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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1993. Ciclo A

4º Domingo durante el año  
(GEP 1993)

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo: Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados vosotros, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocigaos, porque tendréis una gran recompensa en el cielo »

SERMÓN

           En tiempos como los nuestros, en donde dos terceras partes de la humanidad sufren la pobreza, en forma incluso de hambre; época en donde a todos los hogares llegan las imágenes desgarradoras de niños de vientres inflados y rostros esqueléticos; en donde, a raíz del cólera, en nuestro mismo país, relativamente privilegiado en el planeta, se descubren imágenes patéticas de la miseria; en todo caso, en una sociedad en que el gran reclamo de la gente coincide con reivindicaciones económicas, con aumento de sueldos, pensiones y jubilaciones... parecería una broma cruel el afirmar "¡Felices los pobres!", con el mero añadido de decir que "a ellos pertenece el Reino de los cielos".

            Tampoco resultan fáciles de tragar las otras bienaventuranzas; y todos saben de las invectivas de Nietzsche, precursoras del nazismo alemán, a esta moral ‑decía él‑ "decadente" del cristianismo, que privilegia ‑afirmaba‑ lo débil, lo enfermo, lo que contradice el instinto de la vida y vitupera, en cambio, lo grande, lo soberbio, lo viril, lo vital... "Moral de resentidos", la llamaba. Y la quería cambiar por la moral del superhombre, del hombre superior, del triunfador...

            Es verdad que estas famosas bienaventuranzas, entendidas en una cierta literalidad ajena al tenor original del texto, ofrecen flanco a ataques de esta índole. Pero, entendido correctamente, el proyecto de vida que nos ofrece este manifiesto programático de Cristo, primera parte del sermón de la montaña, lejos de ser un plan de resignación y exaltación de lo pequeño, es realmente un plan de batalla que exige una fortaleza de ánimo bien mayor que la que proponen las figuras brutales de los héroes de Nietzsche.

            Por de pronto hemos oído bien claro a Mateo exaltar, no a la pobreza, ‑ni siquiera a esa pobreza de espíritu que puede confundirse con mediocridad de la mente o de la voluntad‑ sino, como bien vierte nuestra traducción, al tener alma de pobre. Que es muy distinto, en el A y NT, que el ser económica o sociológicamente pobre. La pobreza material no es para el evangelio ningún bien en si misma, ni tampoco, como tal, es un valor que Dios ‑precisamente el Ser más rico que se pueda concebir, la opulencia infinita‑ pueda desear para nadie. La pobreza como tal, la miseria, es algo que Dios -y la Iglesia en su nombre‑ siempre han querido combatir. Y gran parte del amor al prójimo lo ha querido hacer efectivo en los suyos instándoles a aliviar las carencias materiales de los demás. Si Cristo, siendo rico, se hace pobre, si hay muchos que en nombre de Jesús asumen la pobreza voluntaria, es por compartir la suerte de los que sufren, para bajar a algo que se reconoce como contrario al bien, para no dejar solos a los que no tienen, a los que sufren, para mostrar, en todo caso, que, aún en el sufrir de la estrechez y la carencia, es posible ser ricos en valores mucho más importantes.

            Pero la pobreza, en la tradición Bíblica, apenas tiene que ver con la falta de dinero, con la apretura económica. No es una categoría social; es una actitud interior, religiosa, en la cual el hombre, frente a Dios, se reconoce precario, se descubre limitado. En esa limitación que es constitutiva de su propio ser biológico destinado a la muerte y que, por eso, le hace capaz de abrirse, en la esperanza y en la humildad, a la gracia que viene de Dios. Más todavía: es saberse pobre, aún cuando pueda poseer de todo en este mundo, porque sabe bien que, en lo que el mundo pueda ofrecerle, no encontrará jamás saciedad, ni podrá hallar esa plenitud a la cual lo llaman sus instintos más profundos. Reconociendo, al mismo tiempo, que, si esa plenitud es alcanzable, lo será no por el poder de lo que tiene, ni de lo que es, sino por la generosidad de Dios.

            La riqueza es, en cambio, en la Escritura, la obnubilación que lleva a conformarse con este mundo, a cerrarse a si mismo, a girar vanamente, en búsqueda insaciable, en el límite de este tiempo y de este espacio. Es la desgracia terrible de un ser creado para llenarse solamente con Dios, que piensa que lo que pueda obtener con sus fuerzas y su inteligencia en esta tierra será capaz de satisfacerlo. Es la frustración definitiva y terrible de un ser capaz de Dios que frustra esa capacidad volcándola sin salida en la seducción de lo limitado y finito, derivando finalmente hacia la nada y la muerte.

            Es indudable que a este engaño contribuyen las riquezas reales de este mundo; y, quizá, no tanto al que las posee ‑que tarde o temprano es capaz de experimentar su precariedad‑ sino al que las desea y ambiciona y gasta su vida vanamente par intentar conseguirlas.

            Engaño tanto más irresistible en nuestro contemporáneo orbe, en donde los Carrefours, Jumbos y Paseos Alcorta de este mundo ofrecen, a las miopes ambiciones de los hombres, productos siempre nuevos, como para renovar su vana esperanza de que, si no lo que ya tengo, lo próximo que compre me dará la felicidad.

            Ventanas de paraísos artificiales construidos por el hombre, que se abren, en la iridiscencia hipnótica del televisor, hasta en las chozas más miserables de los villeros, llenando sus ilusiones del anhelo codicioso de alcanzarlos o del resentimiento por no tenerlos.

