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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1987. Ciclo A

2º Domingo durante el año
  (GEP 18/01/87)

 

Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 29-34

Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel» Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo" Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios»

 

SERMÓN

En el pórtico de la vida pública de Jesús, en momentos en que Juan, el bautista, el más grande hombre del AT deja paso a Cristo y a su Reino, lo señala con el dedo y pronuncia su solemne testimonio: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"

Fórmula que, de repetida, a nosotros cristianos no nos sorprende. Pero habría que preguntarse qué podrá significar, a un hombre de nuestro tiempo, solo acostumbrado al lenguaje profano. No solamente el curioso epíteto de "cordero de Dios" sino, aun prescindiendo de él, la función o misión que se atribuye: "quitar el pecado del mundo".

Si hoy apareciera Jesús por la calle Florida y nosotros nos pusiéramos a gritar lo mismo que Juan el Bautista "¡Este es el que quita el pecado del mundo!", ¿quién se daría vuelta a mirar o quién se pararía a escuchar? ¿A quién le interesa el pecado?

Distinto sería que gritáramos "¡Este es el nuevo ministro de Economía que viene a erradicar la pobreza!" ó "¡Este es el nuevo presidente que viene a combatir la injusticia social!" o "¡Este es el nuevo secretario de salud pública que viene a terminar con la enfermedad!" o cosas semejantes. Pero, "quitar el pecado del mundo"..

Y, sin embargo, nosotros, los cristianos, sabemos que no hay realidad más terrible y fértil en consecuencias funestas que el pecado. No quizás los pecadillos mezquinos que susurran los buenos católicos en las rejillas de los confesionarios, sino el pecado en serio, violación individual o social de la norma ética y separación brutal del hombre de su vinculación con Dios.

Porque, lo sabemos, el pecado tiene como dos dimensiones hondamente unidas: una ética y la otra religiosa . En ambas dimensiones el pecado produce efectos deletéreos.

Quizás los más inmediatamente perceptibles sean los efectos éticos o políticos (1). Aunque, como la moral o la ética individual y política fueron predicadas y sostenidas en occidente sobre todo por la Iglesia, el hombre de la calle tiende a pensar que la moral es un asunto puramente religioso. Creen, por ejemplo, que los mandamientos no son sino mandatos y prohibiciones arbitrarias de Dios, cuando no de la Iglesia. Pero aun muchos cristianos creyentes piensan que determinadas acciones son buenas y otras malas solo porque Dios prescribe las primeras y prohíbe las segundas. El mal estaría en la desobediencia, pero no en la acción misma. No se dan cuenta estos que así piensan que no es porque Dios los mande o prohíba que los actos son buenos o malos, sino que, porque son buenos, Dios los preceptúa y, porque son malos, Dios los veda. Como el médico que ordena una medicina y prohíbe un veneno. El veneno no es veneno porque el médico lo prohíba.

Pero es claro, el mundo moderno ha dejado de creer en Dios -por lo menos en el Dios verdadero de los cristianos- y, menos aún, en su Iglesia y, por eso, opina que la moral, la ética no es sino un invento de los curas, hecho en la tinieblas del medioevo y de la cual, dada la adultez del hombre hoy, es necesario liberarse con la ayuda de psicólogos, sociólogos, políticos, médicos, diputados.

Cada cual decidirá, de ahora en adelante, cuál es el bien y cuál es el mal. Lo que yo pienso, lo que yo decido, lo que yo 'siento'. Y, si todavía me quedan escrúpulos porque no he alcanzado la suficiente madurez y, por ejemplo, el adulterio todavía me desasosiega o avergüenza, pediré a los legisladores del pueblo que, por votación, declaren al adulterio y la poligamia puros, nobles y justos incluso prestándoles la etiqueta prestigiosa que tenía precisamente, por ser indisoluble y monógamos, el auténtico matrimonio.

Y lo mismo, si tengo -a pesar de mi madurez- escrúpulos con lo del asesinato de niños en el vientre de su madre, que los legisladores, en nombre del dios-pueblo lo declaren acción saludable, liberadora y feminista. Y, si me molesta aún el 6º mandamiento, le preguntaré a Abadi o Eliachef; y si el 4º a Freud o a Marcuse; y si el 7º a Engels y Lenin; y si el 8º a Ratto o a Alfonsín.

Ojala pudiera ser así. Pero no lo es. Porque así como hay leyes físicas, químicas, biológicas, y económicas que atañen al recto funcionamiento de lo material y vital, y que es necesario respetar si se quiere sacar el máximo provecho de esos niveles de existencia, so pena de desastres materiales, ecológicos y de salud humana, así también existen leyes que atañen a la salud de lo psíquico, de las relaciones interpersonales, familiares, sociales, y son las que justamente descubre y enseña la ética. No tiene que venir el médico a castigarme si, a pesar de sus recomendaciones, tomo veneno: me enfermo solo. No tienen que venir Reagan o Nakasone a retarme si instauro un régimen económico -socialista, estatista, como quiera llamársele- que no respete la propiedad privada): nos empobrecemos solos. Tampoco tiene que venir Dios a castigarme si no respeto las leyes morales. Yo mismo fracasaré como persona si vivo en la pereza, en la mentira, en el egoísmo, en la lujuria, en la envidia y seré incapaz de instaurar relaciones amicales auténticas que me traigan felicidad, y me sumiré lentamente en el fracaso y la desdicha, y declinara toda sociedad que defienda como logros de la libertad la posibilidad de vivir lícitamente todo ese desastre. El pecado, en lo que respecta a lo ético, es un cáncer que lentamente devora a la persona, familia, o nación en donde se instaure.

