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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

Ciclo A

10º Domingo durante el año
(GEP 05-06-05)  

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 9, 9-13
En aquel tiempo: Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme» El se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?.» Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»

SERMÓN

Las palabras, siglas y denominaciones, poco a poco van adquiriendo, con el uso, connotaciones que a veces desvirtúan su significado primitivo. Hay algunas que, incluso, se vuelven peyorativas y, entonces, si se quiere defender la idea o realidad que designan, hay que cambiar su título. Por ejemplo la palabra ciego . En un tiempo, en la jerga pública, se consideró malsonante y se trocó por ' no vidente '. Hoy creo que ya hay que utilizar, al menos en España, ' invidente' . Algo semejante ha sucedido con instituciones necesarias tanto estatales como eclesiásticas. Por ejemplo la Inquisición , que desempeñó la tarea indispensable de custodia de la fe que San Pablo solicitaba a los obispos -término que significaba, primitivamente, 'inspector'-, tornándose en mala palabra se cambió por Santo Oficio. Así se llamó - Congregación del Santo Oficio- hasta que, en la última reforma del Derecho Canónico y de la Curia , se la denominó Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe , al frente de la cual, como sabemos, estuvo muchos años el Cardenal Ratzinger , lo cual, ciertamente, no le valió la simpatía de muchos.

Claro que si hay un ministerio u oficina pública odiosa en todas partes, por lo cual debe cambiar frecuentemente de nombre, es la que se encarga de recaudar impuestos. Después de multitud de designaciones, en nuestro país, ha pasado finalmente a llamarse, de Dirección General Impositiva , 'DGI', a Administración Federal de Ingresos Públicos , 'AFIP'. El cambio de nombre y la propaganda hasta el hartazgo -en la cual gasta parte del dinero que recauda- no la hacen, ciertamente, más simpática y, menos, con los métodos compulsivos con los cuales intenta meterse en la propiedad privada de los pocos incautos que trabajan en serio y en blanco y no envían sus dineros al exterior.

Si pensamos que el peso de las gabelas fiscales es tal que el ciudadano promedio argentino solo puede disponer para su propio uso del treinta por ciento de sus ingresos y que la mayor parte de lo recaudado se vuelca a mantener empleados de gobierno ociosos y, en su mayoría, obstáculo de ciudadanos libres y a sostener maquinaria electoral y posibles votantes; si meditamos que gran parte de lo que se recauda se despilfarra en funciones públicas cada vez menos funcionales -como las de la justicia o la educación que son, en gran parte, poca justicia y 'deseducación'-; o, peor, se dilapida directamente en gastos delictivos como promover doctrinas contra la vida y propaganda al vicio y cuidados a las enfermedades del vicio, uno no sabe, ciertamente, si, pagando sus impuestos, es un honesto ciudadano o un cómplice de una maquinaria fatídica que cada vez más lleva a la pobreza y a la disolución moral del país.

¡Pensar que, actualmente, mientras los impuestos quitan a la gente el 70% por ciento de sus ingresos para que los administre gente incapaz o sencillamente deshonesta, con horror los historiadores muestran lo desastroso del sistema impositivo de la época de Jesús señalando que las distintas exacciones se llevaban de la gente ¡el 30 % de su trabajo! ¡menos de la mitad de lo que nos desvalijan los nuestros! Instituciones supuestamente republicanas como la de la Presidencia de la Nación , junto con sus ministros y empleados, y gastos de representación y palacios y transportes y viajes, tiene un costo comparativamente muchísimo mayor que el de la corte de Versalles en su época más rumbosa, la de Luís XIV . No hablemos de las fortunas que, de los contribuyentes, gastan,, para su usufructo personal, gobernadores, intendentes, sindicalistas, y funcionarios de toda índole y a todo nivel.

Por eso Mateo , sentado en su tosca 'mesa de recaudación de impuestos', como dice nuestra versión, era apenas un 'perejil' comparado con nuestra AFIP. Tanto más que no era uno de los grandes publicanos contratantes de la recaudación romana -como el rico Zaqueo en Jericó-, sino un modesto funcionario casi provincial, que lo único que hacía era recaudar, en Cafarnaún , ciudad fronteriza, los derechos de tránsito de la no demasiada mercadería que salía de la tetrarquía de Filipo e ingresaba en la de Herodes Antipas. Era, pues, un simple oficial de aduana más o menos acomodado. Recolectaba no para los romanos sino para las autoridades municipales locales.