            Si: riquezas humanas que nunca satisfacen, que siempre prometen lo que no pueden dar, pero que, en su fascinación terrible, apartan a los hombres de la búsqueda de lo único importante. Y aún de aquellas cosas que sin ser lo más importante -el Cielo-, al menos son más importantes que las que nos ofrecen los supermercados y las propagandas de los diarios y la televisión. Esas cosas que no se pueden comprar con dinero: el amor de mi mujer, el cariño de mis hijos, las grandes amistades, la capacidad de gozar de la belleza... Porque la verdad es que, cuanto más obtuso soy, más caro me resulta divertirme, ser feliz. Si soy rico por dentro, con un amigo, con alguien que aprecio, puedo estar bien en cualquier parte, en mi casa, en una café, en el jardín botánico. Con mis hijos, pasear por el Rosedal, por la plaza de mi pueblo. En mis ocios, llenarme de belleza en la prosa o poesía de un libro comprado por dos centavos en una librería de viejo; escuchar música, arriba, parado, en el paraiso del Colón; ver cuadros en cualquier gratuita exposición o museo... Si, en cambio, no tengo nada en la cabeza, solo lo caro puede distraerme: necesito el último modelo, necesito impactar por mi lancha, por mi auto, por mis esquís, por mi superliviano, por mi Rolex... Y, si en la cabeza tengo todavía menos que nada, ¡no digamos de lo caro que resultan los vicios! ¡y las cortesanas! Porque, al fin al cabo, al menos comparativamente, ¡que barato y plenificante una buena y fiel mujer legítima!

            No: de ninguna manera el cristianismo es exaltación de lo mezquino, de lo sórdido, de lo bajo... todo lo contrario. El alma de pobre es precisamente lo que permite al hombre su grandeza en esta tierra y la posesión del único Reino por el cual vale la pena luchar y dar la vida. Al mismo tiempo, es aquello que, porque pone su esperanza de saciedad en lo único que es capaz de llenar -Dios-, no obliga perversamente a los que lo rodean a ser dioses, no les pide más de lo que ellos buenamente pueden dar -exigiéndoles, oprimiéndoles, exprimiéndolos‑. Lo mismo a las cosas y, por eso mismo, es capaz de gozarlas en su limitada, pero real y no ilusoria, capacidad de darnos felicidad. El que tiene alma de pobre tiene el secreto de disfrutar cualquier felicidad que consiga o se le aparezca en la vida, por más pequeña que sea, sin exigirle más de lo que puede ofrecer. Y también, por supuesto, llevar con entereza el dolor y las penas que, en esta vida terrena, precaria y de antesala a la verdadera, nunca han de faltar. "Bienaventurados los pacientes"; "bienaventurados los afligidos".

            Pero, lejos ésto de hacer del cristianismo una filosofía de la resignación o de la pusilanimidad. "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia". Porque ciertamente no se habla aquí de esa 'justicia' que se imparte en los tribunales humanos y que solo alcanza, como se dice, a los ladrones de gallinas. Tampoco de la que se exige, interrumpiendo el tráfico, golpeando bombos y tirando panfletos en la plaza del Congreso o de Mayo.

            La Biblia usa el término justicia para hablar de ese estado de justificación, de exculpación frente a Dios, que solo puede dar la Gracia sobrenatural. En realidad no habría que usar la palabra justicia porque confunde. Habría que traducir directamente: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de ser santos", que eso es la justicia en el lenguaje de la Escritura. ¿Y quién ha de decir entonces que ésta sea una propuesta para débiles, para inferiores? Esta es en todo caso una propuesta igualitaria, si, porque se dirige a todo hombre, en cualquier situación, en cualquier posición social que se encuentre, pero que solo puede ser recogida con actitud de héroes, con presencia de nobles, con coraje de guerreros...

            Santidad que se concreta en las actitudes generosas del misericorde, del capaz de sentir las desdichas, las miserias de los demás, como propias, y prestar sus brazos y sus espaldas para ayudarlos a llevarlas o superarlas. "Felices los misericordiosos". En el latido sin vueltas, sin estrategias zorrunas, sin falsía, del corazón recto, del corazón puro, y en la búsqueda de la concordia y de la plenitud de los que trabajan por la paz. Que también, en lenguaje bíblico, no es solo la carencia de conflicto, sino la búsqueda del shalom, de ese sosiego y reposo del alma que solo se consigue -aun en medio de la lucha- cuando, en amistad y solidaridad, se comparten los verdaderos valores tanto en lo nacional como en lo familiar. Y se pelea por ellos. "Bienaventurados los que tienen el corazón puro". "Bienaventurados los que trabajan por la paz."

            Quien diga que todo esto es un programa para infelices, para tarados, no solo no entiende nada del mensaje del evangelio, sino que, intencionalmente, se pone del lado de los que hacen resplandecer las dos últimas bienaventuranzas: del lado de los perseguidores y calumniadores que, porque no pueden resistir la grandeza del cristianismo, porque la luz de Cristo ilumina sus propios defectos y mezquindades, porque la empresa del programa de Jesús hace resaltar la villanía, la bajeza, la maldad y egoísmo de sus propios proyectos, perseguirán de todas formas el ideal cristiano que los condena y a los cristianos que lo practican.

            A la bienaventuranza y alegría del camino, se añadirá, entonces, el regocijo de la seguridad de estar en él, que nos dará, precisamente, la burla de los necios y los insultos y calumnias de los miserables. 

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