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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2005. Ciclo A

25º Domingo durante el año

(GEP 18/09/05)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 20, 1-16a
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envió a su viña. Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros des­ocupados en la plaza, les dijo: "Id vosotros también a mi viña y os pagaré lo que sea justo". Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo os habéis quedado todo el día aquí, sin hacer nada?" Ellos le respondieron: "Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Id también vosotros a mi viña". Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros". Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, pro­testaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron nada más que una hora , y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada" El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no había­mos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a éste que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?" Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos»

Sermón

        Cuando yo era chico, en el pueblo vecino al campo de mi padre, Mayor Buratovich, casi todos los días se veía una escena similar a la que describe el evangelio de hoy. Frente a una de las esquinas de la plaza central -enorme, grande y desolada, con el césped de sus canteros siempre seco-, contra las paredes del Bar que hacía de parada del ómnibus que pasaba desde Bahía Blanca, se veía un grupo de gente sin hacer nada, peones, algún que otro tractorista, que esperaban ser contratados por los patrones o mayordomos de los campos vecinos que venían a buscarlos. El espectáculo era más animado en época de aparte, yerra y vacuna, cuando se necesitaban hombres de a caballo, porque allí los que se ofrecían eran jinetes -faja y rastra-, con sus parejeros bien emprendados -recados con sobrepuesto, cabezadas, muserolas y mangos de rebenque con virolas de plata-, ya que sabían que el conchabo lo conseguían más por el aspecto de sus pingos y sus aperos y lazos bien sobados que por ellos mismos. Y, si mal no recuerdo, aquí en Buenos Aires, hasta no hace tanto, en Primera Junta, solían reunirse en su plaza mujeres que se ofrecían para servicio doméstico y que, a veces, iban a buscar señoras del Barrio Norte.

         Todo eso se acabó. En el campo ya no hay gente. No solo por el avance de la máquina y la técnica, sino que es difícil conseguir peones o capataces: la gente prefiere un ocioso plan 'jefes de familia' o 'no trabajar' que un trabajo verdadero. Y en la ciudad no se sabe si es más triste ver la larga cola de gente joven con la página de clasificados en la mano, horas y horas esperando por un puesto que se ofrece o, en el Gran Buenos Aires, las calles aledañas a los punteros que reparten los subsidios, llenas de autos no tan viejos, atestando los estacionamientos los días que van a cobrar.

Pero, en otros tiempos, el puesto de trabajo de campo, antes del destructivo estatuto del peón rural que introdujo la dialéctica en las estancias y contribuyó a cegar fuentes de trabajo -porque ¿quién va a contratar a nadie si cualquier empleado se transforma, tan pronto obtiene estabilidad, en enemigo del contratante y posible fuente de dolores de cabeza, sobre todo cuando asesorado por letrados buitres?-; el puesto, digo, de otros tiempos, aunque fuera temporal, tenía algo de parecido al del trabajo de la tierra y de la viña en Galilea. Suponía casa, comida, asado y matera, hospitalidad para todos y, fuera de las épocas de cosecha, cortos días de trabajo, atardeceres de guitarra y cuentos, camaradería de varones. salpicada, es verdad, de vez en cuando -sobre todo si la dama Juana aparecía- por entreveros de cuchillos.

         Nuestro evangelio de hoy no entra en detalles, pero sabemos algo de esa vida por otras fuentes. Las mismas que nos dicen que, en épocas de siega y recolección, era necesaria mano de obra suplementaria. Y no como aquí, cuando en una época venían, de lejos, traídos en camiones, bolivianos, paraguayos y chilenos para esos menesteres, tanto para la zafra, como para la vendimia, como, para la cosecha de cebolla. En la fértil pero relativamente poco extensa Galilea, donde los predios eran medianos y no existían los grandes latifundios de la Italia imperial trabajados por esclavos, muchos hombres del lugar ofrecían sus horas libres para colaborar en los tiempos fuertes de cosechas y ganarse unos denarios más para los suyos. Y como se trataba más bien de vecinos y conocidos no era solo una cuestión de contrata.

         Por eso, el que pedía esa colaboración solía ser generoso de más con los que le ayudaban. En ese contexto no era raro que todos recibieran por igual el premio cotidiano, y, si la abundancia coronaba los esfuerzos del año, el dueño era especialmente generoso con todos.