Las tarifas aduaneras allí podían llegar a un tres por ciento de la mercadería transportada. Los comerciantes hacían una declaración jurada que Mateo archivaba y, de vez en cuando, verificaba con una inspección. De estas anotaciones de la época se han hallado fragmentos en distintos lugares de Palestina. Obvio pues que Mateo era un hombre que sabía leer y sacar algún tipo de cuentas.

Los municipios, de este gravamen, mucho más no podían obtener porque, contrariamente a otro tipo de bienes fácilmente imponibles que se pueden depredar casi sin límites -como nuestro campo, cuyos dueños ni pueden esconderlo ni escapar al cariño por él-, los comerciantes no eran tontos y, si las tarifas eran excesivamente grandes, cambiaban de camino, utilizaban otra frontera más benévola.

Mateo, pues, sería seguramente un hombre respetado en la comunidad. Flavio Josefo anota que muchos de estos aduaneros eran personajes generosos con su gente -siempre resulta fácil ser generoso, como los políticos, con la plata de los demás-. Y, al fin y al cabo, le sacaban a los que pasaban, no a los lugareños. De vez en cuando Mateo haría revisar las cargas y recibiría también algún regalito: un paño de género, una jarra de vino, un ánfora de pescado en conserva. Y la mujer se lo agradecería, sobre todo cuando se trataba de preparar banquetes como el que hoy ofrece a Jesús. Banquete, aunque no lujoso, digo, porque se habla de que los invitados están acostados, reclinados -no 'sentados' como vierte nuestra traducción. Y eso de reclinarse se hacía solo en las fiestas. Por lo general los judíos comían sentados en bancos; o en cuclillas los más pobres.

La cuestión es que el relato de hoy no se refiere a grandes pecadores como los consideraríamos ahora: sinvergüenzas, delincuentes, corruptos. Sino a gente común, fundamentalmente buena, pero que no coincidían con los cánones de pureza y legalidad con los cuales los fariseos juzgaban la bondad de sus propias obras. Jesús no se juntaba con los perversos ni los pervertidos -aunque era, por supuesto, muy capaz de perdonarlos si se convertían- sino con la gente común, las clases medias a quienes los llamados 'grandes' explotaban y escarnecían, dejándolos como ovejas sin pastor. Utilizar este relato para fustigar a los cristianos que cumplen tildándolos de fariseos y mirar alegremente a los que llevan vida pecaminosa es desubicar totalmente la actividad y la enseñanza de Cristo.

De todas maneras Mateo estaba muy lejos de ser un judío ejemplar, al menos a la manera farisea. Pero tampoco se podía decir de los fariseos que fueran judíos ejemplares. Como les reprocha Jesús en otros pasajes, estaban prendidos a otro tipo de negocios, pero más 'de guante blanco', en donde no estaban aparentemente en contacto directo con la deshonestidad, ni con los hombres de pueblo capaces de transmitirles alguna impureza ritual, ni con los no judíos -considerados sin excepción, por ellos, 'pecadores'-. Podían hacerse ricos -'amigos del dinero' les llama Jesús- sin ensuciarse, sin caer en impureza. En eso eran expertos. Tenían tiempo para leer y escrutar las Escrituras y hasta el último codicilo de la ley, para poder hacer cualquier cosa sin violar a aquella. Ayudados por sus juristas transitaban el mundo de lo legal sin nunca tener que rendir cuentas a nadie. No eran 'ladrones de gallinas', no. Y, como eran perfectamente capaces de usar lo legal incluso para eludir la ley, confundiendo finalmente lo legal con lo moral, se creían 'mil'.

Más aún, en su mente leguleya, pensaban que este cumplimiento les garantizaba el beneplácito divino. Al fin y al cabo, sinceramente, estaban seguros de que las leyes les venían de Dios. No como hoy que, a todo el mundo es claro que vienen de los intereses personales e ideologías de los legisladores y sus partidos.

La cuestión era que, en esta confusión entre lo moral, lo legal y lo religioso, más allá de que muchos de ellos podían ser buena gente y bien intencionados, los fariseos entendían sus relaciones con Dios como una especie de negocio. Si uno cumplía la Ley hasta en sus mínimas particularidades, se estaba ajustando a la voluntad de Dios; y, como esa voluntad era 'santa', ellos mismos se transformaban en 'santos' o, en el lenguaje bíblico, en 'justos'. No necesitaban de nada mas. Estaban religiosamente satisfechos.

