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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1999. Ciclo A

4º Domingo durante el año  
(GEP, 31-01-99)

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo: Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados vosotros, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocigaos, porque tendréis una gran recompensa en el cielo »

SERMÓN

          Si preguntáramos a alguien por la calle qué significa ser felices, muy probablemente respondería algo así como "ser feliz es sentirse bien". O, quizá, en un orden más objetivo, "ser feliz es tener todo lo que se desea". Habrá alguno más amargo que dirá: "ser feliz es no tener problemas". Y digamos que las respuestas no son del todo malas. La primera más bien se detiene en lo subjetivo: un sentirse bien que podría no depender de lo que se tiene o deja de tener sino de un estado interior. La segunda y la tercera respuestas se fijan en lo que se posee positiva o negativamente. En el primer significado -sentir- puede ser más feliz un vagabundo que disfruta de su libertad y de su 'hacer lo que se le antoja' que alguien que, dueño de medio mundo, está constantemente reclamado por sus pertenencias o por sus negocios o que está aquejado por alguna enfermedad, pena o dolor. Convengamos, de todas maneras, que cualquier sentirse bien depende de la posesión o no de algo. El vagabundo de nuestro ejemplo en realidad posee 'el algo' de la libertad y 'el algo' de la ausencia de dolor. Y esa libertad o ese no estar sufriendo, son bienes objetivos, aunque no sean algo estrictamente material.

Cuál es el estado de ánimo del que es feliz, del que se siente bien, eso lo percibimos todos, aunque a lo mejor necesitaríamos de un psicólogo para que lo definiera con precisión. Sin más que una definición que redujera ese estado de ánimo -o su contrario, la desdicha- a una pura sensación, a lo mejor pasible de ser analizada químicamente: carencia o no de litio, hígado perezoso, exaltación momentánea del alcohol o de la droga, no llegaría al fondo del problema. Estemos de acuerdo en que la felicidad es un estado más bien estable, y no debemos confundirlo con el contento circunstancial de un encuentro, de una fiesta, de un goce cualquiera, de un día levantarnos bien y al otro mal, del lexotanil, del dolor de muelas que se nos fue. Y todos somos capaces de distinguir, en la práctica, el placer de la felicidad. Sabemos de placeres que nos hacen a la larga desdichados y de felicidades que soportan penas y dolores. Sin embargo es verdad que el placer también es un bien. Y alguien podría decir que la felicidad consiste en vivir en estado permanente de placer -como de hecho lo ha afirmado algún filósofo hedonista-. Es necesario, pues, determinar porqué la felicidad no se reduce al solo placer. Ni a la sola ausencia de dolor. Porqué no puedo llamar felicidad a vivir, por ejemplo, -y si es que el cuerpo fisiológicamente lo resiste- sumergido permanentemente en la droga o en la anestesia.

Y la respuesta es que, en los placeres o dichas y los bienes que los producen, hay una jerarquía; obedecen a distintas instancias del ser humano. El hombre es un ser complejo que, en su vivir, depende de diferentes niveles de existencia: desde la puramente material y fisiológica hasta la personal y espiritual.

Ya Platón afirmaba que, aunque todos los hombres apetecen la felicidad, el caso es que suelen buscarla por caminos torcidos y desatinados. Unos, los más groseros, -dice- la ponen en aquello que desea 'el natural instinto y deseo', es decir, la ínfima parte del alma, a saber en las riquezas, en la comodidad, en el placer y en la pasión. Pero tales -continúa Platón- no alcanzan la felicidad verdadera, ya que nunca están satisfechos, se consumen miserablemente en deseos, se hacen esclavos de sus pasiones y así se constituyen en carceleros de si mismos. ¿Qué diría hoy Platón si viera los medios que tiene actualmente la humanidad para exacerbar desbocadamente esos deseos y mantener constantemente al hombre esclavizado a ellos?

Hay otros -sigue Platón- que se mueven, en cambio, por deseos algo más nobles que los del mero sistema sensitivo; son -dice- los que tienen ambición de notoriedad, deseo de mando. Aquí se consigue -dice Platón- un buen militar, un habilidoso político, un gran deportista, un conocido artista, muchas veces tan sólo un emprendedor dinámico y eficaz, un ejecutivo, un dirigente capaz. Pero a este nivel, apunta Platón, siempre acechan el orgullo y la soberbia, malos consejeros. Amén de el tener que vivir en la constante inquietud de la competencia, del ascenso, de la insatisfacción por lo alcanzado, de la intriga y de la envidia. Endebles bienes, pues; pobre y asediada felicidad la de este grupo.

No, dice Platón, el auténtico bien se halla en los quereres de la parte superior del alma: la búsqueda de la sabiduría, de la verdad, de la riqueza interior.

Pero sea lo que fuere de la razón o no que en esto pueda tener Platón, de hecho, él mismo era bastante pesimista respecto de la posibilidad de alcanzar esta sabiduría dadora de felicidad. La mayoría -opinaba- está destinada a dejarse gobernar por los apetitos inferiores del alma; y este saber de la verdad -y por lo tanto la felicidad que procura- solo lo alcanza una ínfima porción de sabios. En resumen, que la dicha la alcanzaban poquísimos.

