariseos, saduceos, esenios, apocalípticos, discípulos de Juan Bautista, zelotes, sicarios y varias más. De hecho, entre ellos -los cristianos- y los demás judíos, no existía al principio mucha más rivalidad que la que podía existir entre franciscanos, dominicos, jesuitas o miembros del Opus Dei o, cuanto mucho, entre calvinistas y luteranos. Salvo algunos momentos ríspidos convivían normalmente en paz y todos utilizaban -si querían- el templo y las mismas sinagogas.

Pero, después de la caída de Jerusalén en el año 70, se produce entre los dirigentes fariseos un movimiento de intolerancia. Diezmada la nación judía en su guerra contra Roma -guerra a la cual habían sido contrarios los fariseos y por eso habían dejado en masa a Jerusalén antes del sitio-; muertos con la espada en la mano o apresados en combate saduceos, esenios y zelotes; los cristianos habiendo sido precedentemente expulsados, por poco confiables, de Jerusalén por las autoridades judías; solo quedaron como grupo ilustrado sobreviviente los letrados fariseos. Se reúnen en Jamnia, pequeña ciudad Palestina al sur de Jaffa y, liderados por el rabino Johannán ben Zakkai, restablecen el Sanedrín ahora compuesto exclusivamente por fariseos. Este Sanedrín, creyendo único medio de salvar la identidad judía el aferrarse a la ley, inicia una labor de purga y hostigamiento de todo aquello no estrictamente fariseo. Persigue a los pocos saduceos sobrevivientes, quema todas sus obras, junto a los de la escuela apocalíptica y esenia, y manda excomulgarlos, expulsarlos, junto a los cristianos, de todas las sinagogas. La autoridad del Sanedrín de Jamnia, con pocas excepciones, es reconocida en todo el mundo, de tal manera que el judaísmo pronto quedó ceñido a la única tendencia farisea que, finalmente, se verá representada en el Talmud, recopilación de todas esas tradiciones, leyes y preceptos que combatía Jesús. Ese es el origen sectario del judaísmo moderno que no mucho tiene que ver con la espiritualidad auténtica del antiguo testamento y tanto menos del nuevo.

Pero, lo que es más importante, es que esa excomunión a los no fariseos, el Sanedrín de Jamnia, en el año 80, la concreta para los cristianos en el 'Semoné esré' -las dieciocho bendiciones-, en la última, que en realidad es una maldición, la llamada 'birkat ha minim', que reza así: "Que los apóstatas no tengan esperanza. Que el reino de la maldad sea desarraigado en nuestros días. Que los nazarenos y los 'minim' -e.d. los cristianos- desaparezcan en un abrir y cerrar de ojos. Que sean borrados del libro de los vivos y no sean inscritos con los justos. Bendito tú, Adonai, que abates a los orgullosos."

Esta maldición obligatoria en la oración oficial de los judíos era un golpe mortal dirigido al corazón de las relaciones entre el judeo-cristianismo y el judeo-fariseísmo. Obligados a maldecirse a sí mismos en la oración que todo judío recitaba tres veces al día, los judeo-cristianos sólo podían o apostatar de su fe en Jesús o aceptar la expulsión de la sinagogas.

Es así que, poco a poco, a la manera de los samaritanos, los judeocristianos, que forman iglesias sinagogales en Cafarnaún, Belén, Nazareth y algunas ciudades palestinas más, excomulgados por los judeofariseos, van quedando aislados. También aferrados a las costumbres judías van quedando aparte de las Iglesias cristianas helenistas -e.d. de gentiles convertidos que, en la línea de San Pablo, junto con muchos otros judíos de la diáspora, no se sienten de ninguna manera obligados a las leyes véterotestamentarias y, menos, fariseas-.

Los judeo cristianos, separados ya de la gran Iglesia y despreciados por el judaísmo forjado en Jamnia, desaparecen de la historia a principios del siglo III, dejándonos solo algunos escritos y las ruinas de sus iglesias-sinagogas que hoy excavan los arqueólogos.

El evangelio de Mateo, como Vds. saben, ha sido redactado en medios judíos convertidos al cristianismo en Siria. El pasaje que hemos leído hoy, redactado poco antes de Jamnia, es testigo de esa situación de los cristianos judíos aún no echados de la Sinagoga pero que comienzan a darse cuenta de su singularidad respecto del judaísmo fariseo.

En efecto: las sinagogas fariseas tenían cuidadosas leyes de disciplina. El reo de algún delito contra la ley debía ser, como primera medida, severamente amonestado en presencia de dos o tres testigos -ya que es sabido que, entre los israelitas, ningún testimonio individual era válido: debía haber, al menos, tres-. (Es muy probable que a esta exigencia responda, por ejemplo, el que tengamos tres evangelios tan parecidos, como el de Marcos, Mateo y Lucas y no uno solo. Tres testimonios convergentes de tres manos distintas y que testimonian en estilos diferentes los mismos hechos, el gran acontecimiento de la Resurrección.)

El caso es que si esta admonición de los tres no daba resultado, el inculpado había de comparecer ante la sinagoga, en presencia de toda la asamblea, para ser juzgado por los 'ancianos'. Hombre mayores que también solían ser rabinos y por lo tanto, en la terminología jurídica judía, tenían la potestad de 'atar o desatar', que significaba, sencillamente, 'prohibir' o 'permitir', 'condenar' o 'absolver'. (También en latín el termino 'absolver' significa desatar, soltar). Todo terminaba, generalmente, con la condena que, en asuntos graves, consistía en la excomunión, en echar al culpable de la sinagoga: "considerarlo gentil 1 o publicano".