Precisamente será esta satisfacción la que impedirá -dirá Jesús y luego explicará Pablo en sus epístolas- que el fariseo o cualquier hombre satisfecho , 'rico', se abra a Dios y pueda recibir Su gracia. Porque justamente de eso se trata: de 'gracia', de lo que, 'gratuitamente', Dios, más allá de todo merecimiento humano, de todo pacto razonable, de toda moral o ley, por amor nos quiere regalar. Para lo cual lo único que necesita es nuestras manos abiertas.

Quien se conforma con lo que él mismo es capaz de obtener y de hecho obtiene; quien está contento consigo y con sus posesiones de este mundo; quien sano y feliz transita esta vida sin ninguna carencia ni ambición superior, es casi un milagro aunque no imposible -como le responde Jesús a Pedro cuando le habla de los ricos- que abra su corazón y su mente a lo muchísimo más grande y más alto que Dios quisiera darle. Quien no logre educir en su interior 'sed de Dios', jamás podrá poseerlo.

Pues si cualquier progreso humano parte del sentimiento de la imperfección, de la carencia, del problema que hay que solucionar, del vacío que hay que llenar, ¡tanto más el crecer en nuestra relación con Dios! "¡Sed de Ti!" ¡Hambre de santidad! No satisfacción del que se cree justo.

Un mundo que se piensa autosuficiente, que opina, quizá, que mucho hay que mejorar pero, falsamente seguro de sí, entiende que ello lo hará a fuerza de política o de economía o de investigaciones y técnica -¡y ojalá lo hiciera mejor de lo que lo está haciendo!-; o una humanidad que está segura de que sus carencias provienen de la injusticia, de la poco equitativa distribución de las riquezas, de la conspiración de los países del primer mundo. solo carencias económicas pasibles de ser un día satisfechas, gracias a los justicieros de este mundo, -gracias, a los clérigos, también, volcados a la búsqueda de la justicia social y no del Reino de los cielos- esa humanidad, esos hombres, estarán cerrados siempre a la gracia de la Vida de Dios.

Pero eso es precisamente lo que viene a traer el Señor Jesús: no la vida de la ley, o la satisfacción de lo humano, ni, estrictamente, la justicia entre los hombres, sino la Vida divina. Esa que se obtiene no mediante el obrar humano, sino de la gracia de Dios.

En realidad hay que decir que si este mundo no tuviera penas, dolores, injusticias, muerte, sería lo suficientemente hermoso como para satisfacer, sin ninguna preocupación por otra cosa, las ambiciones del hombre. Y si solo por medio de la educación, de nuestras virtudes, de nuestra bondad, de nuestros códigos de derecho humanos, pudiéramos mejorarnos, evitar todo pecado, todo egoísmo, todo sentimiento mezquino y ayudar a mejorar a los demás e, incluso, llevar la paz a la sociedad, ¿para qué Dios? ¿Para qué Cristo? ¿Para qué la gracia? ¿Para qué la Iglesia ?

Pero Dios nos ha llamado no a permanecer en las felicidades y bienes de este mundo, sino a levantar nuestra mirada a horizontes superiores, por eso permite el mal -y aún el pecado-, como signo de esa carencia más alta que solo va al encuentro de lo que Dios, gratuita e increíblemente, quiere regalarnos. De allí que no haya nadie más cerrado a la gracia que aquel que piensa que son sus obras las que lo avalan: el que se cree sano; el que, por falta de diagnóstico sereno, piensa que no necesita médico ni salud.

¡Qué difícil convertir a Cristo a quien siente que no lo necesita y está satisfecho con lo que tiene, con lo que el mundo le da, con lo bueno que es!

Ese peligro no lo corría Mateo, tampoco los publicanos y los llamados por los fariseos 'pecadores'. En realidad los fariseos, señalando sus defectos a los demás, cumplían el oficio que San Pablo señala a la Ley : el 'convencernos de pecado', el hacernos saber que no somos santos, que nos falta mucho para ser lo que Dios quiere que seamos. Y así, conducirnos humildemente a lo del médico, a querer ser curados, a progresar en el amor a Dios y a los demás, a buscar la santidad que solamente Dios, en oración y sacramentos, puede dar.

No nos juntamos, como a veces se nos dice, en la Misa y en la Iglesia , porque nos creamos santos, sino porque queremos serlo, porque sabemos que, a pesar de no ser ni grandes pecadores ni delincuentes ni mala gente, queremos reclinarnos en la mesa con el Señor para que el nos consuele y alegre y nos alimente con el Pan de los fuertes y nos aliente a continuar siguiéndole. Y, por ello, lo primero que decimos cuando, con alegría, nos acercamos a Él, es: ' Pésame ', ' Yo pecador' , ' No soy digno '.

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