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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2003. Ciclo B

27º Domingo durante el año
(GEP, 05/10/03)

Lectura del santo Evangelio según San Marcos  10, 2-16
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: «¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?» El les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?» Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella» Entonces Jesús les respondió: «Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. El les dijo: «El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio» Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.

Sermón

          La Roma clásica y republicana basó su poder y expansión en la fuerte estructura de alianza entre familias tradicionales, numerosas y estables. Con el 'paterfamilias', que ejercía su influencia sobre multitud de hijos, nietos, nueras y yernos, en enormes casas o establecimientos que se autoabastecían de alimentos y vestimenta. Pero la verdadera columna de la familia era la madre, la matrona romana, que llevaba adelante no solo la reproducción de los hijos, sino su educación, la economía de la casa y de la finca, la producción de la ropa y la comida. Las labores más rudas las realizaban los varones, pero eran las madres quienes los criaban y formaban. En realidad eran ellas quienes proveían de soldados al ejército, formado, en ese tiempo, exclusivamente por ciudadanos romanos. En todos los niveles sociales, sobre todo si había hijos, la mujer permanecía fiel a su hombre y su familia hasta la muerte.

            Las cosas cambiaron abruptamente cuando Roma comenzó decididamente a extender su domino por el mundo. Empezaron a afluir a Roma e Italia inmensas riquezas. Cantidad de esclavos y esclavas reemplazaron a varones y mujeres en los trabajos más duros, incluso los domésticos. Multitud de inmigrantes de diversos oficios poblaron la ciudad, trayendo sus propias costumbre y dioses. La concentración de la población en la ciudad hizo que las viviendas, en general, fueran cada vez más chicas y que no pudieran sustentar más que familias relativamente pequeñas.

Para peor, a partir del gran general Mario , el ejército se profesionalizó y admitió tropas auxiliares no romanas, aunque comandadas por romanos. Los varones que en ellos servían pasaban larguísimas temporadas fuera de sus hogares. Pero muchísimos romanos de prosapia ahora permanecían en la ciudad y se dedicaban a otros menesteres, entre ellos el de 'togados' -se decía-, es decir no uniformados: políticos y abogados. Ellos no gozaban exactamente del mismo tipo de respeto que la mujer tenia antes a su marido guerrero que, a la vuelta de la guerra, podía volver a empuñar sin problemas el arado. La mujer fue tomando cada vez más conciencia de que, en realidad, valía tanto como el varón.

            Instalada en la ciudad y con menos responsabilidades, fue perdiendo algo de su antigua dignidad, y creciendo cada vez más su independencia. Con menos tareas domésticas, servida por multitud de esclavos y esclavas, disponía de tiempo para dedicarse a otras cosas, entre otras, para pensar en si misma -no siempre bien, por supuesto-. La ley Voconia que, promovida por los varones, había intentado impedir que la mujer heredara o pudiera tener bienes propios, no tuvo éxito. Las mujeres se independizaban económicamente. Se creó una nueva forma de matrimonio -'sine manu'- en el cual la mujer conservaba los derechos sucesorios de su familia de origen y el control sobre sus bienes. Esto liberaba a la mujer, pero hería la estabilidad matrimonial. Este tipo de matrimonio duraba lo que duraba la gana de vivir juntos. La mera separación personal de los cónyuges y sus bienes era suficiente para disolverlo.

            Es verdad que las clases más tradicionales conservaban las viejas costumbres y, entre las clases menos pudientes, lo normal era la fidelidad y el matrimonio indisoluble. Sin embargo las conquistas de las tropas de Roma crearon una enorme cantidad de nuevos ricos sin tradiciones que solo utilizaban el matrimonio como ceremonia de prestigio o para vincularse con familias de abolengo venidas a menos. La vida familiar ya no interesaba ni se disfrutaba, y apenas se tenía la descendencia mínima para perpetuar el apellido o satisfacer los deseos de paternidad nunca apagados en el ser humano.

            De todos modos no hay que olvidar que lo que se dice del matrimonio en la literatura clásica solo se refiere al exiguo estrato de la población libre. La gran mayoría de los habitantes de Roma eran esclavos. Entre ellos, cuanto mucho y ante la tolerancia de los patrones, regía el llamado 'contubernio', la cohabitación más o menos estable -mientras las circunstancias les permitieran vivir juntos- del esclavo y su mujer esclava. Estas parejas circunstanciales eran apreciadas si daban a los dueños hijos, a su vez esclavos. Y todas estas esclavas y sirvientas eran, si jóvenes y agraciadas, de libre uso de los varones de la casa.