Estas sesiones se hacían en la sinagoga teniendo físicamente en medio a ellos el rollo de la ley, de la Torah, no solo para leerla y poder extraer de ella la sentencia, sino porque había un antiguo dicho rabínico, recogido hoy en el Talmud, que afirmaba "si dos o tres se unen para estudiar las palabras de la Torah, la Shekiná -la Presencia de Dios- está en medio de ellos".

Es desde este contexto, como debemos entender el sentido polémico del evangelio de hoy. Es obvio que los judeocristianos de Siria usan la disciplina, el derecho procesal, de la sinagoga. Vean el lenguaje típicamente judío que se utiliza en la condena: "considéralo gentil o publicano". Eso ya no se podrá decir en las Iglesias paulinas en donde -como dice el Apóstol- 'ya no hay diferencia entre judíos y gentiles', ni tampoco en una tradición en donde a Jesús se lo ve alternando y perdonando a publicanos y pecadores.

Pero lo destacable son las diferencias que Mateo introduce en el proceso penal de los judíos. Ya no se trata de ir directamente con los testigos al acusado. Lo primero de todo es considerarlo no como un enemigo sino como un hermano: "si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado". El objetivo no es la punición es tratar de ganar al hermano. Y hacerlo en privado, sin difamarlo, sin alborotar a nadie.

En realidad, si Vds. en sus casas toman el evangelio de Mateo, verán que, inmediatamente antes de este pasaje que hemos leído hoy, está ubicada la parábola de la oveja perdida: el pastor que deja las noventa y nueve no descarriadas para buscarla. Así intenta Mateo moderar y corregir los juicios tan severos de la sinagoga adoptados por los judeocristianos. Jesús viene a salvar, no a condenar y eso es lo que han de hacer sus discípulos con los pecadores: acercarse a ellos con amor de hermanos para ayudarlos, antes que señalarlos con el dedo y condenarlos.

Más aún: la condenación, la exclusión de la Iglesia ha de ser -afirma Mateo- un recurso extremo. Echar de la Iglesia no es solamente, como entre los judíos, expulsar a alguien de una comunidad terrena, de un club, de una ciudad, con todo lo duro que este exilio pueda significar. Es mucho más: si la Iglesia es el lugar donde Dios ejerce la salvación, si es en ella donde se concede la gracia y se abren para los creyentes las puertas de los cielos, apartar de la Iglesia a un hermano es excluirlo del reino de los cielos. No es solo 'atar y desatar', 'condenar y absolver' en este mundo, es mucho más: jugamos con la salvación eterna de aquel a quien alejamos de Cristo. "¡Cuidado!", dice Mateo y lo pone en boca de Jesús, ¡cuidado con lo que atéis y desatéis! porque "todo lo que atéis en la tierra quedará también atado en el cielo, para siempre y lo que desatéis aquí, desatado en el cielo".

"Y -continúa- no es la ley, la dura ley, -'summum ius, summa iniuria', decían los romanos-, la que debe presidir vuestros juicios y vuestras reuniones para atraer la presencia de Dios en ella, sino Jesús. Él, no la ley, no la Torah, os inspirará en las medidas que tenéis que tomar. Y no en la soledad de vuestros pensamientos soberbios, sino buscando consejo y reunidos en nombre de Jesús. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos." Ya no el frío y áspero texto de la ley, sino la presencia misericordiosa de Jesús.

Y el pasaje adquiere todo su matiz polémico antifariseo cuando unido, no solo al principio con la parábola de la oveja perdida, sino, inmediatamente luego, con el pasaje del perdón de las ofensas, ¡setenta veces siete!, que leeremos el domingo que viene.

Vemos pues que nuestro evangelio de hoy, lejos de justificar dentro de la Iglesia juicios, tribunales, condenas, exclusiones y ni siquiera correcciones y admoniciones inoportunas, se aparta adrede de la seca legalidad de la ética farisea. El cristianismo aborrece los juicios apresurados y temerarios, los índices levantados, las miradas de desprecio, las exclusiones perentorias, las puertas definitivamente cerradas. Por más que abomine del pecado, nada hay en el evangelio de condena a los pecadores. El verdadero cristiano siempre buscará la salvación del hermano; siempre tendrá sus puertas abiertas esperando al hijo pródigo; nunca juzgará definitivamente a nadie por más que tenga claro lo que está bien y lo que está mal; y, aún cuando alguna vez tenga que decir palabras duras y excluir por un tiempo al agresor y al extraviado, lo hará con enorme pena, con compasión, sangrando su corazón por la amarga medicina que tiene que aplicar y rezando por la vuelta del que se fue. Nunca una corrección tendría que ser en el cristiano manifestación de poder, afirmación de si mismo, ejercicio frío de autoridad, autocomplacencia por la propia virtud.

La Iglesia no es una sociedad de puros y perfectos, sino de pecadores perdonados y santificados por Jesús, conscientes de la propia pequeñez, recitadores diarios del "Pésame" y del "Yo pecador", inmensamente compasivos -desde la inmerecida luz de Cristo- de las miserias y cegueras de los demás. Cristianos que nos reunimos de a dos o tres o más en su nombre, para no ensoberbecernos en nuestro yo, para que el Señor pueda estar en medio de nosotros y hacernos testigos de ese amor que, en la cruz, se hizo cáliz de sangre derramada, no para condenación, sino para el perdón de los pecados.

1'Gentil', traduciendo 'eznikòs', es mejor que 'pagano'. Gentil es todo el no judío. El término 'pagano' nace durante el cristianismo para designar a las personas no instruidas de los 'pagi' -del campo- donde, a diferencia de las ciudades, aún no había llegado la predicación cristiana.

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