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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2003. Ciclo B

3º Domingo durante el año  
(GEP; 26/01/03)   

Lectura del santo Evangelio según san Mc 1, 14-20
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: "El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia". Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres". Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.

SERMÓN

La palabra 'elegir', tanto en su etimología latina como griega, así como su homóloga hebrea, implica antes que nada -para que sea verdadera elección- el conocimiento de la realidad. En hebreo el término -que suena algo así como 'bahir '- quiere decir originalmente 'mirar atentamente', 'examinar'. En los estratos más antiguos de la Biblia se habla, por ejemplo, de cómo los jefes, al formar sus tropas, examinando a sus soldados, elegían a aquellos que consideraban más aptos. La elección es pues una apreciación objetiva del valor de aquellos a quienes se escoge y luego, recién, una determinación de la voluntad para designar a este o aquel. Para elegir, pues, se necesita competencia. Es un arte del que manda el saber discriminar entre los aptos y los ineptos para las varias tareas que pueda encomendarles. Saber elegir es de pocos. La sagrada Escritura señala las reiteradas malas opciones del pueblo en general, que se deja llevar no por su razón sino por sus gustos, por sus deseos, por lo que -como dice el relato de la tentación del Génesis- 'place a sus ojos', no a su mente.

En griego y en latín el matiz intelectual del verbo 'elegir' es más intenso aún. Proviene, en el griego, del verbo "legein" -del cual 'Logos'- que significa antes que nada 'decir', 'hablar inteligentemente', y luego, cuando aparece la escritura, 'decir leyendo' o, simplemente, 'leer'. Pero leer, en seguida, pasa a significar optar. Porque es quien sabe leer la realidad el capaz de conocerla y por lo tanto escoger convenientemente. El significado se hace más preciso todavía cuando se le añade la particular 'ek' griega que quiere decir 'de', 'extraído'. De tal manera que lo elegido es lo ek-lecto -de allí 'ecléctico'-, lo electo, lo que se extrae de lo leído, de lo entendido, de lo comprendido. Es la misma etimología del término latino 'e-legere ', extraer de lo que se lee. De allí nuestro 'elegir'. Dar clase solía ser leer algún texto, por eso se denominaba "lección". Una 'e-lección' en cambio, era una opción de lo que se escuchaba o leía.

¿Ven? Aunque en última instancia cuando me decido por esto o aquello lo hago por imperio de la voluntad, esa voluntad, ese querer, para que sea recto, ha de estar precedido por una lectura, por un intento de conocimiento de aquello que se elige.

El que lee mal lo real, el que no conoce, el que no sabe, el lector idiota de la realidad o simplemente el que no intenta conocerla, el que no piensa, jamás puede e-legir verdaderamente. Ni siquiera cuando lo obligan a entrar al cuarto oscuro. Por lo tanto tampoco es libre; porque es de esencia de la libertad el poder optar, elegir. Por un lado sabiendo ; por otro queriendo . Por eso, en cualquier campo de la vida, hay dos maneras de elegir mal o de no elegir y por lo tanto de perder la libertad: cuando no sé de que se trata, cuando soy ignorante -y en esto ponen su énfasis la Biblia, los griegos y los latinos- y cuando, aún sabiendo, por miedo, pusilanimidad, vicio o compulsión interna o externa no puedo querer , decidir, en aquello que leo, veo, lo que sé que tendría que preferir.

Es lo que sucede con Dios y su Cristo. Si no tengo la menor idea de Quién es Dios o la tengo equivocada, si nadie me predica la verdad, si nadie me acerca a la realidad de Cristo, indudablemente no puedo elegirlo, no tengo libertad para hacerlo. Si Dios, de alguna manera, no me llama, no me dirige su palabra, a través de la Iglesia, de los cristianos, de las obras de los cristianos, es imposible que pueda responderle libremente diciéndole que sí.

Todos los que estamos aquí alguna vez, chicos o grandes, nos hemos dado más o menos cuenta de Quién es Dios, de Quién Jesús y, de una manera u otra, hemos libremente elegido decirle que sí. La fe siempre es un acto de respuesta, una elección de nuestra libertad a la palabra de Dios. Aún cuando la hayamos escuchado de muy pequeños y hayamos sido bautizados siendo bebes, en algún momento la hemos asumido libre, electivamente, en nuestra vida. Al menos pudimos renunciar a la fe y hemos optado por seguir, gracias a Dios, en ella. Otros, lamentablemente muchos, por falta de instrucción, por contaminación de otras ideologías, por descuido de su inteligencia, por influjo de los medios, cayendo en la ignorancia -aún creyéndose muy sabios-, han perdido la libertad de elegirla y la han perdido. En fin, que, sin libertad, sin elección -enseña la Iglesia- no hay verdadera fe.

