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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

24º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo: Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido" Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.» Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido." Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde" Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros" Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traed en seguida la mejor ropa y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado" Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo" El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!." Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»

Sermón

           En el encuentro del romanticismo con el realismo nace, hacia el 1800, a caballo de ambos períodos, el poeta alemán Heinrich Heine, una de las máximas lumbreras de la literatura germana, del cual decía Borges que valía la pena emprender el trabajo de aprender esa lengua por el solo placer de leer a Heine en su idioma original.

            Escritor agudísimo en la prosa de sus artículos periodísticos y sus diarios de viajes, refleja en su poesía esa inquietud de la época y genialidad que, poco después, embargaría a su casi contemporáneo Wagner, otro representante excelso de la generación llamada la joven Alemania.

            Heine no tiene la música wagneriana. Pero en Wagner la música hace disculpar la mediocridad de sus versos -aunque él, tan modesto siempre, se creía un genial poeta-, en cambio Heine respira de tal manera música en su poesía que el pentagrama le es superfluo. Aunque, luego, muchos de sus poemas hayan sido llevados, por otros, a la música.

            Cualquiera puede reconocer en la obra de Heine al arquetipo de la trayectoria de todo espíritu inquieto. Poeta rebelde y revolucionario en su vindicativo Canto del tejedor silesiano; lírico purísimo en el Libro de los cantares, (Buch der Lieder); poeta del dolor en los Sufrimientos juveniles, es el prototipo de toda juventud intensamente vivida, contestataria, enamorada, introvertida. Esos sentimientos tan difíciles de encontrar en nuestra juventud actual emasculada, tempranamente enviciada, desorientada, masificada, achatada.

            Es en esa edad, casi todavía adolescente, de búsqueda de absolutos, de contrastes eufóricos entre el sentirse enamorado y el llanto, cuando Heine rompe con el judaísmo de su familia. Renuncia a los dieciséis millones de ducados que le representaría el suceder a su tío Salomón Heine al frente de su banco y se convierte al catolicismo.

            Pero el catolicismo de la sociedad y clero de su época es demasiado estrecho y farisaico para contener la tormenta genial que es el interior de Heine.

            Su catolicismo siempre será mordaz, anticlerical, rebelde, chispeante, con algo de volteriano que espantaba a los espíritus mojigatos de su época...

            Allí escribe su inmortal Intermezzo, breviario de los eternos temas del dolor, el placer, el amor, el desengaño y la muerte...

            En realidad el desengaño no había sido nada real en su vida. Al contrario: la mujer con la cual contrajo matrimonio en París, Eugenia Mirat, aunque no estaba a su altura en cuanto a su genio, si fué un modelo de fidelidad y abnegación. Heine tuvo que padecer una terrible enfermedad que le hizo pasar los últimos once años de su no tan larga vida postrado en su lecho, y fué servido infatigablemente por esa su mujer. Sus desengaños eran más profundos: su ansia de absoluto, que no encontraba saciedad en nada, ni en su poesía -que siempre, decía, cuando terminaba de escribirla lo decepcionaba-, ni en la buenaza de su mujer, ni en las interpretaciones obtusas de Dios que querían servirle algunos clérigos miopes de su época... Le atraía Cristo, por supuesto, y los santos, pero abominaba la religiosidad formal, la falsa virtud y hasta los pequeños vicios. Decía que estaban más cerca de Dios los grandes pecados, que las adulcoradas virtuosidades.

            Al cura de su barrio, lo sacó pitando una vez que fué a visitarlo a su cama de enfermo. Pero del mismo modo protestaba contra todos los que iban a verlo: "su dolor -decía- era demasiado suyo y demasiado importante como para que atrajera la conmiseración de los idiotas sensibles".

            Eugenia, su mujer, religiosísima, le suplicaba que recibiera al sacerdote. No se si Dios te perdonará, le dijo un día.

            Y fué allí cuando Heine pronunció su célebre frase: "Claro que Dios me perdonará, es su oficio."

