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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1992. Ciclo c

2º Domingo durante el año    

 

Lectura del santo Evangelio según san Juan     2, 1-11
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete» Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

 

SERMÓN

 

         Cinco horas después de haber llegado a nuestro país, en un vuelo de Aeroflot, Antonio y Antonia, por una torpe demora burocrática de la aduana, murieron en Ezeiza de calor, tendidos sobre una lona. Dos de sus compañeros -y una foca que los acompañaba- pudieron ser salvados.

Como Vds. habrán leído en los diarios, o visto por televisión, se trata de los delfines que, desde Rusia, se enviaron, para montar un espectáculo circense en las piletas de Punta Iglesias en Mar del Plata.

Este amable e inteligente mamífero, de la familia de los 'delfínidos', orden de los 'cetáceos' y suborden de los 'odontocetos', desde la más remota antigüedad, ha concitado la simpatía de los humanos, jugueteando alrededor de sus naves, saltando amistosamente para atraer nuestra atención, y llevando una vida familiar casi humana y, sobre todo, tantas veces, ayudando a los náufragos empujándolos hacia la orilla.

Las leyendas griegas lo asociaban a la historia de Dionisio, el dios hijo de Zeus y de Semele. Cierta vez que quiso pasar del contienente a la isla de Naxos, Dionisio contrató los servicios de unos piratas tirrenos, pidiéndoles que lo embarcasen en sus naves y lo condujeran a dicha isla. Pero los piratas, fingiendo aceptar el trato, pusieron rumbo a Asia, con la idea de vender a su pasajero como esclavo. Cuando Dionisio se dio cuenta, transformó los remos en serpientes, llenó el barco de hiedra e hizo que resonaran flautas invisibles. Finalmente, paralizó la nave entre enramadas de parra, del tal medo que los piratas, enloquecidos, se precipitaron al mar, donde se convirtieron en delfines y se arrepintieron de sus maldades. Esto explica -según la leyenda- que los delfines, piratas arrepentidos, sean amigos de los hombres y se esfuercen por salvarlos en los naufragios.

El que Dionisio utilizara la parra para sujetar a los barcos no puede sorprender a nadie que sepa que Dionisio no es sino la divinidad introductora del cultivo de la vid entre los hombres. También llamado Baco, sobre todo entre les romanos, es pues el famoso dios del vino. Un dios en realidad poco simpático, a juzgar por sus aventuras, en las cuales no hace sino enloquecer y matar a la gente buena con la cual se topa. Basta leer Las Bacantes de Eurípides, con sus furiosas ménades -las sacerdotisas enloquecidas de Baco-, para perderle toda la simpatía que uno pudiera tenerle, por más amigo que sea del Borgoña, del Lambrusco o del Pinot.

Pero, desde que se descubrió, ya en el neolítico, el vino, ha tenido siempre una significación ambigua. A pesar de estar asociado, por la tradición talmúdica, al árbol de la vida y a la inmortalidad, uno puede bien preguntarse de qué vida e inmortalidad se trata. Es sintomático que la importancia religiosa del vino se destaque sobre todo en las religiones de tipo gnóstico. Es decir, aquellas en que lo divino es algo que corresponde al hombre 'por naturaleza' y que es pasible de ser sacado a luz por algún tipo de técnica mística, ascética o frenética.

Precisamente los que adoraban a Dionisio o a Baco pensaban que la borrachera, la ebriedad que provocaba su fruto, era una especie de estado extático, religioso, divinal, en el cual el dios poseía al ebrio.

Se suponía que esa cualidad venía al zumo de la uva porque el fruto aprisionaba, detrás de su piel transparente, el poder del sol. Y, como Vd. saben, el sol era 'lo divino' por excelencia. El vino era así el 'fuego' mezclado con el agua nacida de la 'tierra'. Era la síntesis del cielo y de la materia; de lo divino y de lo profano. Mediante el vino, el hombre podía sentir correr por su sangre el calor vital de los dioses. Era el néctar escanciado por Hebe, la diosa de la perpetua juventud y, luego, por Ganimedes y que conservaba, junto con la ambrosía, la vida de los inmortales. De allí que el vino fuera en todas esas tradiciones símbolo de la inmortalidad.

