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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972 y 1975. Ciclo a

3º Domingo durante el año  
(GEP 23/01/72 y 26-1-75)     

Lectura del santo Evangelio según san Mt 4, 12-23
Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías:¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres» Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente.

SERMÓN

 

Así se cumplió lo que había dicho el profeta...” Es una frase que, particularmente en el evangelio de Mateo, se repite con monótona insistencia. El advenimiento de Cristo, la buena noticia, el evangelio, no es un episodio sorpresivo, espontáneo, repentino, aislado, sino preparado y anunciado desde la aurora de los tiempos y que marca como un polo de atracción, un foco de atención, un norte magnético, en la historia de los hombres.

Yo podría no haber nacido, todos ustedes haber permanecido para siempre en un sueño irrealizado de artista, y poco hubiera importado a la mayoría de los demás, a la historia. El rio del tiempo hubiera tomado cualquier otro cauce, pero hubiera seguido corriendo. El nacimiento, la vida de ninguno de nosotros fue necesario, indispensable. El milagro del latir de cada uno de nuestros corazones, del fluir el aire de nuestros pulmones, nuestros pequeños amores y pensares, son una perpetua y constante prueba del amor divino. Sin ninguna necesidad, sin que nada ni nadie lo exigiera, Dios nos amó y, porque nos amó, nos hizo surgir a la existencia y nos llama junto a Él a la eternidad.

Cristo, en cambio, en el plan libre de Dios sí que fue indispensable. Porque si toda la creación tiene algún sentido, sirve para algo, no es principalmente por nosotros –que somos pudiendo no ser, innecesariamente- sino por Cristo, suprema manifestación de Dios, cumbre detrás de la cual ya no quedan más alturas, meta después de quien no quedan más objetivos.

Por eso dice Mateo en su evangelio: “así se cumplió lo anunciado por el profeta”. No dice: “así se hizo, así sucedió”, sino “así se cumplió” –en su original griego con el sentido mucho más fuerte de ‘completó', ‘llenó', ‘plenificó'-.

Cristo es la plenitud, la compleción, el tope, el máximo, de todo lo anunciado por los profetas, de todo lo esperado por el Antiguo Testamento, de todo lo ambicionado por la humanidad, de todo lo aspirado por la historia.

Y, por eso mismo, después de Cristo, ya no podemos ‘esperar' nada más en el tiempo, porque ya todo lo hemos recibido. Tenderemos que hacer crecer, lo que ya nos ha sido dado, dentro de nosotros, abrirnos cada vez más a Él, luchar contra los obstáculos que nos impiden su plena recepción, entenderlo, quizá, mejor, pero Él ya está, basta extender los brazos para tomarlo. Cualquier progreso en el orden de lo humano solo tocará realidades secundarias.

Después de Él ya a nadie debemos aguardar antes del fin del mundo. Todas las profecías se han cumplido. En ese orden no hay progreso posible: Cristo, cumbre y centro de la historia, cabeza de la humanidad, obra maestra de la creación. Todos lo demás: episodios y personajes secundarios, detalles de purista, marco matiz, tonalidad.

El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Cristo es esa luz y ya tampoco podemos esperar más luz en esta tierra. Porque El la ha iluminado definitivamente y para siempre, hasta el día en que, completado el número de los elegidos, los salvados vean el encandilante rostro de Dios cara a cara. En Jesús ha sido pronunciada la última palabra. La luz ya ha disipado las tinieblas, ha esclarecido el sentido de nuestras vidas, ha abrillantado la oscuridad de las angustias y las penas, ha fulgurado en las sombras de la miseria y de la muerte. Y ya no habrá hasta el fin de los tiempos nueva luz. La Revelación se ha cerrado. Hasta nuestro encuentro con el Señor, ya nada importante nuevo tiene que enseñársenos.

Esto es importante afirmarlo en esta época, en nuestro mundo y en nuestra Iglesia, en que multitud de opiniones disparatadas pululan entre tantos que se dicen católicos y son pronunciadas aún por quienes debieran ser maestros y no son sino falsos profetas y lobos disfrazados de ovejas.