            Le había hecho jurar a su médico que le advertiría cuando viera llegar la hora de su muerte. Cuando el galeno visitó a Heine la noche del 16 de Febrero de 1856 puso tal cara que el poeta comprendió que su hora había llegado. Le preguntó "¿Ya voy a morirme?"  Le contestó que sí.

            "Gracias Doctor", -le dijo Heine- "Por favor, mi mujer está durmiendo, no la despierte. Alcánceme el crucifijo y esas flores que ella me compró esta mañana... adoro las flores... ponga todo sobre mi pecho ... Gracias, muchas gracias..."

            Así murió.

            El cura tuvo la suficiente grandeza de alma para celebrarle exequias solemnes en la parroquia. Al fin y al cabo, en el fondo de su petulante corazón, se sabía ministro de Aquel -como decía Heine- cuyo oficio es perdonar.

 

            El mismo Borges, con toda su carga de irónico escepticismo, no supo escapar al hechizo del Dios que perdona. En un reportaje que le hicieron poco antes de su muerte insistía en la etimología del verbo perdonar. Esa preposición per que significa totalidad, exceso, multiplicación: como en percatar o perfecto o permanecer, y que combinado con donar, dar, regalar, per-donar, habla de un regalo perfecto, de una gratuidad plena, de un dar total...

            Per-don es la plenitud del don, más allá de cualquier falso merecimiento, de cualquier trueque o negocio farisaico con Dios: "yo me porto bien, vos me ayudás; yo me porto mal, vos me castigás." Como en todo regateo, cualquier premio, incluso el celeste, se me debería por mi buen comportamiento, por mis obras, por mis virtudes, por mis legítimos títulos de propiedad...

            Nada de eso tiene que ver con la doctrina de Cristo; quizá con la del judaísmo fariseo o con la de Adam Smith o la de Cavallo. La gracia, el amor, la amistad con Dios es algo que no se compra con nuestros actos, que supera cualquier merecimiento humano, que, gratuito, tiene su origen no en nuestros genes, ni en nuestro cerebro, ni en nuestras obras, sino en el puro amor de Dios.

            Precisamente el mal, el pecado, el extravío, Dios lo permite a tantos de los suyos porque esa es la ocasión por antonomasia de darnos cuenta de que la gracia es no nuestro derecho, sino apasionada elección de Dios, puro don, per-don. No vayamos a creer que transitando bonachones por la vida, pulcros, virtuosos, de smoking impecable y gala, podremos franquear, con entrada comprada, el gran abono del cielo.

            Porque aún quien por gracia de Dios no hubiera faltado nunca -como Santa Teresita del Niño Jesús, que confesaba que jamás había conscientemente faltado a Dios ni siquiera venialmente-, tendría que llegar a la percepción del abismo total que existe entre lo divino y lo humano; y que su amor, su gracia, es siempre puro don, y, por ello, aunque no hubiera nunca pecado, es siempre perdón, misericordia... Y así lo vivía Teresa, desde el sentimiento de su pequeñez inexplicablemente amada por Dios.

            Las noventa y nueve ovejas del rebaño que se quedan, o los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, no existen, son un reproche irónico a los fariseos y escribas, a los que se creen dueños de la moral y de la virtud y de las buenas maneras y, por lo tanto, se consideran dueños de Dios. Los únicos que existimos, somos la oveja perdida. Porque a todos nos ha venido a buscar Dios; nadie puede encontrarlo por si mismo.