En realidad algo de eso ya lo intuía el mismo lenguaje de los griegos que, para designar la felicidad, utilizaban una palabra que suena así "eu-daimonía" y que literalmente significa 'estar habitado por un espíritu bueno'. Como si intuyeran que la felicidad dependía de algo superior capaz de ingresar en el interior del ser humano y no de los esfuerzos que éste pudiera hacer, ni de bienes, placeres o riquezas que poseyera. Algo pues que venía de la Suerte, de la Fortuna, y que tocaba a poquísimos.

También el término griego makarios que hoy utiliza nuestro evangelio y que traducimos como ' bienaventurado ' habla de una felicidad que solo poseían los dioses, 'ausentes -según ellos- de toda preocupación'. Por eso nunca los griegos usaban el termino 'makarios' para hablar de la felicidad humana, solo los dioses podían serlo.

Por eso es bueno seguir traduciendo las bienaventuranzas de Jesús con la palabra 'bienaventurado' y no como se hace a veces con 'Felices' o 'dichosos'. La felicidad o la dicha -contrariamente a la bienaventuranza- pertenece al orden de lo puramente humano, y por eso suena algo ridículo hablar de "Felices los que lloran", o "felices los afligidos" o "felices los insultados o perseguidos". Eso suena a absurdo o a masoquismo. Jesús está hablando de un ámbito de realización superior en donde finalmente lo humano es superado por lo sobrenatural, por lo divino.

Pero, precisamente, el cristianismo sostiene que lo humano solo puede realizarse plenamente en esas alturas. No en la sola felicidad, sino en la bienaventuranza.

El 'homo sapiens' ha sido creado no para cumplirse en medidas puramente naturales, sino a medida divina y, por eso, ha sido dotado por Dios de nostalgia de infinito, de insatisfacción radical frente a cualquier bien limitado. La plena felicidad no puede ser para el hombre sino "el estado en el cual todos los bienes se hallan juntos". Así la definía Boecio , en el siglo VI en su libro 'De consolatione philosophiae', 'El consuelo de la filosofía' , escrito mientras estaba en la cárcel esperando ser ejecutado. Cualquier bien que nos falte ya es suficiente para que el hombre no sea perfectamente feliz. Pero allí donde todos los bienes se hallan juntos no es un lugar, es el mismo Dios.

Por eso, nadie duda de que, en el sentido de Platón o aún en el sentido del hedonismo o del epicureísmo, el hombre pueda alcanzar grandes dichas y felicidades a nivel exclusivamente humano, pero lo cierto es que estas dichas o felicidad jamás podrán ser plenas, perfectas o definitivas, porque toda dicha humana producida por un bien finito está atormentada inconscientemente desde el vamos por su nostalgia insaciable de infinito, de Dios, y agusanada de entrada por la precariedad del hombre, por el paso ineluctable del tiempo que nos va quitando implacable todo de las manos, y por la decepción inevitable de la distancia que encontramos entre nuestras ilusas esperanzas y lo que efectivamente nos regalan cuando las realizamos.

De allí que el secreto de la verdadera felicidad, es decir de la bienaventuranza, es postergar su por otra parte imposible realización mientras estamos en este mundo, jugarnos por ella -la que únicamente podrá darnos Cristo, aquel que alcanzó y unió lo humano y lo divino- y no pedirle a esta vida más de lo que ella puede darnos, disfrutando agradecidos lo poco o mucho bueno que nos preste y llevando con entereza todas las penas e insuficiencias que marcan su límite.

Por eso las palabras de Cristo de hoy no son paradojales ni absurdas; no nos muestran un estado, una situación, sino un camino, una meta -y una meta alcanzable por todos, no por una minoría de sabios-. La pobreza de espíritu , la paciencia , la aflicción no son más que el punto de partida, el encuentro a veces brutal con el límite de las cosas de este mundo y la actitud realista que frente a ese límite el hombre debe adoptar. Pero luego viene el esfuerzo, la lucha: el hambre y sed de santidad -que eso quiere decir justicia en el lenguaje bíblico-; la misericordia, que nos dice que la santidad no se busca 'solos' sino en la solidaridad activa con nuestros hermanos; la pureza de corazón que en el evangelio significa tratar de ver las cosas como Dios las ve y pensar como Cristo piensa; el trabajar por la paz -no la de la ONU ni la de los derechos humanos- sino la que ofrece Jesús; y finalmente el estar virilmente dispuestos al enfrentamiento, a la persecución , a la calumnia , ¡que lo digan no solo los mártires de todos los tiempos sino los que bien conocen el poder mentiroso de los medios, las organizaciones montadas sobre la venganza y el odio, o la justicia humana desamparando al inocente y haciéndose instrumento de revanchas!

Para quien vive el espíritu de Cristo -el espíritu de las bienaventuranzas- ningún mal es imprevisible y todo puede ser camino de plenitud, pero lejos de ser ellas un llamado a la pura resignación, a poner los ojos en blanco y cruzarse de brazos, son un programa de vida, un llamado a la lucha, una aprobación de los gozos y dichas legítimos de esta tierra, y una instancia a la búsqueda del secreto último de la perfecta felicidad, aquello para lo cual hemos sido hechos: el encuentro con Dios.

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