            A esto había que agregar la cantidad de esclavas que se adquirían para los lenocinios que poblaban Roma. El 'leno' era precisamente el desagradable comerciante que gerenciaba este tipo de casas, proveyéndolas del abundante material femenino que podía adquirirse en los numerosos mercados especializados en esa mercadería.

            De estas mujeres sometidas o meretrices las había de todo tipo y para todos los estratos: desde las más rústicas que servían a las necesidades de marineros del puerto y varones de pocos recursos, hasta los 'gatos' -diríamos hoy- de alta calidad que, incluso, podían, con el tiempo, labrarse una situación independiente. Sufrían la competencia de muchas mujeres libres que se dedicaban sin pudor a este tipo de actividad, generalmente desde las tablas, como actrices y luego cortesanas, alternando con el 'jet set' de la época y alcanzando a veces verdadera influencia y riquezas.

            Precisamente a ese nivel, ya acabada la república y comenzado el imperio, el fácil divorcio hacía que muchas de las mujeres de alta sociedad se transformaran fácilmente -es verdad que no por necesidad, sino por puro placer-, en absolutamente promiscuas, cambiando de marido cuantas veces querían y no dudando en alternar con gladiadores y esclavos de buena presencia.

            Cuando se habla pues, que hacia el siglo I, desde algún punto de vista, la mujer romana había alcanzado, si no un mayor prestigio, mayores posibilidades de desarrollo individual, interviniendo como nunca antes en negocios, arte, incluso política -es verdad que, siempre, a través de los varones- es necesario también decir que la inmensa mayoría de ellas padecía la penosa condición de esclavas, de instrumentos de placer, de cargar con las labores domésticas más sucias y pesadas y de poder ser despedidas por sus maridos cuando estos quisieran.

            La homosexualidad en cambio, nunca fue bien vista en Roma y solo se dieron raros casos. En los comienzos del imperio y por influjo griego comenzó a tolerarse, pero en el fondo, sus tristes practicantes, especialmente los que tenían papel pasivo, eran despreciados por todos. La literatura romana muestra, a pesar de la perversión de las costumbres, esa repulsa universal. Nos han llegado piezas oratorias donde políticos fustigan con sorna a sus adversarios sospechados de ser maricones. Ninguno avanzaba en el 'cursus honorum' de la política. Ni, por cierto, llegaban a jueces. No se pueden aducir ni siquiera esos tiempos terriblemente paganos como antecedente de las degeneraciones modernas.

            Que todo esto pudiera ser visto por algunos como avances de libertad y signo de progreso, no impidió que las gravísimas consecuencias que produjo fueran percibidas por muchos con alarma. Sin contar los dramas personales y psicológicos, fue notoria, por ejemplo, la baja pavorosa de la natalidad. Si en el siglo II AC una familia que se preciara no bajaba de tener al menos doce o trece hijos, ya en el siglo del evangelista Marcos no se tenían en promedio más que dos. La madre había pasado de ser matrona, orgullosa de sus hijos, a ser 'femina', 'mulier', 'uxor', es decir, simplemente mujer, sexo femenino. Es en esta época en que aparecen poetas como Catulo que cantan al amor galante, pero que, también, convierten a lo femenino en mero objeto de deseo de los varones, fomentando la precariedad de los vínculos basados solo en esa atracción mutua en donde la paternidad ya no interesaba. Juno , la madre de los dioses, deja de ser la gran diosa y representante de las mujeres y es reemplazada por Venus que, de ser llamada 'verticordia', la que enlaza los corazones, pronto pasa a ser simplemente Afrodita .

            Ya casi no existe la mujer legítima, ella salta -y, para peor, voluntariamente- de mano en mano, por el fácil divorcio, el intercambio de parejas, la acumulación de amantes, la posesión de concubinas y concubinos. La promiscuidad y la disolución de la familia, producto de la internacionalización de Roma, la globalización de las costumbres, el anonimato de las grandes ciudades, la abundancia de carne femenina, las riquezas y el afán de lujo y buena vida fue tal, que, en algún momento, los mismos dirigentes comenzaron a preocuparse por la falta de natalidad, y, en las nuevas generaciones, de moralidad y arraigo. Un censo del año diez antes de Cristo reveló que -aparte la inmensa cantidad de esclavos-, tres cuartos de los ciudadanos romanos eran libertos, es decir esclavos liberados o hijos de extranjeros. La antigua estirpe romana estaba en plena desaparición.