 

            Hay otra conmovedora escena en la historia de la literatura universal, en esa obra cumbre que es "I promessi sposi" - Los novios- de Manzoni. Cuando el 'Innominado', ese hombre brutal, -noble extraviado que ha transformado su castillo paterno en refugio de asesinos y él en jefe inhumano de la banda- tocado por la mano de Dios se dirige al encuentro del Cardenal Federigo Borromeo. El Cardenal, antes de que el innominado le diga nada, lo recibe dando gracias a Dios y exultante de conmiseración y de alegría. Y cuando el innominado, sorprendido y conmovido, quiere arrodillarse frente a él, Borromeo se lo impide y él mismo le pide perdón. "¿Perdón? ¿perdón porqué?" musita atónito l'Innominato. Y Borromeo contesta -y cito literalmente- "ch'io mi sia lasciato prevenir da voi; quando, da tanto tempo, tante volte, avrei devuto venir da voi io" -"que yo me haya dejado adelantar por Vd., cuando ya hace tiempo, tantas veces, debería haber yo ido hacia Vd."- "Ma Dio sa fare Egli solo le meraviglie, e supplisce alla debolezza, alla lentezza de' suoi poveri servi". -"Pero Dios sabe hacer solo sus maravillas y suple la debilidad, le lentitud de sus pobres servidores."-

            Y el saber que Dios trabaja siempre en el interior de las personas, sin necesidad de nosotros, es lo que nos consuela a los sacerdotes, sentados a veces en el confesionario sin ningún cliente, esperando, pobres imágenes del pastor que no espera sino que sale a buscar a su perdida oveja y de la mujer anhelante, ansiosa, barriendo su casa.

            Si no existieran estas parábolas, o esos santos empeñados tesoneramente en llevar por cualquier medio el amor de Dios a sus ovejas perdidas, ¡qué penosa figura mostraríamos los católicos en general y los clérigos en particular de ese celo y esa gana de ir a hallar al extraviado dondequiera se encuentre! ¡Qué rápido en cambio acudimos a los pasajes más duros del evangelio: "si no te escuchan sacudí de ellos hasta el polvo de tus pies"..! ¡Qué velozmente desesperamos de la conversión de los demás; o nos arredramos frente al poder del ambiente indiferente u hostil y tímidamente nos mimetizamos con él; o medrosamente acallamos la palabra de Cristo en nuestro trato con los demás porque estamos inseguros de la fuerza del reclamo del evangelio, y desconfiamos del hambre escondida de Dios que, debajo de la cáscara, oculta todo corazón humano; o, peor, callamos, porque una verdadera predicación evangélica exigiría en nuestra vida una coherencia e imitación de Cristo que no estamos dispuestos a tener..!

            Pero, justo hoy, no vamos a reprochar nada a nadie. Todo el evangelio de este domingo habla de alegría: de la alegría del perdón. Y no la alegría del ser perdonado, sino la alegría del que perdona. La alegría de Dios cuando ve que alguien vuelve a él.

            Las parábolas escuchadas son la vuelta y media, la revolución copernicana, del concepto de pecado y de perdón que freudianamente se suele tener.

            Porque quizá nos han enseñado: "con el pecado hemos ofendido a Dios; que El queda resentido, enojado; que si humillándonos nos arrastramos a pedirle disculpas, acusar nuestra intolerable miseria, solicitarle con vergüenza su indulgencia, El, previa penitencia, nos otorga majestuosamente su venia." Y aún así, según dicen, quedan unas cuantas cosas que pagar en el purgatorio.

            Y aquí nada de eso: el ansioso, el angustiado es Dios; la oveja está -tonta, inconscientemente- pastando pastos que no le hacen bien, ajena al peligro de los lobos, a las grietas de las rocas, contenta a lo mejor por su pretendida libertad... la moneda yace cómodamente en un rincón protegido de la casa... Es el pastor, Dios, quien lleva el peso de la aflicción, y la fatiga de la búsqueda y casi, casi, el mendigo que implora nuestra moneda; y es El y los suyos los que prorrumpen en gozo y alegría cuando encuentran a la extraviada oveja, a la perdida dracma.

            Pero eso no lo podían entender fariseos y escribas. Eso lo entendió Heine, y lo entendieron los santos, y lo entendió Manzoni y los verdaderos cristianos. Y lo vivimos especialmente los sacerdotes, que somos más pecadores que nadie, en la alegría del perdón que recibimos y, sobre todo, en el que, en nombre de Dios, damos. En nombre de aquel cuyo oficio es perdonar.

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