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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1988. Ciclo B

25º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     9, 30-37
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado»

Sermón

Hay que ser uno mismo”, era una de las frases favoritas de Juan Jaime Rousseau . Y, por eso, entendía que era indigno de todo hombre el dejarse influir desde fuera, el dejarse formar, o conducir, o instruir por nadie. Cada hombre debía dar libre curso a su espontaneidad interior. Ni siquiera había de coartar esa espontaneidad de su yo, de su ‘ego', con su razón.

Al menos, el racionalismo precedente, ‘ilustrado', ‘iluminista', entendía que la razón humana debía gobernar la conducta ya que el ser humano consistía en la pura razón, no en el cuerpo. Rousseau, en cambio, desdeña a la primera. El yo, para él, resulta del caos de las pulsiones de la mera sensibilidad.

Pero -aunque no lo parezca- ya en el racionalismo anterior estaban, en germen, las febriles reivindicaciones roussonianas del yo individual disuelto en lo sensible. Porque el racionalismo, al declarar soberano, autónomo, el ego iluminado del individuo –el ‘cogito' cartesiano o el ‘yo' fichteano- y al afirmarlo independiente de toda trascendencia -ya sea hacia Dios, ya sea hacia los otros, ya sea hacia la mismísima realidad-, lo sumerge en el absurdo de una autonomía que le queda demasiado grande. No tendrá más remedio, así, que normarse por el capricho de la voluntad que, vacía de norma, precipita en un egoísta y extravagante vaivén de pasión y sensibilidad en búsqueda insaciable de ‘poder', de ‘placer' y de ‘tener'.

Y esta historia comienza -si no la queremos remontar al australopiteco- con el brumoso, nórdico y ensimismado Lutero , que decide que la vida no ha de ser búsqueda de la gloria de Dios y empresa de amor al prójimo, ayudada por la gracia y guiada y aconsejada por la palabra divina custodiada en el Magisterio, sino una búsqueda enfermiza de la salvación del propio yo, que ha de encontrar sus propias normas en la lectura subjetiva de las Escrituras.

Dios ya no es el ‘Fin' sino el ‘medio' de ‘mi' salvación. Los mandamientos, incluso el del amor al prójimo, no son la expansión natural de lo más profundo de mi vocación humana a trascenderme, sino la condición o su cumplimiento, el signo, de que ‘yo' estoy salvado. La verdad no es la palabra divina o la realidad que se me manifiesta, sino lo que ‘yo' entiendo o quiero entender.

Así, cada ego, desde Lutero, comienza a transformarse en un pequeño sol, centro del universo, alrededor del cual, planetariamente, satelitariamente, gira todo lo demás y los demás.

Es la famosa ‘revolución copernicana' del pensamiento moderno que, luego, laicizada en Kant , Descarte , Fichte , Malebranche , forma el clima de la ‘ilustración', del ‘iluminismo' –la pura razón es la luz y cada razón su propia luz- y por lo tanto del individualismo contemporáneo.

Pero, como todos estos soles, todas estas omnímodas libertades, mónadas, todos estos egos soberanos, autarcas, déspotas, por necesidad han de convivir en el limitado espacio de la tierra, surgirá la cuestión política del cómo conciliar la soberanía de cada uno con la de los otros, como unificar tantos soles que, por principio, quieren hacer satélites de todo lo demás.

Y ya Hobbes , en el siglo XVII, define perfectamente la naturaleza del problema cuando descubre como el motor más raigal de estos soles, de los individuos, el ‘deseo de poder' – Nietzsche , Adler y Spengler confirmarán luego a Hobbes, con sus estudios sobre la ‘ Wille zur Macht' , la ‘voluntad de poder'-. Porque, para Hobbes, el ‘poder' es la condición ‘sine qua non' de la felicidad que busca el yo. Riquezas, ciencia, honor, no son sino formas de poder. Hay en el hombre –dice- un deseo perpetuo, incesante, de ‘poder'. Deseo que no acaba sino con la muerte.

Y, por eso, para todo hombre, otro hombre es un competidor, ávido como él de poder. Adversario que tratará de usarlo, subyugarlo, si es necesario destruirlo, para conservar o conseguir el poder. “ Homo homini lupus ”: ‘el hombre es un lobo para el hombre', es la conocida afirmación de Hobbes.

¿Cómo lograr, pues, que estos soles, estos lobos, buscando ser cada cual uno mismo, no se desgarren en guerra permanente? Pactar. El ‘ pacto social '. Ponerse de acuerdo, dice Hobbes, para renunciar al derecho absoluto sobre todo que surge de cada individuo y tener la voluntad de observar ese acuerdo de renuncia.

