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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004. Ciclo C

24º Domingo durante el año

Lc. 7,1-10   (GEP 12/09/04)

Sermón

           Estas descripciones de las muchedumbres que se acercan a Jesús para escucharlo resultan conmovedoras. Es verdad que muchos eran solo desdichados atraídos por su fama de taumaturgo, que venían a buscar del Señor curaciones milagrosas, -y a veces la obtenían-; o pobre gente que veía en Él un caudillo político -un 'mesías', decían algunos- capaz de sacarlos de la opresión y la pobreza, como lo había probado, por ejemplo, en la multiplicación de los panes. Había otros que veían en Él un líder popular decidido a enfrentarse con la clase de los políticos corruptos representados por los fariseos, los escribas, los ancianos o senadores y los ricos saduceos aliados a reyezuelos como Herodes, personeros de los romanos... Los enfrentamientos vigorosos y sin miedo de Jesús con ellos permitían abrigar esa expectativa. Tanto más que, hasta entonces nadie parecía tener la decisión suficiente como para pararlo e impedir que su movimiento se extendiera. Estos ilusos no sabían que, como toda clase política, cuando aparece un adversario o competidor suelto, a lo Blumberg, lo primero que hace es tratar de asimilarlo al sistema, de comprarlo, darle algún cargo. Eso parecen haber intentado al comienzo los fariseos: atraer a Jesús a su partido. Pero, también es sabido que, si esta primera etapa de intento de asimilación no es lograda, finalmente enfrentarán al francotirador. Eso se hace muy fácilmente: denigrándolo, buscando antecedentes para chantajearlo, contando, además con la falta de perseverancia de la gente, y, finalmente, -(cosa que en nuestros días ya no aparece necesario: basta la calumnia o silenciarlo en los medios)- suprimiéndolo físicamente. Eso es lo que, probados todos los demás medios, las clases rectoras de Israel harán por último con el Nazareno.

Sin embargo el Señor no tiene demasiado interés en enfrentar al sistema, ni convertirse en un líder político mesiánico y, menos aún, en un sanador o gurú. No es en ese terreno donde quiere ubicarse frente al mundo de su época. Ni tampoco es la misión que deja a sus seguidores, a la Iglesia, por más que muchos de los que hoy se llaman católicos crean que la función de ésta es meterse en política o milagrerismos o en pergeñar desmañadamente soluciones temporales.

Es realmente tragicómico ver como ciertos predicadores sedicentes cristianos, incluso católicos, intentan seguir un filón de accionar -llamado a veces 'pastoral popular'- que Jesús rechazó explícitamente. Aunque a Jesús, al menos en cierta etapa de su vida, lo siguieron verdaderas muchedumbres, no fue el número el que persiguió como señal de su éxito. Más aún: cuando notó que ingentes multitudes iban detrás de El solo porque hacía milagros se ocupó bien de aclararles las cosas, 'ustedes me siguen porque les he dado pan no porque entendieron lo que dije, el significado profundo de lo que hice' (Jn 6, 26) y les habla, además, de 'puertas estrechas', 'caminos angostos', 'sendas de calvario'... Y así, tantísimos, apuntan los evangelistas, lo abandonaron.

No que Jesús fuera a propósito antipático, al contrario, pero jamás ocultó verdad alguna por ganarse la adhesión de los que le escuchaban. Nunca se hizo el simpaticón. Toda su figura rezumaba, sí, santidad, bonhomía, compasión, pero de ninguna manera bondad empalagosa, sonrisa forzada, tolerancia frente al error y la maldad, lenguaje que concediera nada indigno a las convenciones de la época.

Pero no es solo su actitud la que distancia de su figura toda comparación con ciertos predicadores actuales; es la grandeza y calidad de su oferta. Una oferta tan desmesurada, tan desproporcionada a los anhelos humanos, tan más allá de las urgencias cotidianas inducidas por la escala de valores de la cultura prosaica de su tiempo -y de todo tiempo-, que pocos hubo -y hay- capaces de apreciarla. Jesús venía nada más ni nada menos que a ofrecer la amistad divina, la Gracia, la superación de lo humano, la santidad, la Vida eterna, aquello que Él mismo alcanzaría plenamente en la Resurrección. Y eso es lo que nos sigue ofreciendo a nosotros.