También lo era del valor guerrero, por eso se representaba a Baco en un carro triunfal, tirado por panteras y rodeado por silenos, bacantes y sátiros. No era raro, en la antigüedad que, antes de las batallas, los combatientes tomaran vino para inyectarse, supuestamente, valor. Algo así como la droga que -dicen- daban a los soldados americanos en Vietnam.

De hecho, tanto el vino como el resto de las bebidas alcohólicas, fue abundantemente utilizado por las pseudoreligiones como medio de escaparse a la condición puramente humana y alienarse delirantemente, maníacamente, a lo divino. Confundían lo sobrehumano, lo sobrenatural, con lo inhumano, lo subhumano.

Muchas falsas místicas piensan que el delirio, la exaltación de los sentidos, la exacerbación del sentimiento -ya lo produzca el alcohol, la droga, la histeria colectiva, la música lunática, el baile frenético, el ritmo hipnótico, la parapsicología o lo que fuera-, alienando al hombre de su cordura, lo introducen en el ámbito de lo sacro, del espíritu. Enfermedad y confusión que incluso se ha infiltrado en el ámbito de algunas, así llamadas, 'modernas' espiritualidades y liturgias católicas, que no son sino técnicas arcaicas, paleolíticas, de enajenación del ser humano. Más cercanas a las bacanales, al vudú y al chamanismo que a cualquier intento religioso más o menos serio.

Pero aún en las así denominadas religiones superiores, tanto de la tradición india como islámica, el vino ha cumplido su papel alienante, pseudodivinizador. Precisamente la tradición mística islámica, en especial la escuela 'sufí', da importancia preponderante al vino como vehículo de transformación. Precisamente ese vino que Mahomma, en el Corán prohíbe beber a todo buen musulmán simplemente como bebida de encuentro fraternal, a lo católico, sin ninguna estupidez mística, sencillamente como alimento o, como mucho, para dar tono y brillo a la fiesta -condenando por supuesto el exceso-, ese vino prohibido puritanamente por el Islam como bebida de mesa, se transforma, en el 'sufismo', en néctar religioso, en bebida cabalística, alquímica, transformadora del hombre.

Para el maestro sufí Lahiji el vino representa el amor, el deseo ardientete y la borrachera espiritual. "Bebe a largos tragos -dice- bebe el vino de la aniquilación. Bebe el vino, porque la copa es la cara del amigo". "El vino significa la bebida del amor divino -escribe Ibn Nabolosi- amor que te emborracha y te hace olvidar todo" .

Ya esas frases tendrían que hacer sospechosa la doctrina: 'aniquilación', 'olvido de todo'. Es lo que también canta el maestro sufí Bayazid de Bistham : "Cuando bebo yo soy a la vez el que bebe, el vino y todo lo que me rodea. En el mundo de la unificación, el vino nos hace ser todos uno" . Esa 'unidad' gnóstica, en la cual el hombre pierde la personalidad, se aliena en el 'todo', se hace masa, resigna su nombre propio, alcanza el 'nirvana' del olvido, pierde contacto con la realidad, huye del compromiso con el prójimo. Esa unidad informe, inmoral, promiscua, en donde se confundían incluso los sexos, que se alcanzaba precisamente en las bacanales.

Nada de eso sostiene la doctrina católica: la renuncia a uno mismo no es alienación en la ebriedad, ni la huída del compromiso, ni el éxtasis a la irrealidad. Es la entrega diferenciada y personal a una misión, a un servicio de amor, a un compromiso con Dios y con el prójimo, en el cual Dios me une a Sí fraternalmente pero dándome un nombre, considerándome como un tú, afirmando mi personalidad.

La unidad no se consigue en la pérdida de los sentidos, en la borrachera, en la embriaguez, sea producida por el vino, sea por la droga, sea por el ejercicio yoga, sea por la locura carismática, sea por la inmersión en la masa, sea por la sujeción fanática al líder, que son otras tantas formas de perderse en la irresponsabilidad, en la huida, en el miedo a la libertad. En Cristo, cada uno es llamado a una actividad superior y personal, en lucidez y compromiso, en sobriedad y luz, en evangelio y razón.

Es verdad que el vino también en el Antiguo Testamento alcanza una cierta calidad simbólica. Pero, como tal, es el fruto natural de la vid. Atribuyendo a Noé la invención de la viña, ya desde el principio subraya el carácter a la vez benéfico y peligroso del vino. Describe la embriaguez de Noé no como un estado precisamente místico, sino como una vulgar y espantosa borrachera. Noe es pues todo lo contrario a Baco.