Pero decíamos que no basta saber la verdad: podría ser que las exigencias de ésta, la persecución del ambiente, mi debilidad para ser coherente con ella, mis vicios, me impidan seguir llevando adelante el acto de voluntad que acompaña toda elección, y abandonar la fe. La mayoría de las apostasías no provienen estrictamente de la ignorancia, ni de argumentos racionales, sino de la falta de temple del querer para seguir siendo fiel a lo que veo claro que debo elegir. Los argumentos para defender mi debilidad, mi cobardía, mis desvíos, suelen venir después. Difícilmente a alguien que conozca su fe una duda intelectual puede apartarlo de ella. La fe es una luz mucho mayor y tiene respuestas muy superiores a las cuestiones minúsculas con las cuales nosotros podemos interpelarla.

Pero, el que la fe, el seguir a Jesús, sea una elección humana, mía, puede llevarnos a veces a creer, que ser cristianos es una especie de espaldarazo que 'nosotros' damos a Dios, una elección en la cual 'nosotros' lo ungimos nuestro Señor. El sería Dios, Señor porque 'nosotros' lo elegimos. De tal manera que uno nota, en el fondo de algunas personas, la oculta tentación de pensar que, al ser cristianos, al venir a bautizar a sus hijos, al asistir a Misa, al cumplir los mandamientos, le están haciendo una especie de favor a Dios, le están dando un voto que merece empanadas y vino, y tienen derecho, pues, a exigir de Dios una contraprestación. De tal manera que, cuando las cosas no van bien, o cuando se encuentran un cura que no les hace el trámite o lo que fuera con la diligencia o según la forma que ellos pretenden, cuando la Iglesia no decide según sus antojos, se enojan y dicen cosas como, por ejemplo, '¡con razón hay tan pocos católicos!' o '¡por eso avanzan las sectas!'... Bueno, son ejemplos pavos de actitudes más profundas que todos de alguna manera podemos incubar sin darnos cuenta.

La cuestión es que el ser cristianos, antes que ser una elección del hombre, es una elección, un privilegio que nos hace Dios. No somos nosotros los que elegimos a Dios, es Él quien nos elige a nosotros.

El tema de la elección divina es nuclear en la Escritura. Ya desde muy antiguo los teólogos de Israel se preguntaban porqué, de entre todos los pueblos, muchos ¡tanto más ricos, poderosos, cultos, artísticamente desarrollados, políticamente pujantes, científicamente superiores! -piénsese en Egipto, Babilonia, Asur, Fenicia, Grecia, Roma...- porqué, precisamente a ellos, Dios les había llamado a la amistad con Él, a la revelación de su verdad, de sus leyes, al privilegio de su especial protección y, sobre todo, de su misión de hacerlo conocer a todo el mundo? Y, contrariamente a la elección de los hombres, que se basa en los presupuestos de las realidades mejores que son las que intentamos elegir, respondían que en Dios era al revés: su elección había sido totalmente gratuita, antecedente a cualquier mérito, no lectora de las cosas -como dijimos de las elecciones de los hombres- sino 'decidora' de ellas, creadora.

Inexplicablemente, el pueblo elegido, Israel, era tal, sin ningún mérito de su parte. Puro privilegio, dignación, acercamiento gracioso, magnanimidad injustificada de Dios, frente al cual no podía, de ninguna manera, sentirse vanidoso, como cuando uno es designado en un puesto por su curriculum. ¡Nada más que agradecimiento por haber sido llamados! Israel no tenía ningún curriculum. Es la elección de Dios la que lo hizo 'pueblo elegido', destinado a cumplir en la historia el papel más importante de todos los tiempos: ser el pueblo vocero de la palabra de Dios; ser, finalmente, el pueblo de donde habría de surgir el elegido por antonomasia, Jesucristo, nuestro Señor.

Pero los teólogos de Israel van mucho más allá. En realidad -dicen- no hay explicación no solo de la elección de Israel, sino de la elección de que exista el mundo, pudiendo perfectamente no haber existido, y que cada uno de los seres humanos sean. Todos nacen y viven por pura voluntad de Dios. No ha habido en nosotros ningún mérito previo que nos haya llevado a ser elegidos para existir. Si existimos, si vivimos, si cada uno de los que están aquí respiran, tienen su historia, su personalidad, no es porque hayan nunca tenido derecho a ello. Otros pudieron nacer en lugar nuestro que nunca nacieron ni nunca nacerán. El que sea yo y no otro quien existe y viva es fruto de la pura elección divina, de su misericordia y amor por mi.

