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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1999. Ciclo A

2º Domingo durante el año
(GEP 1999)

 

Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 29-34

Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel» Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo" Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios»

 

SERMÓN

         Salvo en las grandes solemnidades del año litúrgico -Semana Santa, Navidad- es difícil que los diarios recojan celebraciones o discursos estrictamente religiosos. Generalmente los obispos o los sacerdotes son noticia cuando, fuera de sus específicas competencias, incursionan -a veces como simples ciudadanos, otras utilizando abusivamente su autoridad religiosa- en áreas de índole política o económica, que, si bien en sus grandes principios atañen a la moral y han de subordinarse a ella, más tiene que ver, en lo concreto, con lo pasional o con lo estrictamente técnico, que con las obligaciones específicas de un pastor.

Nadie duda de que estas figuras que así aparecen en diarios, radio y televisión no se ocupan también -y casi seguro principalmente- de lo religioso, pero como ello no es noticia ni suscita el interés del periodismo, el observador superficial tenderá a pensar que esos prelados solo se meten en política. A su vez, cualquier prelado buenamente deseoso de publicidad para el mensaje cristiano, al tener la experiencia de que solo cuando se refiere a lo político y económico consigue audiencia, se verá fácilmente tentado, aun inconscientemente, a aludir frecuentemente a estos temas.

A ello contribuye también la tendencia actual de los dirigentes de la Iglesia -en aras de un suicida ecumenismo- a no querer enfrentarse con nadie en materia religiosa y respetar a toda costa a los que opinan de modo diferente al suyo. Por eso, cuando dirigen sus mensajes al público en general, eluden el discurso concretamente cristiano y se refieren a temas en los cuales casi todas la ideologías o religiones estarán de acuerdo: ecología, derechos humanos, desocupación, el flagelo de la pobreza... Cuanto mucho hablarán de temas morales, a veces reducidos a materia de conducta sexual.

Las referencias propiamente religiosas, cuando se hacen, se suelen dirigir hacia adentro, solo en círculos propiamente cristianos. Pero desgraciadamente allí no llegan los que no están en algún movimiento católico o no tienen acceso a diarios o literatura confesional. De la abundante catequesis papal, por ejemplo, referente a temas teológicos, evangélicos, dogmáticos, espirituales, cristológicos, apenas llega nada a los diarios. No interesa al reportaje. Solo quien lee el Osservatore Romano o frecuenta revistas de teología o espiritualidad o de nuevas católicas o se toma el trabajo de leer las principales encíclicas puede asomarse a la integridad del mensaje pontificio. Pero ¿cuántos lo hacen? ¿cuántos lo hacemos?

Por eso los mismos practicantes solemos a veces descentrarnos de nuestra identidad auténticamente religiosa, no solo por nuestro volcarnos atraídos a las cosas de este mundo, sino aún en el contacto con el mensaje de la jerarquía que, inevitablemente, nos llega deformado a través del filtro unilateral del periodismo; cuando no empujados por predicaciones dominicales que más se ocupan de lo temporal que de lo sólidamente cristiano.

De allí que sea bueno detenernos un momento, guiados por nuestra perícopa de hoy, en la presentación que quiere hacer de Cristo la Iglesia , en este domingo que abre nuestras lecturas evangélicas del 'tiempo durante el año': " El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo ", dice Juan Bautista; " aquel sobre quien ha descendido el Espíritu ", insiste; y, finalmente, con toda claridad, " el Hijo de Dios ".

El Cordero de Dios. Los corderos de los judíos sacrificados cotidianamente en el templo de Jerusalén servían -pensaban- para compensar los pecados, las transgresiones. Los corderos pascuales, para recordar la liberación de Egitpo. Ahora Juan habla de un Cordero, y un cordero, no de los judíos, sino de Dios y que viene, no a expiar pecados, sino que quita el Pecado del mundo.

¡El pecado del mundo! Evidentemente eso suena solemnísimo. Pero hay que confesar que con nuestro vocabulario común no se entiende: ¿qué es este 'Pecado del mundo'?: ¿algo misterioso y maligno que flota sobre la historia de los hombres?, ¿alguna mala acción cometida por muchos?, ¿la suma de los pecados de todos?

La cosa no va por allí. Para hacerla breve -y usando términos que más o menos todos los católicos conocemos- hemos de recordar que ya el catecismo distingue el pecado que uno comete y la gracia que así se pierde. De tal manera que, después de haber cometido un pecado mortal, si no nos arrepentimos, habiendo perdido la gracia, quedamos en lo que llamamos 'estado de pecado'; carecemos del 'estado de gracia'. ¿Ven?: está el pecado que cometemos, el acto de pecar, el pecado en acción y el estado de pecado en el cual luego quedamos.