Claro que para el Antiguo Testamento el vino es ante que nada signo de prosperidad, y cosa buena -siempre, por supuesto, que se beba con moderación, que se use con sobriedad-. En múltiples pasajes, ciertamente, se condenan los excesos. Y el Nuevo Testamento no varia en esta tesitura: el mismo Jesús optó por beber vino, aún a riesgo de ser mal juzgado, como cuenta Mateo.

Por supuesto que, a nivel poético, también alcanza categoría de símbolo. Se habla del 'vino de la amistad', del 'vino de la sabiduría'. Y alegóricamente uno de los grandes castigos escatológicos precisamente consistirá en que no se beberá más vino. Lo único que allí se beberá será la ira divina, la copa que saca de quicio, que saca de uno mismo. En cambio, la felicidad prometida por Dios a sus fieles se expresa con frecuencia bajo la forma de una gran abundancia de vino: de una fiesta continua en donde no ha de faltar nunca el fruto de la vid.

Estos son los niveles obvios donde se mueve la realidad y el simbolismo de nuestro evangelio de hoy.

La realidad : una carencia concreta, el papelón de los novios a los cuales se les acaba el vino, un problema humano que, como todo problema humano, por más nimio que parezca, nunca es ajeno a la Providencia divina, aunque ésta no se manifieste siempre tan espectacularmente como en este caso frente al cual Jesús, junto con su madre, interviene y da solución. Nada de los hombres, sus creaturas preferidas, carece de importancia para Dios. Nada de los hombres ha de dejar de importar a la caridad de un verdadero cristiano en ningún hipócrita escape a una falsa espiritualidad.

Y el simbolismo nos traslada de la realidad del vino a la realidad, más consistente aún, de lo que éste pretende representar: mucho más allá de los afectos embriagantes en los que se detienen las falsas religiones. El vino, representa, ahora, la verdadera Vida que viene a traer Cristo, la inmortalidad personal, la amistad divina, la alegría perpetua y definitiva, dada con esa abundancia capaz de transformar 600 litros de agua propia de Dios. Cosa que no es capaz de producir ninguna viña humana, ningún ejercicio ascético, ninguna orgía política, técnica o psicología. Más allá -pero más arriba, no más abajo- de toda posibilidad humana. En el desborde del amor de Dios de la Encarnación, de lo divino que ha irrumpido en lo humano en la Navidad; de la Vida de Dios que se hace bebida en el cáliz de la eucaristía.

Tradicionalmente este evangelio se ha leído siempre en la Iglesia en las cercanías de la fiesta de Epifanía. Epifanía era la fiesta de las tres grandes manifestaciones de Cristo: la de los reyes, la del bautismo y las de las bodas Caná. Los "tria mirácula" les llamaban en la Iglesia primitiva. Y es probable que nuestro evangelio de hoy se uniera a las otras dos manifestaciones del Señor no solo por ser 'su primer signo', como dice Juan, sino porque casualmente la fiesta de Dionisio, de Baco, se celebraba el 6 de Enero. En muchas ciudades ricas del imperio ciertas fuentes de templos paganos, come por ejemplo la de Andros , manaban -durante ese festejo- vino en vez de agua. La Iglesia, al hacer leer para esa fecha este evangelio, quiso enseñar a los cristianos a distinguir cuidadosamente la falsa alegría del vino de Dionisio y sus bacanales, de la verdadera alegría de Cristo.

Y, para terminar con lo que empezamos, no es extraño tampoco que, en las catacumbas romanas, Jesús haya sido muchas veces representado como un delfín. El delfín salvador, el que rápidamente conduce desde la tempestad de este mundo a la playa de la salvación. Y que también haya sido visto como símbolo de los cristianos, los que pecadores arrojados a las aguas del Bautismo, arrepentidos de nuestros pecados, transformados, podemos nadar ágilmente en amor a Dios y en ayuda amical a nuestros hermanos.

Que no la embriaguez pasajera de ninguna falsa devoción, ni la exaltación beoda de ninguna pseudo mística ni repentino fervor, sino el verdadero vino de Cristo, en fe, esperanza y caridad, en inteligencia y virilidad, transforme el agua de nuestras venas en auténtica sangre cristiana.

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