            Augusto intentó poner algún coto a todo este desmadre y dictó sus famosas leyes familiares. En el 18 AC, para restaurar la dignidad de las familias senatoriales, decretó que sus miembros debían casarse con gente de su misma clase y antes de los 24 años, con el fin de tener muchos hijos auténticamente romanos. Prohibió recibir herencia a personas sin prole. Concedió ventajas a los padres de más de tres hijos y a los libertos de más de cuatro. Instaló un tribunal especial para castigar el adulterio e impedir así el divorcio que éste inevitablemente provocaba. Declaró ilegal el matrimonio en que la mujer quedaba en posesión de sus propios bienes. (Augusto pensaba que los maridos se divorciarían menos si se vieran en la obligación de devolver la dote.) Al mismo tiempo, para fomentar la fidelidad de la esposa, decretó que esta devolución sería para ella mucho menor si se comprobaba que el divorcio había sido causado por su infidelidad.

            Pero las costumbres ya estaban podridas. La abolición de las buenas leyes destruye y subvierte rápidamente las costumbres. Lamentablemente, para volver a instaurarlas, se necesita mucho tiempo. La mera promulgación de leyes no es suficiente.

            Pocos años después, en la época en que Marcos se encuentra en Roma, la situación ha seguido deteriorándose. No han servido demasiado la leyes de Augusto. Claudio y Calígula no dudaron en tener varios divorcios, y hasta relaciones con sus propias hermanas y sobrinas. Nerón , mientras escribe Marcos, es sospechoso de mantener relaciones con su propia madre Agripina , para terminar matándola por instigación de Popea , una de sus mujeres (la que se bañaba en leche de burra). Para casarse con ella había repudiado a su primera mujer Octavia , haciéndola, luego, asesinar. Más tarde mató a puntapiés a la misma Popea embarazada y, remordiéndole la conciencia, hallando un jovencito, un tal Sporno , con un extraño parecido a su mujer, lo hizo castrar y parodió con él una ceremonia de matrimonio. Nerón termina por nombrar un 'intendente de placeres de corte'.

            Es probable que la fibra del pueblo en general y de algunas antiguas familias no se viera tan afectado como el mundo cortesano y primaran en ellos los instintos naturales a la estabilidad familiar y la crianza de los hijos. Nadie estaba de acuerdo con los excesos del Palatino. Tanto más cuando estaban acompañados de corrupción a todos los niveles, impuestos, justicia venal, falta de respeto por la propiedad de los ciudadanos, inmoralidad en los negocios, prepotencia de los cercanos al poder, brutalidad de la guardia pretoriana -la 'gestapo' de la época-. La destrucción de la familia siempre va unida a la corrupción en todo lo demás. Por eso, entre la gente de bien, existía como un clamor de deseos de cambio, de ideas rectas, de retorno a las sanas costumbres.

            De hecho no parece haber sido tan difícil, en ese medio, a Marcos el predicar las exigentes normas de Cristo respecto del matrimonio. En medio de la mayor corrupción, el ser humano sigue conservando, en el fondo de su corazón, la nostalgia por lo bueno.

            No hay que olvidar, sin embargo, que la predicación de Marcos proviene, en su origen, del medio judío. Y las costumbres judías, a pesar de la poligamia que practicaban los ricos y el permiso de divorcio, eran algo mejores que las romanas en los estratos medios. Contrariamente a los romanos eran los varones los únicos que podían tomar la iniciativa del divorcio o mejor dicho de despido. Ellos eran los que daban a la mujer lo que se llamaba 'libelo de repudio', o, más exactamente, certificado de divorcio. Con este certificado la mujer era enviada patitas a la calle y, en teoría, quedaba libre y habilitada para contraer matrimonio con otro. Se ha encontrado uno de estos libelos entre los rollos del Mar Muerto y dice más o menos así. " Yo, José, hijo de Nacsán, por propia voluntad me divorcio y te repudio a ti, mi mujer Miriam, de tal modo que a partir de ahora quedas libre de ir y casarte con cualquier judío que te plazca. " La mujer, por supuesto, no podía hacer lo mismo, y con ese papelito, por más libre que fuera, en realidad quedaba frente a la sociedad totalmente desprotegida, y el marido sin ningún compromiso hacia ella. Es verdad que, de alguna manera, este documento la preservaba de cualquier exigencia de su primer marido y, teóricamente, le daba la posibilidad de iniciar una nueva vida. Es lo que buenamente José quiso hacer con María al enterarse de su embarazo.