         Vean que, entre nosotros, donde para precisar el monto del salario lo que cuenta es la productividad, las horas de trabajo, la antigüedad, cuando escuchamos la parábola nos ponemos algo espontáneamente del lado de los que protestan y murmuran. A lo mejor también fuera así en el ambiente romano. Pero no era lo mismo en el ambiente judío y galileo, donde la generosidad y liberalidad de los que tenían era bien vista por la gente, y las relaciones, más que de patrón a empleado, eran de familiaridad, de amistad, de esa solidaridad de los pueblos y del campo que aún nosotros en una época pudimos tener.

         De hecho, curiosamente, esta parábola la trae solamente el evangelio de Mateo, escrito para los judíos. Se ve que Lucas y Marcos no juzgaron prudente incluirla en sus propios evangelios, porque, en el ambiente más pagano, heleno y romano para el cual escribían, el cuento podía chocar.

         Contrariamente a lo que podemos suponer, en cambio, no choca ni a los lectores originales de Mateo ni a los escuchas de Jesús.

Para imaginar cómo se oía entonces la parábola Vds. deben pensar que Jesús no era un plomazo como los predicadores de nuestros días, ni un profeta amenazador a lo Juan Bautista que aterraba a los oyentes, sino un maestro ameno, que era rodeado por gente que lo miraba sonriente, esperando el toque de humor que siempre sabía poner Jesús en sus enseñanzas. y, por otro lado, pasándola bien, no mirando el reloj constantemente como cuando habla el cura.

         Y, en esta parábola, el propietario solícito y dadivoso que se levanta a trabajar muy de madrugada antes que ninguno de los suyos, -al estilo de Don Juan Manuel cuando manejaba su estancia- y que una y otra vez va a la plaza para que todos participen de la fiesta de la cosecha, la uva fresca, la pisada, el mosto, para que nadie se quede sin trabajo y sin recompensa, este propietario, de entrada despierta las simpatías del auditorio galileo. De allí la indignación que habrá provocado en la concurrencia la aparición de esos desubicados, de manera totalmente inadmisible entre vecinos galileos, que protestan contra el dueño. Ellos, justo, que han estado todo el día gozando del trabajo -como en la fiesta del rodeo y la jineteada- en la fraternidad de la labor acompañada de canto -como era entonces-, mechada de descanso y agua fresca y, a lo mejor un bocado, y hasta algo de siesta a mediodía.

Adrede Mateo exagera, y el verbo que usa para describir este reclamo es mucho más que simplemente protestar, es 'protestar violentamente'. Sí: piensen Vds. en una especie de sindicalista de los 'gordos' vociferando o en un representante gremial del Garraham impidiendo la atención de los niños. Esa es la desagradable sensación que despiertan los protestones de nuestro evangelio en los que escuchan, ahora enojados, a Jesús.

Y llega el reproche abochornante del Señor: "Amigo . ¿porqué tomas a mal que yo sea bueno?" 'Amigo', aquí el griego original, utiliza no el término 'filos', como cuando Jesús dice a sus discípulos "ya no os llamaré servidores sino amigos", sino 'etairos', amigo, compañero. También entre nosotros las reconvenciones de un superior adquieren un tono terrible cuando empiezan, con un: "Mire, mi amigo", "Mire, compañero". Pero es tantísimo más terrible en el lenguaje de Mateo. Porque este término de 'amigo' lo usa en su evangelio solo en tres ocasiones: una, en ésta; otra, en la parábola de la fiesta de bodas, cuando el anfitrión descubre al que no está vestido con traje de fiesta y lo echa afuera al frío y a las tinieblas: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de bodas?" Y la peor de todas, en Getsemaní: "Amigo, 'etáire', ¡a lo que has venido! ¿con un beso entregas al hijo del hombre?" ¡Dios nos libre de ser así llamados alguna vez 'Amigo' por Jesús!

         Pero vean a qué distancia estamos de Jesús y su pensamiento que muchos de nosotros, leyendo o escuchando la parábola, hemos pensado "¡y bueno razón tenían los que habían soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada!", "¡con esos estímulos no hay economía que progrese!" Por algo, como dije, ya Marcos y Lucas consideraron prudente retirar este cuento de sus evangelios.