Y lo cierto es que esta oferta era -y sigue siendo- un producto difícilmente vendible. Los saduceos simplemente no creían en esas monsergas. Los fariseos pensaban asegurado todo lo que Dios pudiera darles por su cumplimiento legalista, frío y orgulloso de las leyes y rituales que ellos mismos habían inventado. La mayoría de la gente estaba tan sumida en la lucha por sobrevivir y cubrir sus necesidades elementales -peor hoy: ¡tan embrutecida por los medios!- que poco tiempo tenían para valorar lo que Jesús podía decirles y ofrecerles.

Con todo, lo de Jesús, por más que hablara de Vida eterna, de amistad con Dios, de una filiación divina que ofrecía, mediante la fe, a los hombres, y no se dedicara a soliviantar a las masas con revoluciones en este mundo, era, para las mentes más avisadas, potencialmente peligroso para las instituciones de Israel y para todo poder meramente mundano. Por más que los seguidores del Señor pudieran postergar el cumplimiento de sus esperanzas más allá de este mundo y, de hecho, lo hicieran ¿cómo manejar a varones y mujeres conscientes de su dignidad de hijos de Dios? ¿hombres libres a quienes no se podía fácilmente comprar ni corromper? ¿gente que jamás aceptaría por sobre la autoridad de Dios a ninguna autoridad humana, ninguna convención inmoral, ninguna claudicación en el orden de los verdaderos valores y principios? No hay seres más peligrosos para los poderosos con vocación de déspotas, a cualquier nivel, que hombres verdaderamente liberados por la gracia de Dios y por la Verdad y dispuestos a dar la vida por ella. A pesar de que el Reino de Jesús no era de este mundo, como lo declarará a Pilato, precisamente por ello se transformaba en terriblemente subversivo y peligroso. Por eso lo eliminaron. Y su Reino, la verdadera Iglesia Católica, siempre será el Gran Enemigo. Jamás podrán tolerar los poderes de este mundo hombres que no puedan comprarse ni asimilarse o servir al sistema.

De todos modos, Jesús tuvo siempre auditorio a quienes entregar la esencia de su mensaje, de su buena nueva, entre aquellos que, mirando más allá de sus narices, descreyendo quizá de sus posibilidades humanas, viviendo en su interior hambres más profundas que las de las meras realizaciones de este tiempo fluyente, eran capaces de avizorar la riqueza y belleza de lo que Jesús les ofrecía y ofrece.

Curioso el énfasis que pone Lucas en señalar que muchísimos publicanos y pecadores se acercaban a Jesús. Con algo de exageración Lucas describe: "mientras los fariseos y los escribas murmuraban 'todos los publicanos y pecadores' se acercaban a Jesús para escucharlo".

Vean, no se trata de categorías sociológicas. como se dice hoy en día, "la Iglesia de los pobres". Entendiendo la pobreza de acuerdo a pautas económicas. Al contrario, los publicanos estaban muy lejos de ser pobres. Es sabido que los publicanos eran prósperos empresarios que licitaban el cobro de impuestos privatizado de la época, recaudando de la gente no solo lo que se debía al fisco sino los intereses de lo que ellos mismos pagaban por la concesión y todo lo que, sobre ello, pretendían ganar. Era un oficio, aunque necesario, tan odiado y despreciado por todos que no había publicano que pudiera disfrazar su conciencia ni creerse un gran tipo. Curiosamente parece que en esas épocas el sentido moral de la gente era más espontáneo y de sentido común que en nuestros días. El publicano sabía que actuaba de un modo poco conforme con la solidaridad, y, en Israel, con la enseñanza constante de los profetas. No podía disfrazar su deshonestidad de ninguna manera, con ningún título -'Doctor', 'Diputado', 'Señor Ministro'-, ni vivirla hipócritamente como ciertos dirigentes rapaces de nuestro tiempo. Es posible no solo que su conciencia lo remordiera sino que la larga preparación del pueblo de Israel para interesarse en las cosas de Dios abriera su corazón al deseo de cosas más grandes que las que podía adquirir con su dinero dudosamente habido, y tuviera no solo nostalgia del aprecio de los hombres sino de la condescendencia de ese Dios que de ninguna manera podía ignorar.

Allí también, junto con los publicanos, estaban los 'pecadores'. No se piense en depravados, en delincuentes, en proxenetas de mujeres o de varones, en ideólogos de la corrupción ... Los fariseos solían llamar 'pecadores' a todos aquellos que no eran como ellos, cumplidores de minucias, conocedores de todas las reglas de la ética religiosa, de los rituales y maneras correctos... por supuesto, también con sus caídas y debilidades... y modestos y ocultos -y a veces vergonzantes- pecados. La 'gente de la tierra' los llamaban, también, los fariseos de mentón erguido: trabajadores, empleados, labradores, pastores, comerciantes, que no tenían tiempo para cumplir los puntos y las comas de las leyes de los sacerdotes y los escribas, pero que conservaban la honestidad fundamental de saberlo, de no sentirse más que nadie y, mucho menos, de justificar su situación de dejadez y sentirse 'justos'. Al contrario: en el reconocimiento de sus debilidades, -y, a pesar de ello, humanamente sanos, nostálgicos de Dios, de las cosas definitivamente buenas- eran conscientes de sus defectos y aún de sus pecados. Pecados que, según sus dirigentes, los hacían indignos de acercarse a Dios, de ingresar en el templo.

