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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

27º Domingo durante el año
(GEP, 1995)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»

Sermón

           Uno de los filósofos que más han influido en el pensamiento contemporáneo es Jorge Guillermo Federico Hegel, muerto en 1831, seminarista protestante en Tubinga. Descreído, al recibirse renuncia a la carrera de pastor y quiere dedicarse a la enseñanza. Debe iniciarse como preceptor y lo hace en el seno de varias familias pudientes. Quizá allí se haya reforzado su resentimiento social.

El asunto es que, con el tiempo, va ascendiendo en grados académicos, y termina sucediendo a Fichte en Berlín, ocupando su cátedra de filosofía.

Por cierto que hablar de Hegel en el corto lapso de una prédica es imposible. Recordemos, empero, que es el antecesor de Marx en eso de considerar la realidad y la historia como una sucesión de movimientos dialécticos: tesis-antítesis; y que sostiene una concepción panteísta, divinizada, del universo, al cual considera como una etapa del Espíritu Absoluto, de lo divino impersonal.

Pero hoy nos interesa solo un aspecto de su complejo pensamiento. El origen histórico, según él, de la idea de Dios, que tiene que ver con la dialéctica del amo y del esclavo.

Esta dialéctica se origina -afirma- en la necesidad que tiene la conciencia humana en sus estadios primitivos -para afirmarse a si misma, para encontrar su yo, para autorrealizarse y poseerse- de poner frente a si misma otras personas que la reconozcan como tal. Necesita del encuentro con otras conciencias.

Pero este encuentro, dice Hegel, se ha dado siempre dialéctica, conflictivamente. Enfrentadas las autoconciencias, la primera reacción de cada yo es la de asegurar la propia existencia contra los otros. El deseo de cada yo, según Hegel, es anular, aniquilar, en competencia inevitable, a los otros yo que pueden disminuirlo. Pero una destrucción literal no obtendría el propósito, porque lo que el yo necesita es el reconocimiento sometido del otro, no su desaparición lisa y llana. De allí que la lucha de las conciencias contrapuestas se resuelva en la relación del amo y del esclavo; el señor y el siervo. El guerrero vencedor que somete a sí a los vencidos, dándole el sentimiento vivo de su yo. El señor es la autoconciencia libre; pero a costa de la conciencia del siervo, esclavizada, alienada, carente de libertad, ligada a la materia y al trabajo. Pero -continúa Hegel- el siervo, mediante el trabajo logrará trascender la materia; con el tiempo, evolucionará, y finalmente derrocará, en una nueva lucha, a los señores.

De esta figura hegeliana del amo y del esclavo, del señor y de los siervos, Marx obtendrá la pieza clave de su dialéctica revolucionaria -aún en dramática vigencia, a pesar de la caída del comunismo soviético-.

Pero es de aquí donde saca Hegel su teoría de la religión judía y la cristiana. En cierta etapa -afirma- la conciencia humana descubre ahora dentro suyo la lucha de dos realidades, la contradicción de, por un lado, el ideal ambicionado de una conciencia plena, inmutable e infinita; y, por el otro, la dura constatación de su finitud, límite y contingencia. Esto hace entrar al espíritu humano en la etapa de la que Hegel llama la "conciencia infeliz".

Porque la percepción de su condición finita le hace derivar a sentirse en situación de esclavo y, al mismo tiempo, proyectar el ideal del señor, del amo, a una perfección absoluta y supramundana: a una conciencia divina como existiendo aparte del mundo y del propio yo. Es así como la humana conciencia queda dividida, alienada e "infeliz", inventando a un Dios fuera de si misma.

Es el disparate -dice- de la religión de Abrahán, de Moisés y finalmente del catolicismo.

De acuerdo a éstos Dios es el Señor, el Herr , y el hombre es el esclavo, el servidor, el siervo (el Knecht, el Sklafe). En el fondo de esta mentalidad cristiana de esclavos solo hay pesimismo, sentimiento de la propia nada, de la debilidad humana. De allí que se sitúe todo lo perfecto, lo divino, fuera del hombre, alienándolo, enajenándolo.

Y es el concepto de creación el que produce todo este desastre, porque coloca a Dios fuera del mundo, produciendo las cosas 'ad extra', como extrañas, como un guerrero dominador, absolutamente alejado de todo, haciéndole depender totalmente al hombre de El, dándole la existencia como una limosna.

Los judíos tienen que obedecer, trepidantes, la ley de Moisés; los cristianos deben mendigar, con miedo y temblor, el favor y la gracia de un poder exterior...

Así -continúa Hegel- el legalismo del pueblo judío y el moralismo cristiano, sitúan al hombre en situación de esclavitud moral, en dependencia absoluta de un Dios dominador. Cuando el hombre quebranta la ley divina, cuando tiene sus conatos de independencia y dignidad personal, Dios se irrita. Y entonces el hombre tiene que someterse a los castigos impuestos por Dios, reconociendo sus fallos y sometiéndose de nuevo al yugo que ha querido sacudir. Al hombre no le toca sino obedecer.

Pero ¿qué es entonces lo que defiende Hegel? Y, simplemente, que ese Dios no existe. Lo que existe es, usemos su vocabulario, el espíritu absoluto, que para realizarse debe desplegarse en la antítesis de la naturaleza material y tomar conciencia de si a través de la conciencia humana. En realidad, para Hegel, pues, la conciencia del hombre sería la mismísima conciencia de Dios; pero en la medida en que no se aliene, proyectando a un Dios fuera de si, en la trascendencia. Es en su interioridad, en su libertad, en su sacudirse de encima esta religión y moral del amo y del esclavo, del señor y del siervo, -perversa dualidad y alienación que lo extravía- como el hombre recupera su dignidad y se reconoce él mismo Señor, de origen divino, partícipe del Espíritu.