Esta doctrina del ‘contrato social' como origen de la sociedad pasará luego, algo modificada, a través de Locke y de Rousseau a las doctrinas políticas liberales contemporáneas. [Como de allí mismo, a la larga, surge el ‘estatismo', más insoportable y menos respetuoso de las auténticas libertades es un proceso en el cual no me voy a detener]

Pero lo interesante de toda esta postura individualista, protestante, racionalista, iluminista y liberal que ha conformado nuestra mentalidad moderna es que, de una manera u otra, sigue reivindicando la ‘voluntad de poder', la autonomía absoluta y la soberanía del ‘ego' como las formas ideales del ser ‘yo', del ser ‘uno mismo', como diría Rousseau. Y, también, el convencimiento profundo de que toda cesión al otro, o a los otros, es una pérdida, una renuncia inevitable, pero renuncia al fin. Algo que va en desmedro del individuo y que no hay más remedio que soportar, pero que sería mejor que no existiera.

En este cuatro, ¡bienvenida cualquier institución o personas que insten a la gente a ser mansos, serviciales, ordenados, obedientes. Estas instituciones –como la Iglesia, por ejemplo- junto con el garrote, contribuirán a la precaria paz social. Pero esta mansedumbre o servicialidad nunca será ningún ideal; sino una renuncia y una forma de soportarse mutuamente.

Estas peregrinas teorías no pueden estar más lejos de la verdad tradicional y católica: De ninguna manera el ideal católico es el hombre totalmente autónomo e independiente; o el individuo en una isla desierta en donde nadie traba su libertad y, mucho menos, el individuo sediento de poder, rodeado de esclavos o de hombres usados y prostituidos por él.

El yo luterano, el ego cartesiano, el individuo liberal, no es el auténtico ser humano. El ser humano es ‘la persona' y la persona no se realiza ni en islas desiertas ni rodeados de serviles, sino en comunión, rodeado de padres y de hijos, de hermanos y de hermanas, de marido y mujer, de amigos, de camaradas y de cofrades. No independiente, en el aire, en el vacío, sino arraigado en sangre y en tierra, en familia y en patria, en Dios y en prójimo.

La ‘voluntad de poder' destruye al otro. Lo elimina como persona al transformarlo en medio de la afirmación de ‘mi yo'. Por eso la ‘voluntad de servicio' –que no es lo mismo que servidumbre: el servicio es propio de señores; la servidumbre, de esclavos- no es ninguna resignación ni renuncia sino, por el contrario, el único medio de hacerme crecer como persona, en comunión fraterna con la personalidad respetada y amada, no subyugada ni anulada, del que está junto a mí.

Jesús no dice: ‘el que quiera frustrarse', ‘el que quiera ser desdichado', ‘el que quiera humillarse' debe hacerse servidor; sino, por el contrario, “el que quiera ser el primero”. No es una receta de aniquilación, sino una fórmula de realización, de resurrección.

Es verdad que, en nosotros, hay tendencias desviadas innatas de voluntad de ‘poder', de ‘tener' y de ‘placer'. Sin duda que éstas, libradas a sí mismas viciosa o ideológicamente –como lo hace el liberalismo con sus retoños libertinos, freudianos y marxistas- tienden a abusar de los demás.

Pero, mucho más profundo, en la naturaleza del hombre y de cada hombre, reina, también innato, el deseo potente del verdadero amor, entrega y servicio, a imagen de la mutua entrega y servicio unificante de las Tres Personas de la unidad divina. Este deseo, en el bautizado, es potenciado por la gracia, en Xto. Jesús.

Humillar, pues, la afirmación autónoma del ‘ego' desbocado no es sino oponerse a las fuerzas centrípetas que aherrojan al individuo en la tristeza de muerte de la ergástula de su yo. Es liberar la verdadera persona, que solo se realiza en comunión de amistad, dándose y sirviendo.

Es, también, detener la disolución de familia y de Patria, corroídas por la explosiva búsqueda del propio yo. Choque de soles y de autócratas en que se convierte toda comunidad humana envenenada por la doctrina individualista liberal. Y no estamos criticando, sino al contrario, ni de las legítimas libertades de las personas, ni de la necesaria libertad económica que todos reivindicamos frente al despotismo actual de los políticos y funcionarios que ocupan los resortes del Estado convirtiendo a éste en parásito y tirano. Censuramos la actitud de espíritu –egoísta y prepotente- de esta ideología anticristiana y su política nefanda.

Cuando la autoridad y la espada sean servicio y no instrumentos de poder y privilegio; cuando el subordinado pase de la servidumbre a la ‘diaconía' –es la palabra griega que se usa en nuestro evangelio de hoy, de donde proviene nuestro término ‘diácono', que quiere decir ‘ministro' y ‘servidor'-; cuando todos comprendan que no solos sus haciendas y sus bienes han de cumplir una función social sino también sus talentos y sus personas; y que es esa ‘diaconía mutua' la que nos regenera como verdaderas personas, funda las familias y gesta a las naciones; allí no habrá ya más ni ‘explotadores' y ‘explotados', ‘amos' y ‘esclavos', políticos sanguijuelas y pueblo depredado. Allí será cada cual ‘uno mismo' verdaderamente, en Cristo, el Señor, el primero, el Rey, que vino, cruzado y caballero, “no a ser servido sino a servir”.

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