Así pues el hombre que carece de la gracia está, decimos, en 'estado de pecado'. ¿Y esto es grave? Sin duda. ¿Por qué es grave? Porque sin la gracia el hombre queda librado a las fuerzas de su sola naturaleza; y la naturaleza humana es incapaz de realizar nada que esté más allá de sus posibilidades humanas. Como, por ejemplo, acceder a la vida divina, a la amistad con Dios, alcanzar el cielo. Eso no es natural, es sobrenatural. El hombre dejado a su naturaleza, a la dinámica de su pura biología humana, acabado su periplo de vida, muere para siempre. Eso es totalmente independiente de si se porta bien o se porta mal. Por más buena que sea una persona, si no posee la gracia, es totalmente incapaz de alcanzar la vida eterna. ¡Nada menos!

Pues bien, en nuestro evangelio, Juan no se está refiriendo a pecados que se cometen, sino al no tener la gracia, o lo que es lo mismo, al estado de pecado. El universo, la naturaleza, el mundo, la humanidad, de por si, no tienen más que eso: naturaleza, lo natural; no la gracia, no lo sobrenatural y, por lo tanto, de por sí, técnicamente están en 'estado de pecado', prescindiendo de si se porten bien o mal, funcionen las cosas naturalmente bien o no, haya justicia social, se respeten los derechos humanos, haya o no desocupación, moralidad o inmoralidad...

Porque aún cuando todo ello anduviere bien, aún cuando todo el mundo fuera moral, nada de eso es eficaz de por si para hacer acceder al hombre a lo sobrenatural, a la gracia, a lo que solo puede regalar Dios.

Ciertamente que Dios no ha creado al ser humano para abandonarlo a su suerte natural, sumada a los desaguisados que es capaz de introducir el hombre en esta naturaleza por un mal uso de su libertad, -suerte natural que es llamada por Juan "el pecado del mundo"-, sino que, desde el inicio de la creación, Dios ha ido conduciendo al universo al encuentro de Cristo, Aquel en donde lo natural se abre a lo sobrenatural y eterno, a lo divino. Desde ese propósito, desde ese fin, querido por Dios en su misma decisión de crear al universo y al hombre, el permanecer en lo puramente natural se revela una carencia, una falta. De allí que le quepa sin más el nombre peyorativo de pecado. Y por eso es este pecado el que viene a quitar el Cordero de Dios. Ya no las manchas y transgresiones e impurezas rituales de los cuales pretendían los judíos liberarse por medio de los sacrificios de rebaños de corderos. Sino el pecado que deja librado al hombre y a su mundo a su destino natural de desgaste, de desorden y de muerte.

Jesús es, pues, el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. El que Juan señala a sus discípulos. El que los sacerdotes en la Misa muestran a los fieles cuando levantan la hostia antes de la comunión: "Este es el Cordero de Dios".

Sobre él desciende el Espíritu, es decir la vida de Dios, la vida que no puede salir de la evolución de la materia o de la vida natural ni de los esfuerzos del hombre ni de la moral, sino que proviene de Dios. Ese Espíritu, que participado por el hombre, se transforma en él en gracia, en vida sobrenatural, haciéndonos pasar del estado de pecado a la gracia.

Eso es lo que constante y señeramente ofrece la Iglesia a la humanidad: el Espíritu, la vida sobrenatural, la gracia. Todo lo demás es secundario, por añadidura, no hace a lo céntrico de la labor de la Iglesia , ni de la jerarquía, ni de los cristianos. La peor desgracia -como dice la misma palabra: des -gracia- es la carencia de la gracia, la falta de fe, el estado de pecado... no la injusticia humana, no la pobreza, no la desocupación, no la enfermedad, no los desastres ecológicos, no ni siquiera la violencia o las guerras, ni aún la muerte biológica...

De allí que la identidad de Jesús apenas se roza cuando lo llamamos Maestro, o Mesías, o hijo de David, o profeta, o, peor, filósofo o fundador de una religión, o el hombre a partir del cual se empiezan a numerar los años en Occidente, o cuando lo consideramos solo el promotor de la fraternidad humana o de la justicia o de la paz terrena o el hacedor de milagros, o el que me es capaz de solucionar un par de problemas en este mundo... Jesús es -como dice paladinamente Juan- el Hijo de Dios. Aquel que engendrado por el Padre -mismo Dios que El- es capaz, habiendo asumido la naturaleza humana, de llevarnos adoptivamente a su filiación, a hacernos también, aunque de otra manera, hijos de Dios, vivificados por el Espíritu, partícipes de la vida eterna, ya no meros humanos seres.

Activemos pues hoy, a comienzos del año, nuestra identidad cristiana, más allá del ruido del periodismo y de las voces deformadas de los pastores y de nuestras propias desviaciones. Reconozcamos y vivamos nuestra increíble dignidad y alimentémosla en este banquete eucarístico en donde entramos en comunión con el mismo Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

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