En el fondo, como Vd. ven, lo que Hegel aborrece sobre todas las cosas es la doctrina de la creación. No puede soportar ser creatura, como lo hace la serpiente del jardín de Edén, el no "ser como dioses"; Hegel no se diferencia sino en el lenguaje del budismo y el hinduismo, de la gnosis, de la Cábala, de la rebelión a Dios del mundo moderno, de la doctrina New Age... No es extraño que el gran Maestre del pensamiento y revoluciones contemporáneas sea, en los claustros académicos, justamente Hegel.

Aún el hombre común de la calle, que ni siquiera ha oído hablar de este filósofo, sufre el influjo de su ideología a través de la infiltración de sus ideas en el periodismo, en el arte, en la nueva moral, en la política, en el ámbito educativo...

Pero lo que ha de hacer Hegel para rechazar la idea del Dios cristiano es inventar una grosera deformación de su concepto. Dios necesitado de servidores para autoafirmarse; la ley moral como una imposición perentoria y despótica de un Señor a su esclavo; la individuación y la diferencia como algo que habría que aventar mediante una igualdad homogénea, uniforme...

Y la parábola de nuestro evangelio de hoy, aislada, podría, mal leída, ser interpretada hegelianamente; pero de ninguna manera en el contexto de la doctrina de Cristo.

Porque, en el fondo, lo divino, en Hegel, proyecta al hombre a la existencia como fruto de una compulsión interna, el espíritu se ve necesitado de realizarse a través del ser humano; y la finalidad la obtiene, curiosamente, recién cuando desaparece este hombre individual y se retorna, en terrible síntesis final, a la pura autoconciencia del Uno, del Todo. El hombre pasa a ser un momento que necesita el espíritu absoluto para cumplirse y que luego se deja de lado, a la manera de una pura etapa descartable. Como luego en Comte, en Marx, lo que vale no es la persona sino el todo, la sociedad, el Estado, la humanidad, el futuro, el progreso, pero no cada uno de nosotros. Es el mismo terrible futuro de nada que nos proponen las religiones orientales, el racionalismo, New Age, el pensamiento contemporáneo...

Pero todo lo que dice Hegel del Dios cristiano es una payasesca deformación de lo que realmente es.

El verdadero Dios no crea por necesidad, no necesita desplegarse en la naturaleza ni en lo humano. La creación es fruto libre de su amor, no de su indigencia. Nuestro vivir no descansa en un recodo mecánico de la evolución de la materia ni es una fase del crecimiento del Espíritu absoluto o de Dios, sino que cada uno de nosotros es nombrado por El en constante y personal declaración de amor. Tampoco somos una mera etapa que ha de dejarse atrás de la historia universal, sino sujetos únicos e irrepetibles, sostenidos sobre la nada por la potente y paterna mano de Dios.

Porque precisamente su omnipotencia no es la del guerrero que somete, sino la del Padre capaz de dar al hijo, tiernamente, cobijo y seguridad.

Y, por cierto, que en este sentido nuestro vivir humano es depender de Dios y ¿qué hijo pequeño querría ser tan necio de no querer depender de su papá, y qué insolente y patética soberbia, aún en las relaciones familiares, cuando extraviado frente al padre bueno, el adolescente se rebela creyendo así, tontamente, afirmar su personalidad?

Reconocernos criaturas, pequeños frente a Dios, no es ninguna humillación; por otro lado es la sencilla, evidente, palmaria, científica, constatación de nuestra precariedad biológica, de nuestra caducidad...

Pero justamente todo el evangelio es la proclamación de la buena noticia de que Dios no nos ha dejado en este nuestro estado caduco, perecedero... Esa distancia que Hegel parece acusar entre el supremamente Otro y nosotros no es una distancia espacial; porque en las raíces de nuestro mismo ser nos besa, cercano, el querer de Dios que nos sostiene en la existencia; y porque, además, la distancia real que de El nos separa, es salvada por Dios al hacerse uno de nosotros en Jesús y cedernos su vida en la efusión del espíritu, en Pentecostés.

Sus leyes no son decretos prepotentes de autoridad despótica, sino las recetas médicas de nuestra felicidad, las hojas de ruta de nuestra realización. Y nuestra obediencia no es el acto de sumisión que nos humilla, sino la filial confianza que nos da envergadura y seguridad. Y es el saberse hijo de tal Padre lo que hace que el cristiano viva la exultante sensación de libertad frente a todo y a todos los demás.

Ni tampoco se irrita Dios por la desobediencia, que no le hace mal a él sino a nosotros, sino que en silencio solidario, en compasión enamorada, viene a sufrir nuestras heridas clavado en cruz.

No por naturaleza, como quería Hegel, sino por amor, por gracia, somos hechos partícipes del vivir de Dios, de su eterno gozar, pero no perdidos en lo anónimo, como una gota confundida otra vez con el piélago inmenso de la suprema y devoradora unidad, sino como personas, como individuos, como identidades apreciadas y queridas, respetadas y amadas, diferentes y ricas.

Sin más, que El sigue siendo Dios y nosotros creaturas y que, en el fondo, para siempre hemos de decir, "somos simples servidores", aún cuando su mismo gratuito amor nos haga socios suyos en las tareas de este mundo; y aún cuando, sin precisarnos, nos honre al hacernos participar de sus obras en el querer a los demás. Su libre amor, su elección paterna, su ternura de creador, nos ha hecho capaces de solidarizarnos, por la fe, en su misma omnipotencia, de tal manera que, si la tenemos apenas del tamaño de un grano de mostaza, seremos capaces de trasplantarnos de la tierra, a nosotros y a los que amamos, para vivir para siempre con él.

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