También hace ochocientos años, un fraile menudito, pero con la fuerza iluminada del fanático, Joaquín de Fiore , sostenía, contra lo arriba expuesto, que, después de Cristo, habría cosas nuevas, que la historia se dividía en tres etapas: la etapa del Padre , que comprendía toda la historia anterior a Cristo; la etapa del Hijo, los años posteriores a la vida de Jesús y, finalmente, la etapa del Espíritu Santo que, por supuesto, inauguraba el citado Joaquín. Etapa de pureza absoluta, de integridad, de comprensión, de plena caridad, en donde se hacía como una nueva Revelación, una nueva iluminación.

Joaquín, a pesar de su vida austera fue señalado, después de su muerte, como hereje. Porque, por supuesto, después de Cristo no hay nueva Revelación. Esta se ha cerrado con la muerte del último de los apóstoles. La misión de la Iglesia está toda encaminada a llevar a todos los tiempos, lugares y culturas el mismo e idéntico e imperecedero mensaje de Jesús tal cual recogido por ellos y recibido en la Escritura y la Tradición.

Pero hoy, decíamos, se vuelve a repetir dicha herejía –solapada bajo otros nombre y otras actitudes-. Los anunciadores de la nueva sociedad, de la nueva Iglesia, la tercera etapa del Espíritu, su primavera, su nuevo Pentecostés. Una Iglesia supuestamente purificada de todos los errores del pasado, de todos sus abusos, de todas sus supersticiones, plena por fin de Espíritu y caridad.

Después del Vaticano II –dicen- se han descubierto las verdaderas esencias del cristianismo. Finalmente podemos liberarnos de la rémora de los dogmas envejecidos y obsoleta moral. La Iglesia ‘preconciliar', equivocada durante cientos de años, puede ahora encontrarse a sí misma. Debe renovarse con el “espíritu del Concilio”. Así le llaman, aunque de lo que afirma realmente el Concilio les importe un pito. Debe reformar todas las estructuras –eclesiales y sociales- y, de allí, renacerá la nueva religión cristiana, la nueva sociedad.

Recién ahora –¡orgullo satánico!- se ha descubierto el auténtico cristianismo. Todo lo que se hizo hasta hoy estaba equivocado. Hoy, finalmente, tenemos la verdad, somos ‘adultos'.

Señores, no nos dejemos engañar. Cristo ya vino hace dos mil años. Lo anunciado por los profetas ya se ha cumplido. La Revelación se ha cerrado. La Iglesia podrá adaptarse, cambiar de ropa o de lenguaje, pero el Cristo que predica ha sido, es y será siempre el mismo, idéntico, inmutable.

Mi fe es la misma que la de Pedro; que la de los cristianos de las catacumbas; la de los mártires del Coliseo; los eremitas de Egipto; los monjes o los cruzados del Medioevo; los vencedores de Lepanto y los conquistadores y misioneros españoles; la de Belgrano y San Martín; la mi obispo y Pablo VI; la de los futuros obispos y arzobispos de Marte, Venus y las lejanas estrellas que un día evangelizaremos o colonizaremos.

La fe no cambia. El Credo no cambia. Las verdades del catecismo no aunque puedan expresarse mejor o con lenguaje nuestro no evolucionan. Las profecías se han ya cumplido de una vez para siempre.

Y, por eso: si alguien pretende enseñarles un nuevo Cristo –un Cristo revolucionario o guerrillero, o un justiciero social o político, o un Cristo simpaticón y laxo, o un Cristo parecido a Buda o Mahoma, o un Cristo hippie, o un Cristo sin Cruz- no le crean, porque no es católico, porque ha inventado un Cristo a su medida.

Y si alguien les enseña algo que niegue lo que de chicos aprendieron en el catecismo de sus madres, húyanles –aunque se digan teólogos y enseñen religión-. No hablan en nombre de Cristo, ni en nombre de la Iglesia, ni en nombre del Concilio.

Cristo ya ha venido, hace veinte siglo y, desde entonces, su luz brilla inmutable en el país de Zabulón y de Neftalí.

Solo el que quiera confundirse se confundirá.

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