Mirémonos en el espejo de nuestro propio país en donde ni uno solo de los mandamientos no es sistemáticamente -indivual y socialmente- violado. Y esta violación justificada, canonizada, promovida por los medios de comunicación social y, peor aún, autenticada por falsas leyes (2) que disfrazan aberraciones de legitimidad. Así estamos y así nos irá, sin que Dios tenga la más mínima necesidad de castigarnos.

Pero, es claro, lo que hace pavoroso al pecado -y esto es mucho más difícil de entender al hombre de hoy- es su aspecto religioso. Porque se da el caso que estas normas éticas que hacen, en última instancia, a la felicidad temporal del hombre, Dios se las toma a pecho. Algo así como si el médico nos dijera "si usted no toma este remedio que le prescribo" o "si usted realiza estas acciones que van en contra de su salud" "no solamente enfermará sino que, además, me lo tomaré como ofensa personal y le retiraré mi amistad ". Claro, esto lo haría quizá un médico que apreciara o quisiera mucho a su paciente. Pues bien, Dios nos ama tanto, que toma como algo personal el que nosotros sus hijos, sus criaturas, vayamos o no en contra de las leyes estructurales de nuestra personalidad. Vean ¡qué chifladura! Como signo de nuestro amor a Él, no nos pide que hagamos nada por Él. Nos pide que hagamos aquellas cosas que nos hacen bien a nosotros y evitemos las que nos dañan. "El que me ama cumple mis mandamientos", "cumple mis indicaciones de salud y felicidad".

Para los cristianos, pues, el pecado no es solo la violación de una ley, de la norma de un prospecto; no es, simplemente, no seguir las instrucciones de fábrica; no es una pura cuestión legal. Es, ya, un asunto 'personal', una cuestión de amistad con Dios.

Claro, acá uno podría decir -y, desdichadamente, muchas veces los hombres lo han dicho-: "¿Y a mí qué me importa la amistad con Dios? ¡Que me deje tranquilo! -Si es que existe-". "¡Yo me hallo fenómeno sin Él!" O, quizás, más desdichadamente aún: tantos hay que desconocen a Dios o a quienes su desviada educación ha ocultado o hecho rechazar explícitamente Su existencia.

Pero esto es sencillamente tremendo. No lo sería si la amistad con Dios fuera algo totalmente 'añadido' a la vida humana. Algo optativo, algo de lo cual perfectamente se puede prescindir. Pero no es así: el hombre, todo hombre, cada hombre -en Rusia o en Norteamérica, en Argentina o en Cuba, en el Gobi o en Alaska, en la Tierra o en Marte, en cualquier siglo de su historia- está 'hecho para Dios'. Esa es su naturaleza, lo más profundo de su definición, el objetivo de todo el universo que, en el hombre, se corona y culmina.

El hombre es 'naturalmente' -por lo que recibe de su ADN, por la capacidad de su neocortex, por todo lo que se ha elaborado en la historia evolutiva de su aparición en el mundo -como decía San Agustín- un 'capax Dei', un ser con capacidad de Dios. O -como decía San Gregorio Nacianceno- un ' zoon theoúmenon ', un 'animal divinizable'. O, como decía antes nuestro viejo catecismo, ' el hombre -y hablaba de todo hombre- ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en este mundo y gozarlo para siempre en la eternidad '.

Si el hombre no conoce, ama y sirve a Dios en este mundo y no llega a gozarlo en la eternidad: no es que fracasa como hombre piadoso o religioso o como cristiano; fracasa sencillamente como hombre. Lo 'natural' al ser humano, aquello a lo cual esta llamado por su naturaleza, por todos sus dinamismos biológicos y psíquicos, es realizarse, por la gracia, en lo sobrenatural, en Dios. Por eso el pecado que nos aparta de la amistad divina y de la gracia, no es que simplemente nos deje tranquilos en nuestra condición humana: hiere en su núcleo más radical a lo que de más humano tenemos.

Y esto no solamente porque nos aparta de nuestra hambre más profunda -aunque muchísimas veces nunca experimentada conscientemente- que es el compartir el gozo de Dios en la eternidad, precipitándonos al fracaso definitivo de todo nuestro ser, sino también porque, sin la amistad y las gracias divinas, es imposible cumplir íntegramente las normas de la ley natural, los mandamientos. Sin la gracia, por los meros esfuerzos de la educación o de la voluntad el hombre, no puede vencer totalmente sus impulsos desordenados de egoísmo, de envidia, de soberbia, de lujuria, de avaricia, de odio.

Sin la gracia -a menos de imponerlas despóticamente- es imposible instaurar la moral y la paz social.

El pecado, por lo tanto, no es solamente una cuestión de curas, de rejillas de confesionarios y de mojigatos -sobre todo el pecado instaurado como norma de individuos y sociedades, el pecado estructural-, es la tragedia mas intolerable y pavorosa que pueda herir a la humanidad y a la persona, -ya que lo aparta de su vocación a la gracia y a la Vida- y, por lo tanto, no hay titulo más esperanzador, ni que vaya más al fondo mismo de la definición de Cristo, que el que anuncia, emocionado, san Juan Bautista: "Este es -por fin- el que quita el Pecado del Mundo".

(1) La política forma parte de la ética o, en otras concepciones, la ética de la política.

(2) Solo responden al nombre de leyes, las racionales, las que se adaptan al ser de la realidad, indagada por la recta razón.

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