Y ahora se encuentran con ese hombre enigmático, irradiando autoridad, mostrando en todos sus actos una calidad inusitada en un hombre común, que les habla de un Dios que no los rechaza, que más aún, sale a su encuentro a buscarlos, a acercarlos hacia El. No ciertamente un demagogo que venía a decirles que ellos eran los buenos, que tenían razón en todo, que eran víctimas de la injusticia social, que no había ninguna necesidad de cambiar, que los pecados no son pecados, que cada cual debe actuar de acuerdo a lo que siente, que el amor de Dios todo lo acepta, todo lo tolera... No: aunque definitivamente no los condena, no los desprecia, tampoco los excusa: los llama a la conversión. Dios no los aleja, no los abandona, no los arrincona: aún tiene confianza en ellos ¿se dan cuenta? y los llama al cambio, a la conversión.

"¡Come con publicanos y pecadores!" Horror para un fariseo, impensable para un aristócrata saduceo. Pero no lo hace para dejarlos en su pecado, en su lejanía de Dios, sino para sanarlos, para buscar su curación, su encuentro con lo Santo. Ese encuentro que solo puede apreciar el insatisfecho, el pobre de corazón, y para el cual no están abiertos los satisfechos de este mundo, los que se creen justos.

Estaría de más explicitar la bellezas de las parábolas del evangelio de hoy y que preceden inmediatamente a la del hijo pródigo de la cual ya hemos tenido que hablar en la Cuaresma de este año. La oveja perdida que vale tanto o más que las noventa y nueve que quedan protegidas en el redil. El pastor que la busca incansablemente. La mujer que afanosa hace todo lo posible por encontrar su dracma. En realidad una moneda casi sin valor, menos que un denario, el jornal mínimo de un trabajador. Moneda griega, el dracma, ya casi sin circulación en época de Jesús y que, según parece -a la manera de las monedas antiguas que adornaban las rastras de nuestros gauchos- engalanaban el tocado de las mujeres. Valían más como adorno que como dinero. ¿Sugerirá el Señor que por poco que valgamos o sentimos que valemos somos enormemente valiosos porque valemos para El, somos el adorno con el cual en su amor quiere ataviarse? ¿El padre que se enorgullece de sus pequeños hijos alrededor de su mesa? ¿el Salvador cuya gloria es poder vivir para aquellos a quienes salva del pecado y de la muerte?

En todo caso, frente a la seriedad severa y condenatoria de los dirigentes judíos que solo se ocupan de si mismos, Jesús aparece con la buena noticia de que Dios quiere acercarse a los hombres; no solo a los que se creen buenos y justos, sino a todos aquellos de los cuales tiene esperanzas de que puedan acudir a Él, convertirse, regresar al redil, volver a adornar la toca de su celeste adorno. No hay extraviado a quien Jesús no busque; no hay pobre moneda que carezca de valor para El. Nadie tiene que sentirse ni bueno ni puro ni perfecto para aceptar el llamado de Dios; solo tiene que dejarse buscar y, con Su ayuda, regresar.

El cristianismo no se ofrece a los perfectos. Tampoco se ofrece a cualquiera, diciéndole que todo está bien, que todo da igual, que Dios nos ama lo mismo e indiscriminadamente y sin necesidad de cambio, que de cualquier manera uno puede ir al encuentro de Jesús, sin conversión. Él nos busca, nos da la Vida, para cambiarnos, para curarnos, para hacernos santos, ansiosos de cielo, del producto invendible.

Y todo está impregnado en este pasaje -vean que se trata de pecadores, de ovejas perdidas- no por la amenaza y el castigo, sino por el gozo y la fiesta. El júbilo del pastor y la dicha de la mujer. El alborozo de sus amigos y amigas, y vecinos y vecinas... La alegría del cielo, la alegría de Dios, la alegría de Jesús y de María, nuestra propia alegría cuando volvemos, somos perdonados y nos convertimos. O cuando se convierte alguno de los que amamos.

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