¿Ven? el elegir de Dios, el decir de Dios, el leer de Dios, su 'e-lección', es previa a nuestra existencia. Dios no nos conoce, ni nos piensa, ni nos lee, ni nos dice porque nosotros somos, sino que somos porque Él nos lee, nos dice, nos elige, nos piensa. Es su 'mirada' la que nos crea -como creó a Pedro a partir de Simón, tal cual vimos el pasado domingo-. Es ella la que nos hace amables, no algo que tuviéramos previo a ella. Totalmente al revés que nuestras humanas opciones. Nosotros conocemos las cosas porque son; en cambio somos porque Dios nos conoce, nos elige.

Lo mismo sucede respecto a nuestros talentos, a nuestro lugar o época de nacimiento, a nuestras idiosincrasias diversas. Todo es fruto de la elección o predilección divina.

Y tanto más cuando se trata del llamado a la vida 'sobre-natural', -la divina, la eterna- es decir la que está infinitamente más allá de toda exigencia de nuestra naturaleza, de nuestros genes, de toda posibilidad de nuestra biología, o de nuestra ciencia, o de nuestra moral: la vida de la gracia. Tanto más ella pertenece al llamado gratuito, a la elección sin motivos de la cual somos increíblemente objeto.

De eso tenemos que darnos cuenta los cristianos: no lo somos por nuestros propios méritos, por alguna cualidad especial en la cual Dios hubiera observado una particular bondad donde instaurar su propia elección. Él es quien, entre muchísimos que hubieran podido serlo, nos 'e-lige', nos 'pre-dilige' y eleva.

Así nos recrea, sin ningún porqué de parte nuestra, a la vida de la gracia, al ser cristianos, a pertenecer a su santa Iglesia. No porque seamos mejores o peores que los demás, no porque tengamos más aptitudes, no porque seamos más cristianizables; simplemente porque Él así lo ha, soberanamente, elegido.

Por predilección, por amor injustificado, por pura generosidad -a la cual de ningún modo está obligado- nos llama a hermanarnos a Cristo y tenerlo a Él como Padre.

Así empieza en Marcos su evangelio. Antes que nada, en la escena del bautismo: la manifestación de la elección privilegiada de Jesús: "Tú eres mi hijo muy amado, en ti tengo puesta toda mi predilección" ¿Ven? una dilección, un amor que es previo -'pre-dilección'- a la bondad o valor de Jesús. Y es la predilección, la elección del Padre quien hace a Jesús su Hijo. No el ser Su hijo el que lo hace amado.

Y, ahora, en el evangelio de hoy, Jesús va eligiendo a los suyos. Ni a los mejores, ni a los más buenos, ni a los más inteligentes, ni a los más valiosos, ni a los más ricos, ni a los más poderosos: a los que Él quiere. Y porque Él los elige y los llama, por eso los querrá y hará -si se dejan- buenos, inteligentes, valiosos, ricos, poderosos, en su Reino. La iniciativa siempre compete a Dios, a su enviado Jesús. Nosotros no tenemos que hacer otra cosa que agradecer su elección, su llamado y por supuesto, ahora si, libremente, acceder a él, seguirlo, elegirlo, optar por Él -cualquiera sea la forma en que lo hagamos: en la vida religiosa o de familia o profesional o de estudiante o de novio...-

Lo primero es el "seguidme" de Jesús. Secundariamente vendrá el que nosotros sepamos dejar todo y lo sigamos. Antes que nada es la mirada amorosa de Jesús la que posa su vista en cada uno, nos dice, nos piensa, nos lee, nos quiere.

Vivamos los cristianos, como quiere Marcos -y más en este mundo en que ser cristianos es algo cada vez más raro-, la conciencia de esta nuestra condición de elegidos, de preferidos inexplicablemente, la alegría de que Él haya fijado sus ojos en nosotros, nos haya llamado y, nombrándonos, nos haya dicho.

No nos equivoquemos pensando que, en confuso montón, Dios elige a todo el mundo. No tiene porqué hacerlo, ello está más allá de los méritos de nadie. Dios elige, 'llama a cada uno', como dice Juan, 'por su nombre', a los que quiere. No es derecho nuestro ser cristianos, no es ni siquiera algo de lo cual podamos vanagloriarnos como si fuera obra nuestra, aún en este mundo difícil. Al contrario, es un privilegio inusitado, gratuito, maravilloso, el que, a pesar de todo, más allá de nuestra poquedad y nuestras tímidas respuestas, Jesús siga eligiéndonos, llamándonos, dándonos la virtud de la perseverancia o del arrepentimiento, haciéndonos suyos, llevándonos de la mano hacia su Reino.

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