            Así, pues, a pesar de protestas como la del profeta Malaquías -"¡ odio el divorcio! " 2, 16-, casi todos estaban de acuerdo en que el divorcio era lícito.

            Es obvio, por lo tanto, que la posición terminante de Jesús al respecto era una exigencia que iba muchísimo más allá de las costumbres judías; a lo cual sutilmente añade Jesús y destaca Marcos, tal como sucedía en Roma, que la mujer tiene los mismos derechos que el marido o, mejor dicho, en este caso, los mismos deberes.

            Es de notar que Jesús ni apela aquí a su autoridad divina ni a ninguna consideración religiosa. Hablar de cómo eran las cosas 'en el principio' y referirse al mito adámico era una manera de hablar de las exigencias puras y simples de la naturaleza humana anteriores a sus deformaciones culturales. Así lo entiende también Marcos.

            La indisolubilidad matrimonial, la igualdad como personas de marido y mujer, emanan de lo más profundo de su psicología, de su ser humanos, de la posibilidad del amor, de la sólida constitución de la sociedad, de la seguridad de la prole, no de ninguna consideración religiosa. Y de tal manera atañen al bien común, al tejido social, que aún en ciertos casos particulares excepcionales, aún las parejas sin hijos, en una sociedad fuerte y bien armada, se deben sacrificar los intereses individuales en pro de la mucho más importante inconmovibilidad del vínculo.

            Jesús, en este pasaje, más acá de lo religioso y sobrenatural, descubre simplemente los resortes profundos del amor humano y de aquello en lo cual se funda la prosperidad y salud de toda sociedad.

            No se trataba pues, de una cuestión religiosa, como piensan algunos, sino de algo que llegaba como viento fresco y liberador a una sociedad que se estaba matando a si misma y en la cual el anuncio cristiano sobre el matrimonio prendió, antes, como una necesidad civil y psicológica, que como una institución religiosa. Mucho más tarde el cristianismo propuso el matrimonio como sacramento, como medio eficaz de santificación. Mientras tanto la indisolubilidad matrimonial se entendió como un retorno a las sanas costumbres, y la única manera de solidificar la sociedad y el verdadero derecho y desarrollo de las personas.

Lo que eso significaba en Roma para cientos de miles de mujeres explotadas, hijos sin padres, inmoralidad disolvente, desprotección frente a la prepotencia del Estado, antes que un obstáculo, significó un enorme empuje para la difusión del cristianismo y la aceptación de su mensaje. Hoy se pretende mostrar al matrimonio -al verdadero, por supuesto- como impedimento a los legítimos derechos de los individuos y, por lo tanto, como rémora que la Iglesia debería olvidar; volviendo, por lo tanto, al paganismo disolvente. ¡Cretinos!

            La Iglesia jamás dejó de tener contemplaciones con aquellas formas de unión, vehículo de transmisión de vida o de realización personal, en casos extremos y desdichados, que no cumplían perfectamente las notas del matrimonio -(imaginen Vds. la pena y comprensión que tendría Marcos de la multitud de esclavos y esclavas que intentaban hacerse cristianos viviendo sus uniones precarias y en medio de los abusos de sus dueños)-. Pero jamás el auténtico cristianismo pudo, ni podrá, equiparar cualquier unión de hecho al verdadero matrimonio. Mucho menos las degeneraciones aberrantes. Por el bien de la Iglesia, por el bien de la sociedad, por el bien de los hijos, por el bien de los cónyuges, y también por el bien, a veces heroico, de aquellos que tienen que renunciar a rehacer sus vidas... o estar impedidos de llamar matrimonio a aquello a lo cual, tantas veces, han llegado sin grave culpa de su parte.

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