Y, entonces, ¿dónde la gravedad para merecerse el: "Mire, compañero"?

         Quizá el reproche primitivo fue, en labios de Jesús, para los fariseos que se creían los elegidos entre el elegido pueblo de Israel, los primeros llamados, y pensaban que, con su minuciosa leguleya casuística llevada adelante día tras día, se hacían merecedores de dicho privilegio. Fueron los fariseos los principales adversarios de Jesús quienes rechazaban, protestando, que la salvación se ofreciera a todos los pueblos, a aquellos a quienes despreciativamente consideraban recién venidos, llamados del paganismo a última hora, ¿cómo habían de pretender el mismo trato que ellos?

Pero, ya años después, en Mateo, la parábola alcanza un significado más amplio y quizá más profundo.

         Y es que, otra vez, no se trata de moral, sino de teología. No es cuestión aquí de establecer un reglamento de trabajo, ni pautas de conducta, ni de justicia social, ni -mucho menos- de reglas económicas, sino de elevarnos hacia las alturas de la misericordia de Dios y tratar de entenderla en su desigual relación con nosotros. Porque, otra vez, como el domingo pasado y sus exagerados 'setenta veces siete', se trata de gracia, no de mercadería que podamos obtener con nuestras horas de trabajo, con nuestros méritos, con nuestras obras.

A este nivel allende nuestra naturaleza, hemos pasado de la paga merecida y en justicia que deberíamos obtener tanto en el terreno de nuestros haberes, como en el de nuestros quereres humanos, si procedemos como es debido, al plano inalcanzable, inesperado, gratuito, maravilloso, de la gracia, del 'super-don' de la participación de la Vida de Dios. Vida a lo cual ninguna creatura puede aspirar, ni desear, ni imaginar, salvo que Dios, desde su generosa opulencia, desde su Ser que es Amor, nos llame, en cualquier momento de la vida, y haga que, desde lo 'inconmensurable' de su Ser, la cuestión de las horas o de los años, pierda su temporal y 'mensurable' importancia.

Cuando se ingresa en la Vida de Dios, irrumpe en nuestra existencia una dimensión que todo lo desbarata, ya tenga siete años o veinte u ochenta. No son los años de servicio, como entre nosotros, los que determinan la calidad de la jubilación. La cuestión es saber hasta donde se ha ingresado en la Vida misma de Dios. Noventa años pueden no alcanzar para darnos cuenta de lo que verdaderamente significa ser cristianos; y doce o trece años, veinte años, pueden bastar para alcanzar la santidad. Tarsicio, María Goretti, Teresa del Niño Jesús, Laura Vicuña, Teresa de los Andes ¿para qué habría Dios de darles más horas de trabajo, si ya, para responder al amor de la invitación de Dios, no los necesitaban? ¿Para qué, en esos casos, la paciencia de Dios que nos obliga a llegar a la vejez con la esperanza de que todavía nos hagamos santos?

¿Cuántos cristianos que no han necesitado acumular años a sus hombros para alcanzar la santidad? ¿Cuántos, en cambio, que necesitaron la salazón de las canas para alcanzar la comprensión? ¿Y acaso fueron siempre los que estuvieron antes los más arrojados, los más perspicaces, los más cercanos al Padre? Ni siquiera Cristo necesitó muchos años para lograr abrirnos las puertas del cielo y alcanzar redentoramente la Resurrección. Y aún fueron pocas las horas de su breve agonía de la cruz, donde acumuló, en la hondura del su alma abismada en Dios, todas las miserias de la humanidad y donde obtuvo la gloria del cielo.

¿Quien medirá en más y en menos el tiempo desde el cartabón de la eternidad? ¿Qué diferencia habrá entre el que muere joven y el que muere viejo; el que acude a la fe desde la madrugada y el llamado a última hora?

Y, al fin y al cabo, todo es misericordia de Dios: también el que, antes que otros, unos hayan podido servir a Dios desde el alba de su vida. Verdadero privilegio el de los que -sin nunca acostumbrarse ni llenarse de orgullo- fueron de los primeros llamados, los que fueron siempre fieles, los que alegraron también su vida en la tierra en el regocijo de la fe, en la luz de la verdad, en la euforia del trabajo y del combate.

         Verdaderos 'amigos' ('filoi') del Señor.  

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